La Semana Santa y el Cenáculo

Por Adolfo González Montes, Obispo emérito de Almería Cenáculo
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El contexto histórico espiritual de la Semana Santa

Con el Edicto de Milán (313 d. C.), una vez cesaron las persecuciones contra los cristianos, la normalización de la vida de la Iglesia hizo posible la celebración pública de la fe sin obstáculos, y con la libertad religiosa la  liturgia de Semana Santa encontró pronto un particular desarrollo en la Jerusalén del siglo IV.  Con la Cuaresma prácticamente cerrada, este tiempo litúrgico fuerte era idóneo para la preparación a las celebraciones pascuales propicias para la consolidación del catecumenado y la iniciación cristiana. El tiempo cuaresmal que conducía a la celebración de la Pascua se configuraba como el tiempo especialmente apto para que la práctica de la penitencia pública estimulara en los bautizados el deseo de ahondar en la conversión a Dios y a Cristo y retomar las promesas bautismales y rehacer la vida cristiana herida por el pecado, con sincero espíritu penitencial para catecúmenos y bautizados:  para los catecúmenos, la etapa final del catecumenado, en la que tenían lugar los ritos prebautismales que les preparaban a la iniciación sacramental; y un tiempo de intensidad espiritual para los bautizados que les fortalecía  en la fe y consolidaba la voluntad de coherencia y testimonio en una sociedad que abandonaba el paganismo y ordenaba la vida y personal y social según las enseñanzas evangélicas.

En el año 348 san Cirilo, obispo de Jerusalén, que había nacido probablemente en el año del edicto de Milán, predicó sus «catequesis mistagógicas» dirigidas a los catecúmenos (1). San Cirilo murió el 18 de marzo del 386, después de que la virgen Egeria viviera en Jerusalén las celebraciones de la Semana Santa, cuya precisa descripción nos legó en su crónica de peregrina (2). La monja de la Gallaecia hispanorromana visitó Constantinopla, a donde llegó por mar, para adentrarse después en la península de Anatolia y llegar por Galacia y Capadocia hasta a Antioquía, habiendo atravesado  el Taunus y, bordeando por mar la costa siria y palestina, alcanzaba Jerusalén el año 381, donde permaneció tres años. Egeria completaría un periplo asombroso por los santos lugares visitando el monte Nebo, desde donde Moisés contempló la Tierra prometida, en territorio de la actual Jordania, para encaminarse después al Sinaí y Alejandría en Egipto. De vuelta se detuvo en Siria y visitó lugares devocionales del Asia Menor, poniendo fin a su peregrinación en Constantinopla desde donde se supone que volvería a su vida anterior de consagrada.

La peregrinación de la monja española acontecía cuando las Iglesias cristianas contribuían a la transformación de una sociedad que progresivamente iba permeando el cristianismo; y con ello haciendo pública ordenación de demarcaciones territoriales de las diócesis que gobernaban los obispos y sus metropolitas. La ordenación eclesiástica desplazaba progresivamente la implantación social y cultural del paganismo, a lo que contribuían las asambleas litúrgicas, en las que se comenzaban a expresar las identidades rituales. Hoy contamos con estudios e investigaciones de historia de la Iglesia antigua y del desarrollo de la liturgia que nos permiten conocer bien las celebraciones de la Semana Santa en Jerusalén, y su influencia determinante en la liturgia bizantina y en la liturgia de las antiguas Iglesias orientales (3). Lo que fue la primer andadura del rito antioqueno-jerosolimitano se configura como «Liturgia griega de Santiago», que después del Concilio de Calcedonia evolucionó por obra de los monofisitas a su versión siriaca. De hecho, los dos tipos litúrgicos del rito, el griego y el siríaco, en sus fuentes antioquena y jerosolimitana fueron uniformes y esas fuentes darían lugar a la liturgia siro-antioquena cuyas manifestaciones corresponden a la familia de ritos que conforman la tradición litúrgica de tipo siríaco entre las conocidas como liturgias orientales antiguas(4).

