El verdadero hombre tiene modales

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Por Roger Scruton

(CERC)- “Manners makyth man” [“Los modales hacen al hombre”] — esta antigua frase nos recuerda una importante verdad: que las personas se hacen, no nacen, y que se hacen por su relación con los demás. Por supuesto un ser humano puede existir en estado natural, salvaje, sin hablar, aislado. Pero no poseería nuestra distintiva forma de vida; en definitiva, no sería una persona.

            Hace tiempo los modales eran definidos como petite morale, es decir todos los aspectos de la moral que no fueron expresados por jueces y predicadores, pero sin los cuales los predicadores no tendrían a nadie con quien hablar. Los Diez Mandamientos no están dirigidos a los salvajes: presuponen una comunidad de oyentes ya existente, personas que ya se relacionan con sus «vecinos», a quienes podrían robar, matar, engañar u ofender. Los modales, debidamente entendidos, son los instrumentos mediante los cuales negociamos nuestro paso por el mundo, nos ganamos el respeto y el apoyo de los demás, y formamos comunidades, que son algo más que una suma de individuos. Pero en un mundo en el que las personas van corriendo de una meta a otra, con escasa consideración hacia las formas que aseguran el respeto y el respaldo de sus compañeros, estas verdades se ven cada vez más ensombrecidas.

            En la lucha por obtener beneficios, la persona educada se encuentra en aparente desventaja. No se salta las colas; no grita, empuja o lucha para llegar a las cosas; pierde momentos preciados dejando paso a las personas más lentas e indefensas; se sienta a comer con familiares y amigos, en lugar de comer un sándwich de pie; escucha pacientemente a los cansinos y saca tiempo para las personas que solo necesitan un poco de su tiempo; permite que las relaciones se desarrollen lentamente y en una atmósfera de respeto mutuo; si su objetivo es conocerte, lo revelará solo en el momento adecuado, y cuando haya comprobado que no te sentirás utilizado ni ofendido. Es, en resumen, un perdedor: o eso es lo que muchas personas piensan, puesto que ven la cortesía como un obstáculo para el éxito personal. En un mundo de despiadada competencia, la persona grosera será la que ganará. Entonces, ¿por qué ser amable?

            Este razonamiento parece especialmente persuasivo cuando podemos conseguir mucho sin la ayuda de otros. Antes las personas necesitaban que alguien cocinara para ellas, hablara con ellas mientras comían, y se relajara con ellas jugando a las cartas. Los vecinos dependían unos de otros para el entretenimiento, el transporte, el cuidado, las compras, las mil necesidades diarias. Hoy esta dependencia está disminuyendo—al menos en apariencia, que es donde vive la mayoría. La televisión ha eliminado la necesidad de formas cooperativas de entretenimiento; la comida rápida y para llevar ha dejado de lado a la cocina; el supermercado está lleno de solipsistas solitarios que buscan en silencio comida para sus familias de una sola persona. En algunos trabajos seguramente las personas necesitan la aceptación y el respaldo de los demás para pasar el día, pero muchas oficinas son lugares de soledad, en los que el único objeto de estudio es una pantalla de ordenador y el único vehículo de comunicación es un teléfono.

            Sin embargo, el hecho de que podamos sobrevivir sin modales no significa que la naturaleza humana no los necesite realmente. Después de todo, podemos sobrevivir sin amor, sin hijos, sin paz, comodidad o amistad. Pero todas estas son necesidades humanas que necesitamos para ser felices. Sin ellas, no nos sentimos satisfechos. Y lo mismo sucede con los modales.

            Son los niños quienes nos recuerdan más vívidamente esta verdad. Debido a que existe una profunda necesidad (el ser humano lo necesita) de ser amado y protegido, de la misma manera hay una profunda necesidad de enseñar a ser amables. Al enseñarles modales, estamos dando los últimos retoques a los futuros miembros de la sociedad, aportando el pulido que los hace agradables. (Etimológicamente, «educado» y «pulido» están conectados; suenan idénticos en francés). Así que desde el principio nos esforzamos por suavizar el egoísmo. Enseñamos a los niños a ser considerados, les obligamos a comportarse de manera considerada. El niño rebelde, abusón o que contesta mal está en gran desventaja en el mundo, separado del origen duradero de la satisfacción humana. Su madre puede amarlo, pero los demás tendrán miedo de él o no le querrán.

