Un presidente y un papa

Benedicto XVI Benedicto XVI
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(Charles Coulombe en Crisis Magazine)-Febrero ha sido un mes repleto de fiestas y aniversarios tanto religiosos como cívicos, desde la Candelaria hasta el cumpleaños de Washington.

Pero este año de 2024, con su actual culebrón en curso en la Santa Sede y las próximas elecciones presidenciales estadounidenses, hay dos que me han llamado especialmente la atención. El primero ha sido el cumpleaños de Ronald Reagan, el 6 de febrero, y el segundo el aniversario de la dimisión de Benedicto XVI, el 28 de febrero.

A primera vista, podría parecer un binomio extraño. Después de todo, Reagan dejó el cargo en 1988, 16 años antes de que Benedicto asumiera la cátedra de San Pedro. Seguramente, Reagan está mejor situado junto a Juan Pablo II, con quien trabajó con éxito para el fin de la Unión Soviética y cuyo pontificado coincidió con los dos mandatos de nuestro 40º presidente. Cada vez que se recuerda la victoria sobre el comunismo, inevitablemente -y no injustamente- se menciona al dúo al mismo tiempo. Pero profundicemos un poco más.

Ronald Reagan fue una parte importante de mi infancia y juventud. Fue elegido gobernador de California de 1966 a 1974. Aparte de firmar la llegada del aborto legal al Estado Dorado (de lo que llegó a arrepentirse), el antiguo partidario de FDR había sido empujado hacia la derecha por la vida. Actor de Hollywood de relativo éxito, su participación en el Sindicato de Actores le llevó a preocuparse por el rumbo izquierdista de la política estadounidense. Su experiencia como gobernador durante el transcurso de la contracultura no hizo sino acentuar esta evolución. Abrazado por el ala conservadora del Partido Republicano, no consiguió la nominación en 1968 y 1976. Pero tras cuatro años de Jimmy Carter, gran parte de Estados Unidos estaba dispuesta a aceptar el cambio, y Reagan fue catapultado a la Casa Blanca.

Fue el primer presidente al que voté y ¡qué alivio! Tras cuatro años de Carter, la debacle de Nixon, Vietnam y la contracultura, por fin teníamos un líder que parecía capaz y seguro de sí mismo, listo para sacar a Estados Unidos del marasmo de los años sesenta y conducirlo hacia un nuevo y brillante mañana. El lema de Reagan durante su primer mandato, «It’s morning in America», caló hondo en una población cansada del engaño y la derrota, de la «brecha de credibilidad».

Su primera toma de posesión, en la que se vio al nuevo jefe del ejecutivo vestido de chaqué por primera vez desde que JFK prestara juramento en 1961, parecía marcar el comienzo de una nueva era. Reagan era un actor experto en varios papeles. Consiguió combinar la elegancia y el glamour del viejo Hollywood con el carácter campechano del Medio Oeste y las habilidades ecuestres del Viejo Oeste.

Por un lado, era un devoto feligrés presbiteriano y pedía que se reanudara la oración en las escuelas; por otro, era, hasta cierto punto, discípulo del filósofo ocultista Manly P. Hall y cliente de los astrólogos Carroll Righter y Joan Quigley. (Para que nadie se escandalice demasiado, no hubo sesiones de espiritismo en la Casa Blanca, como había ocurrido bajo Lincoln). Su experiencia militar se limitaba principalmente a la realización de películas para el esfuerzo bélico durante la Segunda Guerra Mundial, pero resultó ser un comandante en jefe creíble.

Es difícil expresar el entusiasmo inicial que provocó la «Revolución Reagan». Estábamos desafiando a la Unión Soviética, teníamos un presidente que denunciaba regularmente el aborto, y ese mismo presidente era obviamente cercano a figuras como el papa Juan Pablo II y Margaret Thatcher. Juntos, se enfrentaron al Imperio del Mal y hablaron de reducir y limitar el tamaño del gobierno. Ciertamente, lo primero se cumplió; pero no lo segundo. De hecho, el tamaño del gobierno federal creció bajo el mandato de Reagan.

Al final de su presidencia, en 1988, Reagan pronunció un discurso de despedida que resulta casi desgarrador en retrospectiva: «Lo que queremos es un patriotismo informado. ¿Y estamos haciendo un trabajo suficientemente bueno enseñando a nuestros hijos lo que es Estados Unidos y lo que representa en la larga historia del mundo? Los que tenemos más de 35 años crecimos en unos Estados Unidos diferentes. Nos enseñaron, muy directamente, lo que significa ser estadounidense. Y absorbimos, casi en el aire, el amor a la patria y el aprecio por sus instituciones. Si no recibías estas cosas de tu familia, las recibías del vecindario, del padre de la calle de abajo que luchó en Corea o de la familia que perdió a alguien en Anzio. O podías adquirir el sentido del patriotismo en la escuela. Y si todo lo demás fallaba, podías obtener un sentido del patriotismo de la cultura popular. Las películas celebraban los valores democráticos y reforzaban implícitamente la idea de que Estados Unidos era especial. La televisión también fue así hasta mediados de los sesenta.