En el punto de partida el escenario topográfico de la redención de Cristo facilitó el desarrollo jerosolimitano de las celebraciones de la Semana Santa, memorial sacramental del drama redentor, que adquiere un carácter memorial marcado por el acontecer de los ritos que culmina con la solemne misa pascual. Su influencia se hace patente no sólo en  la liturgia de las Iglesias orientales y en la liturgia bizantina, sino también en la liturgia romana y los ritos occidentales. Una liturgia que se expresa en  secuencias que se suceden dando lugar a un celebración continuada de la obra redentora de Cristo, que llena las jornadas de la Semana Santa. En ella que se prolonga en el «hoy» de la liturgia la eficacia redentora del misterio pascual para la salvación del mundo. 

La sucesión de las secuencias litúrgicas en los santos lugares

La sucesión de las secuencias litúrgicas que ocurrían en la en la ciudad santa de Jerusalén daba comienzo el domingo de Ramos  en la iglesia del Pater Noster (Eleona), ubicada cerca de la capilla de la Ascensión en el Monte de los Olivos, donde se organizaba  la procesión de Ramos que abría la semana que conmemora la pasión y muerte del Señor, después del canto de salmos y antífonas, que precedían y acompañaban la lectura del evangelio que narra la entrada de Jesús en Jerusalén. El obispo presidía la procesión ocupando el lugar del Señor, acompañado por el clero y los fieles locales y peregrinos hasta la basílica constantiniana concebida como Martyrium, nombre que, según san Cirilo, obispo de Jerusalén, se le daba al lugar y no el de “iglesia”, en como también Egeria observaba, “porque está sobre el Gólgota, detrás de la Cruz, donde el Señor sufrió la pasión”. Levantada por Constantino junto en el escenario del montículo del Calvario, desde la basílica se pasaba atravesando el claustro, llamado “Patio o Jardín de José de Arimatea”, a la Santa Rotonda de la Anástasis, que cobijaba bajo su majestuosa cúpula el edículo octogonal de la tumba vacía de Cristo, signo y proclama de la resurrección del Señor (5).

Las celebraciones eran vividas con una honda implicación de los fieles en la vivencia de la “teo-dramática” de la redención, en mística comunión con las secuencias de la celebración del misterio pascual: entrada triunfal en Jerusalén, prendimiento y  pasión, crucifixión, sepultura y gloriosa resurrección del Señor. Estas celebraciones  han pasado tanto a las liturgias de tradición siriaca como a la liturgia bizantina ortodoxa (6), dominada por la idea de la encarnación del Verbo de Dios en las entrañas de la “Santa Madre de Dios y siempre Virgen María”, y por su finalidad redentora. Celebraciones que culminan en la gloriosa resurrección, que se convierte en santo y seña como saludo gozoso de los días pascuales: “Verdaderamente ha resucitado el Señor, ¡aleluya!”. El triduo pascual concentra la piedad cristiana en la acción divina de redención y santificación. Los ritos sacramentales del triduo llevan a los bautizados en Cristo a la contemplación del descenso del Hijo de Dios “entregado por nosotros y por nuestra salvación”; y a sumergirse en las vivencias de comunión y configuración  sacramental con Cristo muerto y resucitado, principio divinización, que acontece por la acción del Espíritu Santo y da paso a la «vida en Cristo» del bautizado. 

Las celebraciones que Egeria contempló y vivió en Jerusalén el Jueves, Viernes y Sábado Santo están marcadas por las asambleas litúrgicas más solemnes de estos tres días, precedidas por las que se celebraban el domingo de Ramos, lunes, martes, y miércoles santo en la basílica constantiniana al ritmo de la oración horaria, que prolongará en el cristianismo la tradición litúrgica hebrea de orar a las distintas horas del día. Los tres primeros días de la semana son los días en los que se suceden las lecturas evangélicas que narran los acontecimientos que llevan a la condena de Jesús y a su pasión, y dan paso a la liturgia del Triduo pascual. Así ya el Jueves Santo tiene lugar la celebración de la Eucaristía, que se menciona como “la oblación” y se celebra dos veces en ese día santo: en la mañana, el sacrificio eucarístico convoca a los fieles a la comunión, en la tarde la celebración evoca como memorial la Cena del Señor. 