            Enseñar buenos modales a los niños es mucho más que controlar su comportamiento. También implica moldear al ser humano para elevarle por encima del nivel de la vida animal, para que se convierta en completamente humano, completamente sociable y totalmente consciente de sí mismo. La comida es el escenario principal de esta transformación. Por tradición hablamos de ocasión social, en la que la comida es ofrecida y recibida como un regalo. Al comer, alimentamos no solo nuestros cuerpos, sino también nuestras relaciones sociales y, por tanto, nuestras almas. Es por eso que los modales y las lecciones principales de cortesía que se les dan a los niños en la mesa son tan importantes. «Por favor», «gracias», «podría tener» y «podrías pasarme»— incluso cuando lo pronuncia la Madre, que siempre da—resuenan para siempre en la conciencia de un niño.

            Cómo comemos, qué tipo de conocimiento revelamos al comer: estos son asuntos importantes, ya que influyen en lo que somos para los demás. Al igual que los animales, ingerimos alimentos por la boca. Pero la boca del hombre tiene otro significado. Es el medio por el cual emerge el espíritu en forma de palabra. Con la boca hacemos muecas, nos besamos o sonreímos: «son placeres concedidos a nuestra razón, son el alimento de nuestro amor», como dice Milton. La boca solo es superada por los ojos como indicio visible de uno mismo y del carácter de uno. Así que nuestra forma de presentarla es de suma importancia para nosotros. La protegemos cuando bostezamos en público; la limpiamos con una servilleta en lugar de hacerlo con el dorso de la mano. La boca es un umbral, y el paso de la comida a través de ella es una representación social: un movimiento de fuera hacia dentro y de un objeto a un sujeto. Así pues, no ponemos nuestra cara en el plato como hace un perro; no mordemos más de lo que podemos masticar mientras hablamos; no escupimos lo que no podemos tragar; y cuando la comida pasa por nuestros labios, nos esforzamos por hacerla desaparecer, para que se convierta en una parte de nosotros sin ser vista desde el exterior.

            Los modales en la mesa aseguran que la boca pueda conservar su carácter social y espiritual a la vez que satisfacemos las necesidades del cuerpo. Por eso se nos permite combinar conversación y alimento. Sin modales, la comida pierde su significado social y se convierte en una simple competición por la ingesta ordinaria del alimento. Entonces comer degenera en tragar — comer en engullir— y la conversación en resoplidos y gruñidos.

            Diferentes culturas han desarrollado sus propios métodos para evitar que esto ocurra. Hay pocos hogares más agradables que el de una familia china sentada alrededor de un cabracho o una lubina humeantes, todos en un ambiente de fiesta mientras se sirven discretamente  del mismo plato. Los palillos, que recogen pequeñas porciones y no violentan la boca, ayudan a garantizar moderación y conversación. Pero la suave reciprocidad de una comida tan familiar no requiere estos mediadores artificiales entre la mano y la boca. La costumbre africana de comer con los dedos es igualmente efectiva para inducir los buenos modales, con el plato en el centro del círculo familiar, y donde cada uno debe acercarse ceremonialmente para participar, llevando después la mano a la boca mientras mira a su vecino y sonríe. Todas esas costumbres apuntan al mismo fin: el conservar la bondad del ser humano.

            Cuando se olvidan los modales, la comida como ocasión social desaparece, como ya está sucediendo. Las personas ahora comen distraídamente frente a una pantalla de televisión, rellenan sus cuerpos en la calle o caminan por la oficina con un sándwich en la mano. La primera vez que di clase en Estados Unidos, me sorprendió ver a estudiantes que llevaban a la sala de conferencias pizzas y perritos calientes, que se llevaban a la boca mientras miraban con curiosidad al profesor en el estrado. Más tarde, mis colegas me dijeron que este comportamiento no nació del ethos universitario; comenzó en la escuela, comenzó en el propio hogar. El momento más importante de renovación social, del que dependen las familias para su autoconfianza interna y del cual nacen y crecen las verdaderas amistades, se estaba transformando en algo marginal para los jóvenes. Comer se estaba reduciendo a una función, y no sería sorprendente que a una generación de niños criados así le resulte difícil o extraño establecer relaciones que no fueran provisionales y temporales.

