El drama de la guerra… y del aborto

El drama de la guerra… y del aborto

¿Por qué hemos normalizado tanto el asesinato de los hijos en el vientre materno? ¿Esta terrible noticia no merece condenas? No, merece aplausos.

La actualidad de esta semana se ha visto sacudida por el ataque ruso a Ucrania. La madrugada del 24 de febrero, Vladímir Putin, presidente de la Federación de Rusia, ordenaba una operación especial militar: una invasión en toda regla al país vecino. Como todas las guerras, ésta también estará acompañada de multitud de tragedias y, como siempre, el pueblo será el que más sufra las consecuencias. Un drama, sin duda.

Esta acción bélica ha recibido la condena casi unánime del resto del mundo. Al margen de algunas reacciones de condena hipócritas ―como si algunos países no hubieran realizado invasiones parecidas recientemente―, muchas son legítimas y necesarias. Una invasión en suelo europeo recuerda los periodos mas oscuros de nuestra historia reciente. Algo que no queremos que se repita.

Desde el mundo religioso hemos visto pronunciamientos del arzobispo de Kiev, del patriarca de Moscú, del secretario de Estado del Vaticano y, en la víspera del ataque, un llamamiento a la paz por parte del Papa Francisco, que convocó una jornada de ayuno y oración por la paz en Ucrania para el próximo 2 de marzo, miércoles de ceniza.

Sin embargo, hay otro drama tremendo que se ha producido esta semana ante la indiferencia ―cuando no entusiasmo― del mundo, salvo honrosas excepciones: Colombia ha abierto la puerta al aborto hasta los seis meses de gestación.

¿Por qué hemos normalizado tanto el asesinato de los hijos en el vientre materno? ¿Esta terrible noticia no merece condenas? ¿Cómo es posible que gente que se solidariza con la situación de Ucrania, siendo sensibles a las desgracias y a la muerte de inocentes de lejanas tierras, aplauda que se mate a los fetos inocentes en su propio país y se vea además como un derecho?

Uno de los principales periódicos de España, El País, titulaba la decisión colombiana como un “avance histórico”, como si estuviera escrito en piedra el camino inevitable hacia el progreso, hacia el destino. Carlos Esteban ha explicado a la perfección esa sensación de lo inevitable de ese supuesto avance:

“Si se dan cuenta, los abortistas hace tiempo que apenas argumentan; ya no se oyen disparates como los de la antigua ministra Aído, en el sentido de que el feto “tiene vida, pero no humana”. En parte, porque la ciencia hace insostenible cualquier argumento, pero, sobre todo, porque no lo necesitan. Es mucho más práctico, más eficaz, sugerir que hay una ruta inevitable por la que la humanidad va a transitar sí o sí, y que nos permite definir con toda fiabilidad y confianza qué es un ‘avance’ y qué un ‘retroceso’.

Es sembrar una especie de fatalismo histórico que, hay que confesarlo, nos afecta a todos de un modo u otro. Así, nos cuesta no ver al menguante número de países que aún protegen la vida humana desde la concepción como plazas bizantinas que resisten en una lucha sin esperanza. Podemos confiar más o menos en que se mantengan, pero no hay en la narrativa la menor insinuación de que puedan contraatacar. Lo único que pueden hacer es aguantar un día más, un mes más, un año más. Porque el futuro está trazado”.

Parece inevitable, pero, en realidad, no lo es en absoluto. Al igual que pensábamos que ya no veríamos jamás una guerra en suelo europeo, y hoy, desgraciadamente, la vemos con nuestros propios ojos, podremos ser testigos de cómo los legisladores de los países que hoy, desgraciadamente, son furibundos abortistas revierten la barbaridad y salvajada que supone el aborto. Por qué no. A diferencia de lo que creen los progresistas, el futuro no está trazado. Ni mucho menos.

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