El protagonismo del Cenáculo en Jerusalén 

Aunque el Cenáculo fue la primera sede de la comunidad de Jerusalén, la casa que guardaba el memorial de la Cena, con el lavatorio de los pies de los discípulos (Jn 13,2-11), la institución del sacrificio eucarístico y el ministerio sacerdotal  (Mc 14,22-24; Mt 26,26-29; Lc 22,19-20; 1Cor 11,23-25), la recepción del Espíritu Santo (Lc 24,40; Jn 20,22-23; Hch 2,1-4) y el envío y partida de los apóstoles para anunciar el Evangelio (Mt 28,19-20; Mc 16,20). En ella recibieron los atemorizados Apóstoles “por miedo a los judíos” la primera aparición del Resucitado en la misma tarde de la resurrección, con ausencia de Tomás (cf. Jn 20,19-29); y la segunda, estando ya presente el apóstol Tomás  que le confesó con la exclamación que reconoce en el Resucitado  al que ha sido exaltado a la gloria de la resurrección y se ha revelado como quien es en verdad: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20,28). Hay que decir de pasada que  el título de Kyrios o Señor  extendido en Oriente expresaba el dominio del rey con carácter divino, título que tributado a Cristo equivalía a confesar su divinidad. Éste y otros títulos cristológicos pasaron a los himnos litúrgicos, que en la Iglesia apostólica  confesaban a Cristo como Mesías e Hijo de Dios, «centro del culto cristiano» (7).   

La noche del prendimiento de Jesús en Getsemaní, a donde acudieron según costumbre, los Apóstoles huyeron desconcertados y se refugiaron en el Cenáculo, mientras Pedro y “el otro discípulo” —con probabilidad argumentada por la exégesis, el apóstol Juan— seguían a Jesús hasta que, llegados a la casa del sumo sacerdote, Juan entró en el atrio, porque era conocido suyo, mientras Pedro ese quedó fuera hasta que lo hiciera entrar el discípulo amado en el atrio de la casa del sumo sacerdote,  donde tuvieron lugar las negaciones de Pedro (Jn 18,15-18. 23-27).  El libro de los Hechos menciona el Cenáculo como la casa en la que se reunieron los apóstoles, en cuya “sala alta” se había celebrado la última Cena y entre cuyos muros se sintieron protegidos de la incomprensión y el temor de ser perseguidos, convirtiéndolo en ámbito de convivencia apostólica, donde permanecían unánimes en la oración con algunas mujeres que los habían acompañado a Jerusalén y con María, la madre de Jesús (cf. Hch 1,13-14). En el Cenáculo permanecieron los Apóstoles incluso cuando los cristianos de la comunidad apostólica se dispersaron tras la lapidación de Esteban, «a excepción de los Apóstoles» (Hch 8,1). No es de extrañar que en la reconstrucción del Cenáculo que se hizo en el siglo IV la “sala alta” fuera llamada “iglesia superior de los Apóstoles”(8).

La casa, emplazada en la zona donde comenzaba el la colina de Sión, fue lugar de reunión de los primeros cristianos, que el año 66 huyeron a Pella durante la guerra judía contra Roma que acabó el año 70 con la destrucción de Jerusalén por los legionarios romanos comandados por Tito. Después de la derrota de los judíos retornaron y construyeron hacia el año 72 o 73 la iglesia articulada con la casa del Cenáculo, que sobrevivió junto con algunas sinagogas al soterramiento de Jerusalén por el emperador Adriano, que puso fin a  las guerras judías contra Roma (años 136 al 136). Adriano mandó construir la ciudad romana Aelia Capitolina, edificando los templos de Júpiter y de Venus sobre los santos lugares del Calvario y del sepulcro de Cristo. Constantino los mandó destruir para construir la gran basílica del Martyrium del siglo IV. En tiempos del emperador Constantino y el obispo Máximo de Jerusalén, de las sinagogas judías que sobrevivieron a las guerras judías, a comienzos el año 326 sólo quedaba en pie una de las siete que quedaron en la destrucción de la ciudad el año 70 y la sinagoga-iglesia de los cristianos de origen judío (judeocristianos) en  la zona suroccidental del escenario geográfico del Cenáculo en el monte Sión. Téngase en cuenta que en la sala baja de la casa del Cenáculo se encuentra hoy el cenotafio de la tumba de David, sin que históricamente se pueda probar que lo haya sido en realidad, pero las excavaciones arqueológicas sí han demostrado, en cambio, que debajo el pavimento de esta sala  se han hallado pavimentos de época cruzada, bizantina y romana y «por consiguiente los fundamentos del edificio se remontan al menos al siglo II d. C.» y que, en efecto, no es imposible que, según el obispo Epifanio de Salamina (315-403), allí se encontrara la “pequeña iglesia de Dios”, reconstrucción de la primitiva edificación: «En aquel tiempo era un barrio rico y puede que un acaudalado discípulo de Jesús convirtiera su casa en lugar de reunión (Hch 2,44-45)»(9).   Así lo atestigua, entre otras fuentes, el peregrino de Burdeos a comienzos del siglo IV, Egeria en su estancia en Jerusalén, y a finales del siglo Epifanio de Salamina, obispo de Chipre, que había sido monje en Palestina(10).