            La grosería del glotón y del que engulle es evidente. Igualmente mal educado, aunque es políticamente incorrecto decirlo, es el fanático de la comida, que se preocupa de anunciar, donde quiera que vaya, que solo puede comer esto u esto otro, y rechaza todo lo demás, incluso cuando le es ofrecido como regalo. Me enseñaron a comer lo que se me pusiera delante, la elección era un pecado contra la hospitalidad y una señal de arrogancia. Pero los vegetarianos y veganos ahora han logrado tener el control de la mesa con sus exigencias no negociables, asegurando que incluso cuando son invitados a participar, se sienten solos.

            Tanto el caprichoso como el glotón han perdido de vista el carácter ceremonial del comer, cuyas esencias son la hospitalidad y la entrega. Para cada uno de ellos, mi cuerpo y yo somos los protagonistas, y la comida pierde su significado como diálogo humano. Aunque el adicto a la comida sana es, en cierto sentido, lo opuesto al engullidor de hamburguesas y al adicto al chocolate, él es también un producto de la cultura del congelador, en la que comer es alimentarse y alimentarse es un episodio solipsista, en el que los demás sobran. El exigente paladar del fanático salutista y las fauces deformadas del adicto a la comida basura son signos de un profundo egocentrismo. Probablemente sea mejor que esas personas coman solas, ya que incluso en compañía estarían igualmente encerradas en su soledad.

            Los modales en la mesa nos ayudan a ver que la cortesía en realidad no es una desventaja. Aunque la persona mal educada puede conseguir más comida, recibirá menos cariño; y el compañerismo es el verdadero significado de la comida. La próxima vez, no le invitarán. La cortesía hace que seas parte de las cosas y te da una ventaja duradera sobre aquellos que nunca la tuvieron. Y esto nos da una pista sobre la verdadera naturaleza de la grosería: ser grosero no es solo ser egoísta, en el sentido de que los niños (hasta que no les enseñen lo contrario) y los animales son egoístas por instinto; es estar ostentosamente solo. Incluso en la reunión más divertida, la persona grosera dejará ver, con alguna palabra o gesto, que no forma realmente parte de ella. Por supuesto, está allí, está vivo, con sus deseos y necesidades. Pero no es parte de la conversación.

            Donde este defecto es terriblemente visible es en las relaciones sexuales. Incluso en estos tiempos de seducciones rápidas y encuentros breves, las parejas pueden elegir entre relaciones plenamente humanas o meramente animales. La industria de la pornografía nos empuja constantemente hacia lo segundo. Pero la cultura, la moral y lo que queda de la piedad apuntan a lo primero. El arma más importante en esta batalla es la ternura. Los sentimientos tiernos no existen fuera de un contexto social. La ternura surge del cuidado y la amabilidad, de los gestos delicados y de una atención tranquila y cariñosa. Es algo que aprendes, y la cortesía es una forma de enseñarlo. No por nada usamos la palabra «grosero» para denotar tanto los malos modales como los comportamientos obscenos. La persona cuyas estrategias sexuales implican bromas groseras, gestos explícitos y abrazos lascivos, que se lanza hacia su objetivo sin aceptar un “no”, un «tal vez» o un «todavía no” por respuesta, está buscando sexo del tipo equivocado: sexo en que el otro es un medio para la excitación, más que un objeto de preocupación. En este estado mental, el sexo no es una manera de acoger sino un deshecho del otro, una forma de mantener una fría soledad en medio de la unión. Por eso es tan profundamente ofensivo, y por lo que las mujeres, especialmente, se sienten violadas cuando los hombres las tratan de esta manera.

            Los códigos de conducta sexual son un ejemplo obvio de la forma en que intentamos elevar nuestra conducta a un nivel superior: el nivel en el que el animal desaparece y el humano le reemplaza. Y lo que distingue a los humanos es la preocupación por los demás, cuya soberanía sobre sus propias vidas debemos respetar y a quienes no debemos tratar como si nuestros deseos y ambiciones tuvieran prioridad sobre los de los demás. Esto es lo que Kant tenía en mente en su segunda redacción del Imperativo Categórico: actuar para tratar a la humanidad, ya sea en uno mismo o en otro, siempre como un fin en sí mismo, y nunca solo como un medio. La forma en que Kant expone la cuestión muestra la verdad en la antigua descripción francesa de los modales como la petite morale. Moral y modales (y ley también) son partes continuas de un único proyecto, que es el de forjar una sociedad de individuos que cooperan y se respetan mutuamente a partir de la materia prima que son los animales egoístas.

