Privilegio y Cristianismo

The Parable of the Laborers in the Vineyard by Rembrandt van Rijn, 1637 [The Hermitage, St. Petersburg, Russia]
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Por David G. Bonagura Jr.

«Privilegio» es ahora una palabra fuerte, lanzada para menospreciar a los oponentes y para cortar un argumento válido antes de que comience. Una persona privilegiada, se dice, ha recibido apoyos inmerecidos que lo elevan por encima de otros que luchan por triunfar contra las adversidades.

Para nivelar el campo de juego, los privilegiados tienen que ser derribados de su posición elevada: deben ser silenciados en la corte de la opinión pública. Su elevado estatus social ha anulado su derecho a la Primera Enmienda. Aquellos que ceden a la acusación de «privilegio» se encuentran en un paradójico estado de auto-contradicción, haciendo penitencia por un pecado que no cometieron y no pueden cometer, mientras que no pueden hacer un firme propósito de enmienda, ya que el pecado es parte de su propio ser.

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La conversación sobre el privilegio ha sido una avenida de un solo sentido, de carácter completamente secular, y dictada por el movimiento de políticas de identidad. Pero si refundimos el privilegio a la luz de la fe cristiana, nos daremos cuenta que los privilegiados de nuestra sociedad no son gente mala, sino que son los mismos que deberían liderar la búsqueda de la auténtica justicia en nombre de aquellos que la necesitan.

El privilegio es un beneficio o inmunidad concedido a una persona o grupo más allá de lo que otros poseen. Su origen reside en la antigua Roma como un «derecho privado» (privus-lex) destinado a ayudar a un individuo.

Las analogías entre el mundo cívico y el orden divino nunca son perfectas, pero la comprensión cristiana de la gracia ofrece una nueva perspectiva sobre el privilegio. La gracia es el don gratuito e inmerecido de la vida divina que Dios otorga a aquellos que quiere por el bien de la salvación.

Dios ofrece suficiente gracia a todos sus hijos para ser salvados, aunque algunos reciben más que otros, por ejemplo, los católicos en contraposición a los no católicos, o, dentro de la familia católica, San Francisco y Santa Teresa de Calcuta en comparación con la mayoría del resto de nosotros. A la luz de la vocación de un individuo, la gracia puede ser entendida como un privilegio, un beneficio otorgado por Dios a través del cual un individuo o grupo cumple una vocación única.

Vemos que la gracia produce un privilegio sobrenatural en el dogma de la Inmaculada Concepción. «La Santísima Virgen María fue, desde el primer momento de su concepción, por una singular gracia y privilegio de Dios todopoderoso y en virtud de los méritos de Jesucristo, Salvador del género humano, preservada inmune de toda mancha de pecado original».

La Madre Bendita nos muestra entonces la respuesta adecuada para recibir un privilegio de Dios: gratitud y humildad. «Mi alma engrandece al Señor, y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador, porque él miró con bondad la pequeñez de su servidora. (…) porque el poderoso ha hecho grandes cosas en mí, y santo es su nombre». (Lucas 1:46-49)

Por la disposición de María, vemos que Dios no otorga el privilegio de la gracia inmerecida para el engrandecimiento de una persona. Conlleva la obligación de servir a Dios y al prójimo, como la parábola de los talentos deja claro. Si los católicos no usan su privilegio para fines divinos, el Concilio Vaticano II les recuerda inequívocamente que «no sólo no se salvarán, sino que serán juzgados más severamente».

Por el contrario, en lugar de ver el privilegio a la luz de la gratitud, el movimiento de políticas de identidad lo ha refundido en el lenguaje del resentimiento. Como los primeros trabajadores contratados en la parábola de la viña, aquellos que ejercen el «privilegio» como un garrote se niegan a ver las gracias que han recibido porque se consumen de envidia por las gracias que otros han recibido.

La política de identidad, para alcanzar su visión de justicia social, ha buscado ostensiblemente corregir los errores de la sociedad y ayudar a los desfavorecidos, pero sólo ha logrado derribar a los aventajados. Para ello, el movimiento ha demonizado el «privilegio» en general, y dos «privilegios» en particular -a saber, los de la etnia y el sexo-, ignorando al mismo tiempo el hecho de que la dotación de tales privilegios se produce en la lotería de los nacimientos, fuera del control de alguien.

Los privilegios, dadas las imperfecciones naturales de los seres humanos, siempre formarán parte de cualquier sociedad, al igual que las desigualdades que puedan derivarse de ellos. Algunos ejercicios de privilegio son buenos, como dar a las mujeres embarazadas prioridad para los asientos en el metro o dar descuentos a las personas mayores en los restaurantes. Otras desigualdades son francamente malas, como la zonificación de distritos escolares con intenciones racistas. Sin embargo, una cosa es cierta: calumniar a los ciudadanos por su apariencia, bajo el manto del privilegio, no trae paz y justicia, sino discordia y rencor.

Lo que traerá paz y justicia a la sociedad es mirar honestamente nuestros privilegios sociales, como debería un cristiano, sean cuales sean: dones que no deben usarse para engrandecerse a sí mismos, sino para construir el bien común. La exhortación del presidente John F. Kennedy de preguntar qué bien podemos hacer por nuestro país es el paralelo cívico de cómo Dios nos pide que respondamos a los privilegios que Él nos otorga: «Maestro, me entregaste cinco talentos; aquí he hecho cinco talentos más». (Mateo 25:20)

El privilegio no es nada por lo que disculparse. Si Dios concede privilegios en el orden sobrenatural, se deduce que también pueden existir en el orden natural. Si los privilegios, tanto divinos como sociales, son recibidos con gratitud y humildad, entonces podemos esperar ver a los privilegiados como los que actúan caritativamente y trabajan por la justicia para los desfavorecidos. La tradición cristiana tiene un nombre para tales privilegiados – se les llama santos, lo que todos estamos llamados a ser.

Acerca del autor:

David G. Bonagura Jr. enseña en el Seminario de San José, Nueva York. Es el autor de Steadfast in Faith: Catholicism and the Challenges of Secularism (Cluny Media).

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