Las “dos oblaciones” del Jueves Santo en la Jerusalén del siglo IV y su prolongación en la liturgia

La celebración de la “oblación” eucarística del atardecer del Jueves Santo, que conmemora la última Cena del Señor, se celebraba en el Calvario dentro de la gran basílica. Tras la cena obispo, clero y fieles subían  al Monte de los Olivos, para volverse a reunir tras la cena en una larga vigilia nocturna y acompañar a Jesús, evocando las escenas de la traición de Judas, su captura y prendimiento por la guardia del sumo sacerdote y su traslado apara el irregular juicio nocturno de la condena por el sanedrín. Este acompañamiento de Jesús en las horas primeras de interrogatorios y maltratos lo hacían la comunidad cristiana y los peregrinos que se sumaban a ella siguiendo las lecturas de la narración evangélica, con compunción y hondo sentimiento, lamentos y lágrimas. Conmovidos por la evocación evangélica llegaban al día siguiente, Viernes Santo, para tomar parte en la lectura de las pasión y la adoración de la cruz en la basílica del Martyrium

Las celebraciones eucarísticas del Jueves Santo pasarán a las liturgias orientales y a la tradición litúrgica bizantina, y poco después a la liturgia romana, que conserva en la actualidad dos celebraciones eucarísticas del Jueves Santo: la misa crismal y la misa «en la Cena del Señor» (Missa in coena Domini). Esta última da comienzo propiamente al Triduo pascual. En la actualidad, la misa crismal se puede adelantar y se viene adelantando al martes y al miércoles santo, a veces con razones pastorales reales, teniendo en cuenta la necesidad de facilitar a los sacerdotes la posibilidad de atender otros servicios litúrgicos en las distintas comunidades a su cargo. Aun así, en fidelidad a la tradición litúrgica, se debería mantener la gran celebración sacramental en la mañana del Jueves Santo, que protagoniza la misa crismal presidida por el obispo en su catedral. En la misa crismal concelebran con él obispo el mayor número de presbíteros acompañados de los diáconos, personas de vida consagrada, los apostolados y buen número de fieles que se asocian a esta celebración eucarística de hondo simbolismo sacramental que expresa y manifiesta el misterio de la Iglesia. En la misa crismal  se bendicen los oleos de los enfermos y de los catecúmenos, y se consagra el Santo Crisma. En esta misa se expresa el carácter sacramental de la Iglesia de una manera plástica y vivencial que ha de manifestar la comunión de todo el colegio presbiteral con el obispo, que él preside, y la comunión real de los fieles real con obispo y sus presbíteros. El Vaticano II dio un gran impulsó a la participación de los fieles en esta misa, que reclama catequesis de preparación de cuantos forman parte de un pueblo sacerdotal y profético.

La Eucaristía, don que contiene todo el bien de la Iglesia

El Jueves Santo conmemora la institución de la Eucaristía y del sacerdocio, que asimismo reclaman la necesaria súplica por las vocaciones sacerdotales que den a las comunidades cristianas el don inestimable de la Palabra y de la Eucaristía confiadas al ministerio de los sacerdotes. ¿Cómo no evocar la primera eucaristía en la mañana del Jueves Santo que, ya en el siglo IV según la crónica de Egeria, se menciona como reunión “de la oblación” y “de la comunión”? El don de la Eucaristía es el gran tesoro de la Iglesia, porque en ella se contiene todo el bien de la Iglesia (11). Fue instituida por Cristo en el Cenáculo, que asoció a sí a los Doce, por lo cual la Eucaristía es ella misma, como la Iglesia, apostólica al igual que posee las otras notas propias de la Iglesia: santa y católica(12). Siendo la fuente y cima de la vida cristiana, inserta a los fieles en el cuerpo de Cristo y funda la unidad de la Iglesia y le da consistencia(13).