            Pero—dice el cínico—somos animales egoístas, y todos los intentos por disfrazar este hecho son solo hipocresía. Este pensamiento insidioso toma muchas formas. La Rochefoucauld describió la hipocresía como el tributo que el vicio paga a la virtud, un cumplido, de alguna forma. Sin hipocresía, ¿qué agradecimiento recibe la virtud? Pero, para los moralistas, han sido más influyentes las palabras de Cristo: «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas!». Este es el pensamiento maestro de la tradición protestante, que nos dice que nuestro nivel de bondad y salvación es determinado por la obediencia interior, no por el espectáculo externo. Los modales, las formas, las cortesías y las amabilidades son meros adornos, diseñados para distraer la atención de la verdadera moral. Y gran parte de la grosería de la Gran Bretaña y los Estados Unidos modernos puede verse como el último legado de esta forma de pensar puritana.

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            Los modales parecen hipocresía cuando no son tu segunda naturaleza. Te desenvuelves de manera torpe en ellos, como si llevaras ropa prestada. Y luego surge el pensamiento peculiar de que, de alguna manera, en algún lugar, atrapado dentro de todo este artificio restrictivo, está el verdadero yo, llorando para salir y mostrarse. “Suéltate la melena», decían los profetas californianos, y se soltaron la melena. El resultado no fue solo la pérdida de modales; fue también la pérdida de la moral. El verdadero yo, cuando finalmente se libró de sus tensiones sociales, se reveló como el animal egoísta que la civilización había tratado de domesticar. De hecho, no era en absoluto un yo real. El «yo» existe, como Martin Buber nos recuerda de manera conmovedora, solo en relación con un posible «tú», un «tú» que es compañero en un diálogo y en cuyos ojos reconozco mi error. Los modales existen para hacer posible este diálogo.

            Oscar Wilde escribió que, en los asuntos de mayor importancia, lo que cuenta es el estilo y no la sinceridad. No es que debamos aprender a ser sinceros, sino que debemos aprender algo más, para que la sinceridad merezca la pena. Otra cosa, que Wilde llama estilo y yo llamo modales, reside en la propia habilidad de vivir y actuar para los demás, para reflejarse en su mirada e influenciar y ser influenciado por su juicio. Es una disciplina del alma y del cuerpo a la vez. Y si no la adquieres a una edad temprana, existe el peligro de que nunca lo hagas, o que nunca te sientas cómodo con ella.

            Sin esta disciplina, la sinceridad se convierte solo en grosería. ¿Quién es más sincero, menos hipócrita, que la persona que se tira pedos y eructa según le pide el cuerpo? ¿Quién jura y maldice ante la más mínima irritación? ¿Quién agarra lo que desea corriendo, ya sea comida, bebida o sexo? ¿Quién es descarado con los demás y tan explícito en sus necesidades como un perro o un caballo? ¿Y qué mejor prueba que el comentario de Wilde? Si eso es lo que significa la sinceridad, entonces tengamos más hipocresía. Si la sinceridad significa mostrar lo que realmente eres, es bueno ser sincero solo si es bueno mostrar lo que eres.

            El hecho, moderno, de preferir la sinceridad a la cortesía, es en parte el resultado de un movimiento social y político que se remonta al siglo XVIII, y especialmente al igualitarismo de la Revolución Francesa. Los revolucionarios se pusieron en contra del artificio «inhumano» de la vida aristocrática, en contra de las formas rebuscadas, los títulos y modales de una élite que ya no creía plenamente en su derecho al poder social, y cuyas formas rococó parecían sencillamente un último esfuerzo para conservar su distinción y privilegios. La Revolución simplificó la vestimenta, rechazó los productos de tocador y adoptó formas escuetas e inflexibles para sustituir los viejos títulos y estilos. Todo el mundo ahora era citoyen [ciudadanos], una palabra que muy pronto adquirió el tono irónico de «camarada» en el imperio soviético, cuando la gente vio que la destrucción de los modales no era más que un preludio al corte de cabezas.

            A pesar de la catástrofe moral y política que siguió, algo de ese desprecio revolucionario hacia el artificio sobrevivió como una característica permanente de las civilizaciones europea y estadounidense. Los estadounidenses eran seguidores especialmente leales del ideal revolucionario. Dickens, después de su gira estadounidense en 1842, describió a los estadounidenses como gente que rechazaba lo que llamaban «convencionalismos marchitos» del viejo mundo opresor, ya que eran “nobles de naturaleza», y que lo demostraban escupiendo y comiendo del plato común con cuchillos— ¡cuchillos! — que ya habían introducido en sus bocas.

