Para ser justos con los fariseos

Christ Healing the Blind by El Greco (Domenikos Theotokopoulos), c. 1570 [The MET, New York]
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Por Paul D. Scalia

En la mente popular, los fariseos se presentan como los villanos por excelencia en la historia del héroe. Siempre están acechando a nuestro Señor, conspirando contra él, tratando de atraparlo. Si el Evangelio fuera un western, llevarían los sombreros negros. Parecen ser los malos superiores.

Pero esto no es realmente justo; los Saduceos eran mucho peores. Los fariseos al menos tenían algo de sustancia teológica. Los Saduceos no creían en la inmortalidad del alma, la resurrección del cuerpo, o los ángeles. Una teología tan truncada conduce inevitablemente a una forma mundana de pensar y actuar. El dinero y el poder fácilmente se oponen a la devoción.

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Así es como los saduceos eran la clase aristocrática y los agentes del poder de Israel. Ellos dirigían el Templo y negociaban las cosas con los romanos. En ese papel, se sentían cómodos tomando atajos en cuestiones de fe por el bien de la riqueza y el poder temporal. Tampoco es este tipo de persona religiosa desconocida para nosotros. De hecho, a menudo se presentan a cargos públicos.

No es de sorprender que nuestro Señor casi nunca se involucra con los Saduceos. ¿Qué sentido tiene? No había ninguna devoción o principio al que apelar. Él se enfrenta a los fariseos frecuentemente. Pero debate a los saduceos sólo una vez cuando se le acercan. (ver Mt 22:23-33)

Como sabemos, los fariseos reciben el peso de la invectiva de nuestro Señor: hipócritas… guías ciegos… tontos… tumbas blanqueadas… serpientes, etc. (ver Mt 23). Pero si los atacó con fuerza es porque había algo que atacar. A diferencia de los saduceos, ellos tenían un celo y una convicción que podía ser corregido. Y esto llega a la esencia de los fariseos.

Ellos eran, como sabemos, devotos de la ley de Israel. No sólo la mosaica, sino las cientos de otras leyes que habían surgido a su alrededor. Esto típicamente nos lleva a llamarlos como legalistas. Pero, de nuevo, esto no es justo. El deseo y el objetivo de las leyes eran nobles: incorporar la devoción al Señor a cada faceta de la vida.

Por lo tanto, leyes sobre cosas tan pequeñas como «la purificación de copas y jarras y calderas y camas». (Mc 7:4) A través de esas leyes, buscaban vivir la Torá en cada situación de su vida diaria. Más aún, esperaban y confiaban en que su fidelidad a estas cosas aceleraría la venida del Mesías.

Sin embargo, terminó siendo legalismo. Cada vicio es la distorsión de una virtud. Así que la gran tragedia de los fariseos no fue su devoción a la Ley sino la distorsión de esa devoción. «¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que pagan el diezmo de la menta, del hinojo y del comino, y descuidan lo esencial de la Ley; la justicia, la misericordia y la fidelidad! Hay que practicar esto, sin descuidar aquello.» (Mt 23:23)

La ley se convirtió para ellos no en un medio para un fin, una forma de llegar a Dios, sino en un fin en sí mismo. Su devoción a ella se convirtió en una forma de idolatría. Quedaron tan atrapados en la Ley de Moisés que no reconocieron al Legislador; tan atrapados en las leyes que no reconocieron la realización de la Ley.

Ahora bien, no debemos culpar a los fariseos con demasiado ímpetu por dos razones. Primero, porque todos somos fariseos. Todos sustituimos esa relación auténtica con Dios por prácticas y observancias piadosas. Como ellos, caemos en una mercantilización religiosa, reemplazando una genuina devoción por actos externos. Después de todo, es mucho más fácil hacer cosas y observar la ley que invertirse en una relación con Cristo.

Pero lo más importante es que debemos apreciar a los fariseos porque incluso en su legalismo nos recuerdan que hay una Ley. Ellos al menos tenían la convicción de que hay una manera de vivir, hablar y actuar de acuerdo con la creación y la revelación; que hay una verdad objetiva sobre cómo vivir una vida auténticamente humana; que hay una manera de actuar en una relación correcta con Dios. Y esa forma de vivir – esa ley – puede ser conocida. «¡Bienaventurados somos, oh Israel, porque lo que agrada a Dios es conocido por nosotros!» (Bar 4:4)

Nosotros, sin embargo, vivimos en una cultura sin ley. Sufrimos una anarquía metafísica: el rechazo de cualquier verdad sobre quiénes somos y cómo vivir. Nuestra sociedad ya no reconoce la verdad objetiva – la ley – del hombre. Ni siquiera nos conocemos como hombre y mujer o como seres creados.

«El hombre y la mujer como realidades creadas, como la naturaleza del ser humano, ya no existen. El hombre pone en duda su naturaleza». (Benedicto XVI) Por supuesto, sin naturaleza, no hay ley natural… no hay normas para nuestro comportamiento… no hay base para ninguna ley. Si los fariseos no podían ver la Ley por las leyes, nosotros hemos rechazado la Ley misma.

San Pablo nos advierte contra el «hombre impío» (2 Tes 2:3), con lo cual no se refiere a un escarnecedor o alborotador. Se refiere al mismo diablo, el que rechaza cualquier ley, norma o verdad objetiva. Es el que rechaza la naturaleza de las cosas y nos tienta a hacernos de la autoridad para hacer lo mismo: seréis como dioses

«Maestro, ¿cuál es el mandamiento más importante de la ley?» Esa pregunta, aunque es una trampa, se basa en una verdad esencial: hay una ley que contiene mandatos sobre nosotros y nuestro comportamiento. Nuestro Señor, conociendo bien las intenciones de los inquisidores, responde a la pregunta más profundamente de lo previsto. Nos da el doble mandato de amar a Dios y al prójimo.

Pero para llegar a esta ley de amor, debemos aceptar primero que hay una ley, la verdad sobre lo que somos y cómo vivir. Nuestra actual anarquía parece divertida al principio, porque nos permite hacer lo que queramos. Pero finalmente se vuelve amarga. Tarde o temprano nos damos cuenta de que, una vez vencida toda ley, no tenemos obligación de amar a Dios ni de amarnos los unos a los otros… y estamos miserablemente solos en el mundo.

Para ser justos con los fariseos, nos vendría bien un pequeño recordatorio de la ley – sobre nuestra naturaleza humana, sobre nuestro designio de amor, y sobre el Legislador que nos manda y nos permite amar a Dios y al prójimo.

Acerca del autor:

El P. Paul Scalia es un sacerdote de la Diócesis de Arlington, Va, donde sirve como Vicario Episcopal para el Clero. Su nuevo libro es That Nothing May Be Lost: Reflections on Catholic Doctrine and Devotion.

Comentarios
1 comentarios en “Para ser justos con los fariseos
  1. Efectivamente los saduceos eran muchísimos peores, durante el periodo helenísitico fueron sus mayores defensores, pensaron aquellos de que Paris bien vale una misa, apoyaron a todos los reyes hasta Herodes que fue su gran valedor y les premio con un templo, que duró bien poco. Con Roma hicieron lo mismo. Jeuscristo ni se molestó en criticarlos porque no tenían ningún fondo piadoso, aunque fuera equivocado, sus principios eran la bolsa y la tripa.

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