Queríamos ofrecer unas reflexiones en torno al primer desarrollo de la liturgia de Semana Santa, con la finalidad principal de centrar la atención en el Cenáculo de Jerusalén. Allí el Salvador del mundo unión la institución de la Eucaristía al ministerio sacerdotal. En la misa crismal del Jueves Santo los sacerdotes son invitados a renovar las promesas sacerdotales en presencia del obispo y del pueblo fiel, que ha de orar intensamente por sus sacerdotes, para que la guarda de sus promesas redunde en la santidad personal de los presbíteros, representando a Cristo como único Esposo de la Iglesia. Aquí dejamos estas reflexiones, invitando a cuantos se ocupen con ellas a contemplar a la luz de la fe el misterio eucarístico servido por el ministerio sacerdotal para la salvación del mundo. La Eucaristía no es un derecho a reivindicar sino un don sublime a recibir, para que la vocación universal a la santidad resulte de la configuración con el misterio pascual de Cristo, que la Semana Santa coloca en el centro de la vida cristiana. El don se recibe y ardientemente deseado se suplica de quien otorga el don y el ministerio que Jesús confió a sus Apóstoles y a sus sucesores.

Adolfo González Montes

Obispo emérito de Almería


  1.  San Cirilo de Jerusalén, Catequesis mistagógicas (Bilbao 1991) [PL 33, 1065-1128].
  2. Cf. A. Arce (ed.), Itinerario de la virgen Egeria (381-384) (Madrid 21996). Aunque Gian F. Gamurrini halló en 1884 en Arezzo el códice del siglo XI con el «Itinerarium ad loca sancta» de Egeria, el viaje de Egeria era conocido ya en el siglo VII por san Valerio del Bierzo, del cual informa en la «Epistola de Beatissimae Echeriae laude conscripta». Cf. F. J. Tovar Paz, «Valerio del Bierzo sobre la Peregrinatio Egeriae. Deixis del género literario y sentido de la epístola», Límite [Univ. Extremadura] 11/2 (2016) 35-55.
  3.  Cf. S. Parenti, «Espíritu y desarrollo de la liturgia bizantina», en A. González Montes (ed.), Las Iglesias orientales (Madrid 2000) 313-346.
  4.  Cf. M. Righetti, Historia de la liturgia, vol. I. Introducción general, ed. rev. J. M. Sierra López (Madrid 22013) 225-243.
  5.  A. de Vítores González OFM, El Santo Sepulcro de Cristo, corazón del mundo cristiano (Jerusalén 32022) 343-39.
  6.  S. Janeras, «Introducción a la teología ortodoxa», en A. González Montes (ed.), Las Iglesias orientales, 200-213.
  7.  M. Righetti, cit., 471 (n. 158).
  8.  J. Murphy-O’Connor, Tierra Santa. La guía de referencia (Bilbao 2016) 115-118.
  9.  Ibid., 117.
  10.  A. Vítores González OFM, El Cenáculo. El Monte Sión cristiano (Jerusalén 22021) 40-42.
  11.  Vaticano II, Decreto Presbiterorum Ordinis [PO], n. 5.
  12.  Cf. San Juan Pablo II, Carta encíclica Ecclesia de Eucharistia (2003), nn. 21 y 26.
  13.  Vaticano II, Constitución Lumen Gentium, n. 28. Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1324-1327.

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Comentarios
1 comentarios en “La Semana Santa y el Cenáculo
  1. Durante mi peregrinación a Tierra Santa, visité el cenáculo. Ahí nació la Iglesia. La gran sala, aunque adornada por arcos y columnas (creo que de la época de las cruzadas)me pareció desangelada. No había nada. Un enorme vacío, sin muebles ni objetos de ninguna clase. Ahora la memoria que tengo no es muy fiable, pues han transcurrido nueve años ya. Creo recordar que aún conservaba el «Mihrab», una especie de nicho que, en su época de mezquita, señalaba la Meca. Lo que sí que no se me olvida es que las autoridades judías nos prohibieron cantar dentro, porque casi pegado al lugar se encontraba la tumba de David y a los de la sinagoga les molestaban enormemente los cánticos cristianos, pero no nos impidieron visitar y rezar en la tumba del gran Rey, eso sí, con la cabeza cubierta. Para orar ante el famoso antepasado de Jesús y, en parte, para devolverles la «gentileza» de su prohibición de cantar, me fui a orar ante el rey con la cabeza bien cubierta por una gorra con cinco cruces.¡Tomad!

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