            No somos simplemente animales; también somos personas—seres morales, con derechos, deberes y la necesidad de dar y recibir respeto. La palabra persona indica al poseedor de derechos y deberes, un término prestado del teatro, donde indica una máscara. Y en cierto sentido, es correcto comparar a la persona con una máscara, una creada no solo para los demás, sino también por los demás. El ser moral es una criatura de diálogo, y la cortesía es su manera de encontrar un sitio en la conversación entre su gente. Por tanto, la ropa también es parte de los modales. Te vistes para los demás, y por consiguiente si te arreglas, los demás lo notan y te lo dicen.

            Los jóvenes son muy conscientes del significado social de lo que se ponen y tienen cuidado de indicar a través de su ropa el tipo de relaciones sociales en las que se sienten cómodos. Cuando entré por primera vez en una sala de conferencias estadounidense, me sorprendió ver una sala en la que las mujeres jóvenes eran todas diferentes — hacían claramente un esfuerzo por destacar, y los hombres jóvenes eran todos iguales, en el intento de ser discretos, parte de un grupo. El símbolo de esto es la gorra de béisbol. Cualquiera puede usarla, sea cual sea su inteligencia, cultura o físico. Y puesto que indica apego a un equipo, la gorra solo pretende mostrar una habilidad indirecta y no quiere ser un alardeo personal del que la lleva.

            ¿Es esta una nueva forma de educación, que cancela la grosería de llevar gorra en un sitio cerrado? Reflexioné sobre la pregunta durante muchas semanas antes de concluir que no, no es educación, sino una forma de retirarse del mundo donde la educación importa: el mundo en el que eres juzgado por lo que pareces. Al adoptar la apariencia de un imbécil, el joven universitario estadounidense espera asegurarse de que no se le exigirá nada. Sus talentos, conversaciones, miradas y logros parecerán sorprendentes y meritorios si vienen de un cuerpo enraizado en zapatillas de deporte y coronado por una gorra de béisbol. La gorra es su refugio de un mundo que solo puede negociarse de forma satisfactoria por el estilo—solo por los modales y las virtudes que nunca se le han enseñado. Es cuando, debajo de la tapa, una pizza chorreante es introducida en una boca distorsionada, el momento exacto en que se explica la distinción de Kant entre lo sublime y lo bello, ¿cómo puedes evitar pensar que sus padres y mentores han tratado mal a ese niño, que ha sido enviado al mundo de los adultos en un estado de vulnerabilidad aguda, a un juicio que no puede hacer nada para responder o evitar?

            Por supuesto, esta forma simple de grosería puede coexistir con un temperamento apacible y una preocupación real por los demás. El problema es: ¿cómo convertimos ese temperamento en una personalidad pulida? Porque si no lo hacemos, entonces hacemos un gran daño a los jóvenes. Los privamos de algo que necesitan para ganarse la plena confianza y cooperación de los demás, no solo de sus seres queridos y amistades más íntimas, sino de los muchos desconocidos de quienes dependerán para su felicidad.

            Un padre que afronta este problema se enfrenta a una dificultad aparentemente insuperable: la cultura circundante parece promover la grosería como forma de vida. Los jóvenes que se interesan por el mundo del comercio, por ejemplo, no ven más que una lucha loca por ganar dinero, en la que las formas antiguas y caballerosas de hacer negocio quedan obsoletas, y los monstruos son los que ganan. La descripción del mercado, de Adam Smith, en la que el simple interés de uno produce una abundancia benigna y ordenada, es inmensamente atractiva; pero la era de Smith vestía el interés de uno mismo con la cortesía, y el mercado se movía más suavemente y más lentamente. En el nuevo mundo del comercio, las cosas se mueven demasiado rápido para los modales. La vida comercial parece una ruidosa nube de átomos, en la que una miríada de individuos solitarios chocan y se lastiman mutuamente en su búsqueda de alguna ventaja momentánea.

            El símbolo más llamativo de este nuevo mundo es el teléfono móvil—quizás la adición más efectiva al repertorio de descortesía desde que salió. Una persona con un teléfono celular nunca está realmente con las personas que le acompañan. Incluso cuando sale a comer o de visita, está secretamente enganchado a su propia esfera de acción, la esfera del beneficio propio, que en cualquier momento puede alejarlo de su conversación y hacer que se ponga a gritar de lejos, faltando a sus compañeros y desapareciendo y borrando sus ideas, con ese toque de beligerancia característico de la grosería.

