Berdiaev y la revolución

Por Pedro Abelló Berdiaev Berdiaev
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Vivimos inmersos en un proceso revolucionario que se inició con la revolución francesa y no sólo no ha concluido, sino que, a través de distintas etapas que alternan la revolución en el pensamiento con la violencia revolucionaria, ha penetrado incluso en la Iglesia y está llegando a su apogeo, amenazando con convertir el mundo en una sociedad sin Dios, en una sociedad de esclavos encerrados en una cárcel tecnológica global, sometidos a la religión del hombre.

Sin embargo, a pesar de vivir en ella, tal vez pocas veces nos hemos detenido a pensar cuál es la actitud que, como católicos, nos corresponde tomar ante la revolución, y nos movemos entre dos extremos: la aceptación resignada dejándolo todo en manos de la justicia divina, o el activismo contrarrevolucionario comprendido como “revolución contra la revolución”.

Tal vez resulte pertinente, a este respecto, el pensamiento de uno de los grandes filósofos de finales del XIX y primera mitad del XX, uno de los que más ha reflexionado sobre el fenómeno de la revolución, tal vez por haberla vivido en su propia carne, primero con esperanza y luego como víctima.

Nikolái Aleksándrovich Berdiáyev (Kiev, 1874 – Paris, 1948), o Nicolas Berdiaev, como los editores franceses prefieren llamarle, descendiente de la aristocracia militar rusa, simpatizó primero con el proceso revolucionario, pero pronto comprendió que el bolchevismo era incompatible con la libertad individual, el desarrollo espiritual y la ética cristiana. En 1922 fue expulsado de Rusia junto con otros muchos prominentes intelectuales y, tras un breve paso por Berlín, terminó instalándose en Paris, donde había encontrado refugio gran parte del exilio ruso. Allí volvió a encontrar a Serguéi Bulgákov (Serge Boulgakov en sus obras en francés), que fue determinante en la evolución de su pensamiento religioso.

El pensamiento de Berdiaev sobre la revolución podría resumirse en estas líneas:

El mal proviene siempre del hecho de que el bien no ha sido realizado (…) El bien formula sus principios, pero no les da cumplimiento (…) Al no realizarse el bien, al no ponerse en práctica la verdad, es el mal quien se hace cargo de la tarea. Tal es su dialéctica. La revolución es siempre un indicio de que las fuerzas espirituales creadoras, llamadas a mejorar y a regenerar la vida, están ausentes. Es siempre un castigo infligido a los hombres por no haber creado una vida mejor. Éticamente no se puede desear una revolución, como tampoco se puede desear la muerte (…), pero cuando la revolución ha tenido lugar, cuando el cielo la ha permitido, es necesario aceptarla interiormente, es decir, de una forma espiritual, sin dejarse llevar a una reacción de odio o desesperación (…)” (Nicolas Berdiaev – De la destination de l’homme – Essai d’éthique paradoxale)

Siempre me han impresionado profundamente esas líneas: la revolución, el mal, se produce porque quien debería haber realizado el bien no lo ha hecho. Y aquí nuestro pensamiento se traslada inmediatamente a los dirigentes de la sociedad, a los reyes, a los presidentes, a los más altos responsables de los pueblos, y decimos: “claro, por su culpa nos ha llegado este mal”. ¡Hipócritas de nosotros! ¿Olvidamos que somos nosotros quienes los hemos elegido, apoyado o tolerado? ¿Olvidamos que los dirigentes no son más que el reflejo fiel de los dirigidos? No podemos sacudirnos tan fácilmente nuestra responsabilidad, porque somos todos los que deberíamos haber puesto en práctica la verdad y no lo hemos hecho.

¿Acaso el mal en el que vivimos, esta sociedad corrupta, violenta y amoral, ha nacido por generación espontánea? ¿Acaso no es el fruto de que todos hemos apartado a Dios de nuestras vidas, y con Él la ley natural, los límites de la ley moral y de la ética, y al prescindir de todo límite hemos dado rienda suelta a nuestros deseos y nos hemos dejado guiar sólo por ellos? ¿Acaso no hemos decidido prescindir de los límites para gozar de nuestra “libertad” y “autonomía”?

