Comentario de la Liturgia del Viernes Santo

cruz
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Cortesía de la edición española de Magníficat

Por David Amado Fernández

Hoy fijamos nuestra mirada en la cruz, porque en ella estuvo clavado nuestro Salvador. En nuestro tiempo es un mensaje no solo difícil de comprender, sino también de aceptar. ¿A quién puede interesarle un Dios que se deja maltratar de esa manera?; ¿es esa su respuesta al mal que hay en el mundo? Y ¿qué tiene que ver la crucifixión y muerte de Jesús conmigo? 

Para los creyentes, en palabras del papa Francisco, «la cruz es el sentido más grande del amor más grande, el amor con el que el Señor quiere abrazar nuestra vida». También Benedicto XVI animaba a contemplar a Jesús crucificado con una mirada profunda para, decía él, descubrir que la cruz es «el signo luminoso del amor, más aún, de la inmensidad del amor de Dios, de aquello que jamás habríamos podido pedir, imaginar o esperar». Y san Juan Pablo II declaraba: «Muchos de nuestros contemporáneos quisieran silenciar la cruz, pero nada es más elocuente que la cruz silenciada. El verdadero mensaje del dolor es una lección de amor. El amor hace fecundo al dolor y el dolor hace profundo al amor».

La Iglesia nos invita a poner hoy nuestra mirada en la cruz para descubrir ese amor de Dios por nosotros. En el relato de la pasión que hoy leemos encontramos el diálogo de Jesús con Pilato, el representante del Imperio, el mayor poder humano de aquel tiempo. Ante él, Jesús declara: «Yo para eso he nacido y para eso he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad». Pilato le pregunta entonces por esa verdad, pero Jesús ya no responde. Mejor habremos de decir que la respuesta es el mismo Jesús: en cómo afronta la pasión y se ofrece en la cruz, nos la va descubriendo. La verdad consiste en que «tanto amó Dios al mundo que envió a su Hijo al mundo para que no se pierda ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna». 

En la cruz descubrimos cómo Dios nos ha amado y que, para mantenernos en la verdad, hemos de permanecer siempre abiertos a ese amor de Dios que vence al mal muriendo por nosotros. Muchas veces afrontamos el mal buscando minimizar sus efectos y eso nos lleva a ser sus cómplices. Es la estrategia fallida de Pilatos, que busca salvar su posición y liberar a Jesús, pero no lo consigue. Jesús no entra en ninguna componenda, sino que afronta el mal de frente y, poniéndose en manos de sus enemigos, vence al pecado y a la muerte con su amor. 

Isaías nos llama a descubrir lo que Jesús ha hecho por cada uno de nosotros: él cargó con nuestras enfermedades y fue traspasado por nuestras culpas. A cambio, su castigo nos trajo la salvación y por sus cicatrices fuimos curados. La carta a los Hebreos nos recuerda que «para todos los que le obedecen, es autor de salvación eterna». Por eso, hemos de contemplar detenidamente la entrega de Jesús y descubrir, en lo más íntimo, que él está allí por cada uno de nosotros, por ti y por mí. De la cruz nace, anunciada en la sangre y el agua que brotan del costado traspasado, una vida nueva para cada uno de nosotros capaz de dar testimonio de la verdad, que es la victoria del amor, aun en las situaciones más difíciles y oscuras de la vida.

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