            Esto ocurre no solo en el mundo del comercio. Hace poco vi a dos jóvenes estudiantes, chico y chica, caminando de la mano por una calle estrecha y desierta de Oxford, con los solemnes muros de las universidades a cada lado, la pálida luz de una luna otoñal reflejándose en los adoquines. Hace tan solo un año o dos, una pareja así se habría detenido susurrando y besándose; pero estos dos simplemente se tambalearon de un lado a otro, chillando cada uno en su teléfono, un símbolo vívido de la separación esencial de los jóvenes, una vez que la gracia y la cortesía han desaparecido de sus vidas. Y lo peor, como con todos los defectos que se derivan de la falta de educación, es que ellos mismos no tienen idea de lo que les falta, ya que nadie se ha molestado en enseñárselo.

            Los seres humanos crean sin parar problemas para sí mismos, pero también encuentran soluciones. Una vez eliminada una solución, creamos otra por necesidad. Los modales eran una solución a los problemas de la convivencia social. Permitían a las personas elevarse hasta un plano superior— un plano en el que aparecían como seres espirituales idealizados, abiertos a la intimidad, pero solo hacia aquellos que habían determinado un derecho. Los modales encantaron el mundo humano y lo llenaron de un misterio agradable: el misterio de la libertad humana.

            En un mundo organizado y disciplinado por los buenos modales, entonces, los desconocidos podían confiar el uno en el otro. No se sentían amenazados en la calle o en reuniones públicas; negociaban su paso con gestos relajados y sencillos. Eliminando los modales el espacio público se vuelve amenazador, las relaciones adquieren un aspecto provisional y las personas se sienten desnudas y expuestas.

            En esta situación, las personas comienzan a armarse con la ley. Las acusaciones de acoso sexual y violación en una cita reemplazan las viejas prohibiciones que eran descontadas y obligaban a la obediencia. En todas las esferas de las relaciones humanas (trabajo, estudio, romance, incluso familia), una denuncia borra la sonrisa. Pero los litigios causados por la desconfianza, también lo hacen: cuanto más las personas resuelven sus disputas utilizando la ley, más se alejan unas de otras y se encierran en una soledad inflexible.

            Cuando faltan los modales, la ley no es el único recurso. Puedes intentar evitar conflictos fingiendo no estar viviendo entre desconocidos. Entonces surge un sustituto de los modales que, si bien genera un ideal de la vida humana inferior, nos permite evitar lo peor de nuestras fricciones. Este sustituto es la informalidad. Donde prevalecen los modales, las personas se encuentran a cierta distancia entre ellas. Se mantienen en reserva, de la misma manera que el cortejo mantiene el sexo en reserva. Dicha reserva no disminuye el valor de la intimidad, sino que, por el contrario, la eleva al nivel de un regalo. La pérdida de modales implica que la verdadera intimidad es cada vez menos fácil de conseguir, ya que cada vez menos existe la condición por la que la intimidad es contrastada y de la que adquiere su significado. Ha surgido, en cambio, una simulación de intimidad, que permite a las personas tratarse no como desconocidos sino como amigos, al menos hasta la palabra o el hecho que da origen a la denuncia.

            La familiaridad, entonces, es una ofensa a los buenos modales y un sustituto de los mismos, una forma de lograr que otros estén a tu lado con la rapidez y la impersonalidad de una transacción en la bolsa de valores. Los negocios modernos, por tanto, dependen de la familiaridad. La persona que insiste en formas antiguas y en la cortesía va camino de la jubilación anticipada. En el mundo de los negocios y profesional en general hay mucha amistad fingida, pero muy poca amistad real. Paradójicamente, la pérdida de modales, en lugar de abolir la hipocresía, ha creado un amplio mundo de ficción.