(…) nadie puede considerarse inocente y achacar enteramente la falta a los demás. La revolución, como todo cuanto es importante y significativo en los destinos de la humanidad, se produce conmigo, con cada uno de nosotros. No es un fenómeno únicamente exterior para mí, incluso si soy libre de su ideología y de sus ilusiones (…) (ibid.)

Es lo primero a tener en cuenta cuando consideramos cuál debe ser nuestra posición ante la revolución: no es algo exterior a mí, puesto que soy corresponsable de ella al no haber sabido realizar el bien que debería haber realizado. Por tanto, toda reacción de odio o desesperación está de más, puesto que, en realidad, debería dirigirla en primer lugar contra mí mismo.

Eso debe ayudar a entender cuál debe ser la verdadera actitud contrarrevolucionaria. No puede ser una “revolución contra la revolución”, puesto que toda revolución contiene en sí misma un elemento de hostilidad contra la libertad. No pueden tomarse los elementos propios de la revolución para combatirla, el odio, la opresión, la exclusión de la acción moral. La revolución sólo puede combatirse con la verdad, y la verdad excluye todo cuanto caracteriza a la revolución.

Pero tampoco es legítima la inacción. La justicia de Dios vendrá, ciertamente, pero Dios espera de nosotros que pongamos también en práctica esa justicia mediante la proclamación y la defensa de la verdad. En medio de la revolución, la proclamación de la verdad es siempre un riesgo, pero, ¿cómo reconocería la verdad quien la ha olvidado si no la proclamamos? ¿Qué oportunidad tendría de recordarla quien vive ajeno a ella si nadie la defiende?

“Todas las utopías del orden social y estatal perfecto rechazan el valor de la libertad y de la persona en una medida aún mayor que el orden estatal y social imperfecto (…)” (ibid.)

Toda revolución es la defensa de una utopía, y la utopía de hoy es ese nuevo orden mundial que nos promete la felicidad a cambio de “no tener nada” y de renunciar definitivamente a Dios, mediante nuestra adhesión a la religión del hombre.

Las utopías son engañosas, porque se presentan siempre envueltas en sentimentalismo, en todo aquello que más impacta sobre los sentimientos. Por eso arrastran a tantos a su engaño. Tal vez muchos de ellos seguirán rechazando la verdad aunque se les haga presente, pero tal vez otros la acogerán, y, en cualquier caso, es nuestra obligación seguirla proclamando, “insistir a tiempo y a destiempo, redargüir, reprender, exhortar con toda paciencia y doctrina” (2 Timoteo 4:2).

 

Pedro Abelló

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Comentarios
3 comentarios en “Berdiaev y la revolución
  1. Disiento de los argumentos del artículo. La revolución es la desobediencia a Dios como hizo Lucifer con su famosa frase de no serviré……. De aquel acto derivan todas las demás, desde el pecado original hasta la Revolución Francesa y sus consecuencias. Contra la revolución no cabe otra opción que la lucha pues estamos en una situación de legítima defensa. Y los culpables solo son los impíos no el pueblo inocente masacrado en tantos sitios por oponerse a esa tiranía. En España la reacción antiliberal comenzó con la primera insurrección de los Voluntarios Realistas de Talavera de la Reina en 1833, fue el inicio de las guerras carlistas, que de una u otra forma todavía no han terminado en defensa de la Santa Causa Tradicionalista. El quedarse con los brazos cruzados no es una opción ni es lo querido por Dios que nos pedirá cuentas. Viva Cristo Rey

    1. Coincido, San Miguel se levantó contra Satanás… a luchar por el honor de Dios!!
      No tomando elementos de la revolución luciferiana, sino combatiendo el error con todas sus fuerzas.
      VIVA CRISTO REY!

  2. ¡Hay que pelear!
    ¡Enseña la verdad de la historia y de la fe a los allegados!
    ¡Nada de temores humanos!
    ¡La paga de Dios es inmensa!

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