Pero ahora, estamos a punto de entrar en los noventa, y algunas cosas han cambiado. Los padres más jóvenes no están seguros de que un aprecio inequívoco de Estados Unidos sea lo que hay que enseñar a los niños modernos. Y en cuanto a quienes crean la cultura popular, el patriotismo bien fundado ya no está de moda. Nuestro espíritu ha vuelto, pero no lo hemos reinstitucionalizado. Tenemos que hacer un mejor trabajo para transmitir que Estados Unidos es libertad: libertad de expresión, libertad religiosa, libertad de empresa. Y la libertad es especial y rara. Es frágil; necesita producción [protección].

Así que tenemos que enseñar historia no basándonos en lo que está de moda, sino en lo que es importante: por qué vinieron aquí los peregrinos, quién era Jimmy Doolittle y qué significaron esos 30 segundos sobre Tokio. Hace 4 años, en el 40 aniversario del Día D, leí una carta de una joven que escribía a su difunto padre, que había luchado en Omaha Beach. Se llamaba Lisa Zanatta Henn, y decía: «Siempre recordaremos, nunca olvidaremos lo que hicieron los chicos de Normandía». Pues bien, ayudémosla a cumplir su palabra. Si olvidamos lo que hicimos, no sabremos quiénes somos. Estoy advirtiendo de una erradicación de la memoria estadounidense que podría resultar, en última instancia, en una erosión del espíritu estadounidense. Empecemos por lo básico: más atención a la historia estadounidense y un mayor énfasis en el ritual cívico».

Digo desgarrador porque, aunque el Imperio del Mal cayó por fin unos años más tarde, fue sustituido por otro, moralmente hablando. Las palabras de Reagan recuerdan a Norman Rockwell protestando contra la fealdad del arte moderno. Los dirigentes corruptos de Estados Unidos y Europa occidental hicieron de la perversión y la locura su religión de Estado, y ordenaron a sus súbditos que la aceptaran so pena de anulación. En la última década ha surgido lo woke, que rechaza todo lo relacionado con Estados Unidos y su historia por considerarlo perverso: los que mandan lo han añadido a la fe cívica. En una palabra, lejos de ser el final de la caída de Estados Unidos, la época de Reagan, en retrospectiva, fue simplemente un agradable lugar de descanso antes de reanudar nuestro remolino descendente por las alcantarillas.

Asimismo, en 2005, Benedicto XVI fue elegido papa. Para muchos de nosotros, al igual que ocurrió con el inicio del gobierno de Reagan, parecía como si las nubes que se cernían sobre la Iglesia desde el final del Concilio Vaticano II estuvieran empezando a dispersarse en serio, aunque, sin duda, el proceso había comenzado en los últimos años de Juan Pablo II, tras la caída del bloque soviético. Hubo algunas cosas inquietantes: al nuevo papa se le cayó la tiara de sus brazos y en su homilía inaugural, pidió a su rebaño que «rezara para que no huyera por miedo a los lobos». Uno no podía dejar de preguntarse qué significaba aquello.

Sin embargo, con el paso de los años, el nuevo pontífice fue de más a más. En Summorum Pontificum, liberó a los ritos tradicionales de la Iglesia latina de las restricciones ultra vires impuestas sobre ellos en 1974 y posteriormente. Levantó las excomuniones de los obispos de la SSPX y estrechó las relaciones con los ortodoxos. Anglicanorum Coetibus creó los ordinariatos anglicanos, y se recuperaron numerosas vestiduras y costumbres papales. Al igual que Reagan había querido restablecer la continuidad con los Estados Unidos de su juventud, Benedicto deseaba hacer lo mismo, no con la Iglesia de su juventud, sino con la Iglesia de todos los tiempos. Quería, como tantas veces dijo, sustituir la «hermenéutica de la ruptura» por la «hermenéutica de la continuidad».