            Donde la impertinencia de hoy ha destruido el sentido de la vergüenza, no podemos avergonzarnos por la pérdida de modales. Aunque en los jóvenes, el sentido de la vergüenza a menudo vibra justo por debajo de la superficie. En ellos, la vergüenza no es un mal, sino una preparación necesaria para la vida social, un signo de la predisposición a ser corregidos. Por eso es una base poderosa sobre la cual reconstruir las viejas edificantes cortesías. El swing, baile de moda entre los jóvenes, y la popularidad de las recientes películas de Jane Austen, que recrean el mundo ceremonioso en el que los modales son un espejo del alma, muestran que los jóvenes son susceptibles, que están hambrientos incluso, del encanto que viene de la formalidad y la distancia. Por precepto y ejemplo entonces, los padres y los maestros aún podrían hacer por los jóvenes lo que los padres y los maestros han hecho siempre: mostrarles el lento camino hacia una intimidad que el camino rápido nunca puede alcanzar.

Publicado en Catholic Education Resource Center.

Traducido por Verbum Caro para InfoVaticana.

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Comentarios
18 comentarios en “El verdadero hombre tiene modales
  1. Y la verdadera mujer también. En las últimas décadas, quizás son las mujeres quienes más han perdido los modales. Las formas no son meras formalidades, protegen contenidos, nos protegen a nosotros mismos de nosotros mismos, nuestros peores enemigos.

  2. E Infovaticana lo ilustra con un hombre dándole fuego a una mujer que va a fumar…

    ¿En eso consisten los modales? En fin…

      1. En tanto vicio, fumar, como cualquier otra adicción, también es pecado. Que acaba con la vida y la salud de mucha gente. Eso no significa que sea un puritano que desea perseguir a los fumadores. He sido fumador. E impenitente, como el dueño de esta página, creo. Pero cuando uno ve lo que hace y el dolor que trae al mundo, se le quitan las ganas de justificarlo. Y de fumar. Al día siguiente. Y sin parches. Todavía no le he pedido perdón a Dios. Sin contar el dinero tirado.

        1. Es curioso lo distinto que se pueden ver las cosas, fumaba mucho y durante muchos años, un día me pareció que Jesus me pedía que dejase de fumar. Me parecía imposible, además no me encontraba mal, exteriormente solo me ayudaba que cada vez habia más problemas para fumar en los sitios, y el precio subia todo el rato.
          Pero lo intenté, y lo conseguí, estuve durante por lo menos 6 meses con ganas de fumar, y efectos secundarios: no podia leer apenas, me dormia, y con una nostalgia horrible de todos esos momentos en los que antes fumaba. La verdad me encontraba fatal ahora que habia dejado de fumar. Entonces aprecié, el gran regalo de Dios de poder fumar durante tantos años. Y durante mucho tiempo le di gracias a Dios por su regalo. Hoy cada vez que me acuerdo, le sigo dando gracias a Dios. No se si moriré de cancer de pulmon, pero eso lo decidirá Dios, no yo.

    1. No pensé que Desi, fuera tan puritano, o pacato, vaya rasgarse de vestiduras, tan mojigato y santurrón. Pero para defender los actos homosexuales. Ahí si no. Seguro que está a favor del «vapeo» como sus amos.

  3. La verdad es que los modales, la educación, el saber estar, el «gracias», el «por favor», el «disculpa o perdona»; lo que antes se denominaba las normas básicas de urbanidad, civismo o convivencia, son una muestra de respeto por el prójimo y de talla y categoria humana y moral; tanto en hombres como en mujeres. También es cierto que solo los modales pueden encubrir hipocresía, es verdad, pero creo que son indispensables para una sana convivencia. El no hablar a gritos,por ejemplo o sin atropellarse (como hacen en tertulias televisivas).
    Lamentablemente, sobre todo, en no pocos jóvenes y adolescentes (y niños) no hay una referencia clara para vivir esto.

  4. Los modales no hacen al hombre. Son un distintivo de un tipo de hombre. Tan hombre es un cavernícola que le atiza un porrazo a una mujer y se la lleva a la cueva como el que le lleva un ramo de rosas. Los modales entran dentro del campo de la libre elección. Entran en el campo de las formas, tan vapuleadas por la sociedad occidental tras la revolución sesentayochista y mucho antes por la revolución francesa y, más tarde, por la revolución soviética. Las tres revoluciones son reacciones contra las formas de urbanidad. La revolución francesa eliminó el «usted» y el «señor», e impuso la fraternidad forzosa, el tuteo y el «ciudadano», la soviética hizo lo mismo: tuteo, pero cambió lo de «ciudadano» por «camarada», supongo que por no dejar alienados a los campesinos. Pero, de todas formas, no es verdad que los modales hagan al hombre, sino que éste elige los que le definirán como un patán o un caballero. Por cierto, Sir Peter saint James, a sus pies, señora.

  5. Magnífica lectura para un domingo de cuaresma. Ya quisiéramos curas que tuvieran en sus sermones (y en sus vidas) tan claras algunas de estas cosas. Porque también la gente mayor que les queda en el redil anda olvidada de estas generales de la ley que tan sutilmente expone el filósofo. Con un lúcido apunte sobre la desgracia que supuso también para la mera convivencia y la humanidad más sencilla el protestantismo, ese invento que se quiere blanquear desde la curia.

  6. Aunque en general me ha gustado el artículo, quisiera hacer un apunte. Esa sustitución de los modales por la sinceridad no la veo siempre tan clara. Creo que hace décadas había más debate, incluso discusiones, en las comidas familiares, pej. Sobre religión, política… Lo que veo ahora es en general un rechazo a estas conversaciones con la incorporación en su lugar de otras menos ‘polémicas’. Por supuesto me incluyo. Siempre me he sentido incapaz de debatir en esas conversaciones de gran calado. Me quedo bloqueada, y por ende, muda. Influye además de mi capacidad, en este caso escasa, el hecho de que mi posición no es la moda, la dominante, sino la de contracorriente en muchos casos. Sin embargo en internet todos somos muy valientes y sinceros. ¿Hemos perdido la capacidad de hablar cara a cara de lo que pensamos realmente? ¿Ahí sí hay máscara todavía?

    1. Es que el artículo no defiende la sustitución de la sinceridad por los modales, Betsaida, sino que reprocha la exaltación de la sinceridad frente a los buenos modales (cosa de origen protestante: la pura interioridad es lo que importa, que sólo ve Dios, la privatización de la fe, vamos) porque en realidad los buenos modales entendidos como deben son una protección de esa intimidad, es lo que la hace posible.
      Es muy interesante lo que aporta. Así, a bote pronto, creo que la razón es que en internet, cuando no hay verdadera comunicación, uno se esfuerza más por expresarse, por meter cuchara donde sólo hay ruido. En una conversación, donde vemos al otro, intuimos si lo que podemos decir puede ser útil o no. Y muchas veces callamos por no gritar, por no perder las formas, precisamente. Somos esclavos de ellas, a Dios gracias.

      1. Gracias por su aportación. En mi caso creo que va más allá de mera cortesía. Por cobardía, vaya. Porque podría aportar algo sin ponerme a gritar, sin pisar al otro, siendo igual de amable que callada. Pero no me veo capaz de debatir y de participar en la conversación. Bloqueo total y absoluto. Sin embargo con mi marido o con gente de mucha confianza, sí. Me duele porque dicen que el que calla otorga y no es así en mi caso.
        Gracias de nuevo.

        1. Querida Betsaida: la distancia que hay entre el contexto y lo que lleva en usted como fe es tan grande, hay que explicar tanto, que es difícil no caer en el desaliento ante la empresa, cuando no en el temor del ridículo, del no ser bien entendido (y sabemos que los demás no van a poner de su parte). Pero a veces esas grandes distancias la salva una frase que muestra la incoherencia de este mundo estúpido, la belleza de la fe… un relámpago hace más por alumbrar la noche oscura que miles de bombillas de mesita de noche, que es a lo que nos enfrentamos.
          Pídale al Espíritu que le dé ese don y fortaleza para no temer, en el momento de la batalla. El Señor no nos negará si nosotros no lo negamos. Y créame, llegará un día en que encontrará esa fuerza y también vendrá a usted alguna actitud, alguna palabra que hará por otros nacida de ese amor de Dios. Y su fe será más pacífica también en su interior.

  7. «fumar no es pecado»…, dice un opinante… pero resulta que ni JESUCRISTO ni cualquier líder espiritual… y ni siquiera un santo canonizado por la Iglesia, ni un estadista o un deportista ejemplares …me los imagino fumando un cigarro puro habano… como hacia Mr. Crurchill… o Groucho Marx…

    1. Y, no obstante, fumar tabaco no ha sido pecado nunca ni es pecado. He conocido y conozco sacerdotes fumadores de tabaco y me imagino a más de un misionero fumador. Otra cosa es que comprendamos que casi siempre daña la salud y que, como es propio de un cristiano amarse a sí mismo (lo que incluye el cuidado corporal), nos esforcemos en no fumar.

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