Era un objetivo noble; y muchos de nosotros nos alegramos al ver los buenos resultados de esa búsqueda a medida que iban llegando, uno a uno. Sin embargo, poco sabíamos que, al igual que con Reagan, ese aparente triunfo terminaría con una aplastante decepción. El día que Benedicto anunció que dejaba el cargo, mi primera reacción -recordando su homilía inaugural- fue: «Supongo que no rezamos lo suficiente por él». Pronunció varios discursos a medida que febrero de 2013 se acercaba lentamente a su partida. Uno de ellos fue a los seminaristas romanos, y tiene un punto particularmente memorable: «Herencia es una cosa del futuro, y así esta palabra dice sobre todo que como cristianos tenemos el futuro: el futuro es nuestro, el futuro es de Dios. Y así, siendo cristianos, sabemos que el futuro es nuestro y el árbol de la Iglesia no es un árbol moribundo, sino el árbol que crece siempre de nuevo. Por lo tanto, tenemos motivo para no dejarnos persuadir —como dijo el Papa Juan XXIII— por los profetas de desventuras, que dicen: la Iglesia, bien, es un árbol nacido del grano de mostaza, creció en dos milenios, ahora tiene el tiempo tras de sí, ahora es el tiempo en el cual muere. No. La Iglesia se renueva siempre, renace siempre. El futuro es nuestro. Naturalmente, existe un falso optimismo y un falso pesimismo. Un falso pesimismo que dice: el tiempo del cristianismo se acabó. No: ¡comienza de nuevo! El falso optimismo era el posterior al Concilio, cuando los conventos cerraban, los seminarios cerraban, y decían: pero… nada, está todo bien… ¡No! No está todo bien. Hay también caídas graves, peligrosas, y debemos reconocer con sano realismo que así no funciona, no funciona donde se hacen cosas equivocadas. Pero también debemos estar seguros, al mismo tiempo, de que si aquí y allá la Iglesia muere por causa de los pecados de los hombres, por causa de su falta de fe, al mismo tiempo, nace de nuevo. El futuro es realmente de Dios: esta es la gran certeza de nuestra vida, el grande y verdadero optimismo que conocemos. La Iglesia es el árbol de Dios que vive eternamente y lleva en sí la eternidad y la verdadera herencia: la vida eterna».

Este es un punto importante. Los reinados de Reagan y Benedicto XVI se parecen porque ambos presidieron periodos de «Restauración», como los de las Islas Británicas en 1660-1688 y Europa Continental en 1815-1830. Todos ellos fueron periodos agradables de recuperación tras el horror revolucionario. Parecía que por fin se había pasado página y que la normalidad volvería a reinar. Pero no fue así: tras un periodo de calma, el mal regresó renovado y dispuesto a más. Como observó Tolkien en El Señor de los Anillos, la Sombra siempre regresa, aunque bajo una nueva forma.

Pero hay una gran diferencia entre las historias de la Iglesia y del Estado. En este último caso, los países se levantan y caen, a menudo para no volver a levantarse jamás. Hay naciones y pueblos que se extinguen. Pero la Iglesia sobrevivirá a todos sus enemigos, interiores y exteriores, porque su vida es la de Cristo, como observó acertadamente el papa Benedicto.

Mientras que Ronald Reagan, Carlos X, Jacobo II y todas las demás figuras políticas -y sus partidarios- no podían estar seguros de la victoria final sobre sus enemigos, los que defienden la ortodoxia católica no tienen por qué temer el futuro. A menos que estos sean los Últimos Días, entonces sus esfuerzos tarde o temprano de alguna manera darán fruto en el mundo eterno; pero su verdadera victoria será si ganan el Cielo. Por supuesto, en la medida en que las causas de Jacobo II, Carlos X y Reagan -y de cualquier otro- implicaran la defensa de la fe en sus países particulares, sus líderes y seguidores compartirán en esa medida esa victoria final. A pesar de todas las apariencias, ningún esfuerzo humano que merezca la pena, por pequeño que sea, es realmente baldío.

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Comentarios
1 comentarios en “Un presidente y un papa
  1. Mejor es ir al grano y dejarse de casualidades y de buenas intenciones.
    La vida de un político tiene aciertos y desaciertos pero unos están al servicio de Dios mezclando su ego, porque la perfección no existe. En cambio otros están al servicio del mal porque asi lo demostraron.
    Pero referente a la Iglesia, B-XVI, cuando fue elegido Papa, dijo la famosa frase, rezad por mi para que no huya ante la presencia de los lobos, junto a otras frases como la que dijo en Fátima: “A partir de ahora los ataques vendrán desde dentro de la propia Iglesia, es parte del tercer secreto, se equivocan quienes piensan que ya se ha cumplido”.
    Si añadimos lo que dijo Antonio Socci en su libro, «el secreto de B-XVI»: la apostasía alcanzará la cúspide de la Iglesia.
    Vemos que las piezas encajan. A B-XVI le sacaron del trono los de la mafia de S. Galo para sentar en él a uno de los suyos. Y lo lamento mucho por todas las personas que están siendo engañadas y adoctrinadas con el falso evangelio, rezo por ellos.

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