Cara a cara con la muerte. Cómo dar la noticia que el mundo no quiere escuchar

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(s.m.) Recibo y publico. El profesor Leonardo Lugaresi es un estudioso del Nuevo Testamento y de los Padres de la Iglesia muy apreciado por los lectores de Settimo Cielo, que al final de esta carta tienen los enlaces a todos sus anteriores intervenciones.

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Estimado Magister,

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la carta del sacerdote francés que se burla de la angustia “medieval” atribuida por él al profesor Pietro De Marco y le contrapone la lección de su cristiano “moderno” (“la religion n’est pas le lieu de transfert de ses angoisses” [la religión no es el lugar de transferencia de sus angustias]) capta a pesar de sí misma el corazón del problema, y temo que en su totalidad sin el conocimiento del autor.

El mundo de hoy está realmente en manos de una angustia de muerte. La pandemia del Covid-19 que está aterrorizando a todos no es la primera causa de muerte y probablemente no lo será en el futuro, a pesar de su temido desarrollo. En nuestro planeta, los hombres mueren más por mil otras razones, cada año por decenas y decenas de millones. Esto no nos angustia porque se trata, por así decir, de la muerte de otros. […]

La muerte por el coronavirus, por el contrario, es nuestra muerte. La que en cualquier momento y a pesar de toda precaución podría tocarme y también a ti. El virus invisible y ubicuo hace realidad, como posibilidad universal, la inminencia constante de mi muerte. Es decir, precisamente lo que la modernidad ha pretendido excluir sistemáticamente del propio horizonte.

Lo que es insoportable para nosotros los modernos es, efectivamente, la condición de sustancial paralización en la que nos hemos descubierto de un día para otro. El recurrir instintiva y habitualmente a la metáfora de la guerra para representar la actual condición de la humanidad revela también nuestra necesidad inconsciente de tener las armas en la mano. Las que probablemente tendremos, quizás en un futuro próximo, pero no ahora

Sin embargo, esta condición, aunque aborrecida por la modernidad, pertenece esencialmente a la vida humana en su relación con la muerte, y esto debe decirse también.

El punto, hoy como ayer y siempre, es que el hombre está inerme frente a la muerte, ante todo porque no está en condiciones de pensarla. La máxima atribuida a La Rochefoucauld: “Il y a deux choses qu’on ne peut regarder fixement, le soleil et la mort” [Hay dos cosas que no se pueden mirar fijamente, el sol y la muerte], corresponde a una evidencia tan elemental que cualquiera podría haberla pronunciado en cualquier época. En sí misma, la muerte es impensable. Naturalmente, se pueden pensar infinitas cosas en torno a ella (desde la idea de que no nos concierne en absoluto porque cuando ella está allí no somos nosotros y viceversa, a la idea de que nuestro ser-en-el-mundo debe entenderse como un ser-para-la-muerte, etc. etc.), pero no se puede pensar la muerte. Y en este colapso del pensamiento humano el sujeto moderno falla. Por eso tiene la absoluta necesidad de admitirla en su horizonte sólo como muerte de los otros.

¿La Iglesia tiene una palabra para decir sobre la muerte? Sí que la tiene, y es la única en tenerla porque la ha recibido de Cristo, quien es el único que está en condiciones de pronunciarla, porque es el único que sabe qué es la muerte, por haberla sufrido y por haberla vencido.

Pero esta palabra única es también una palabra dura que el mundo moderno no quiere escuchar. San Pablo la formula así: “Ninguno de nosotros vive para sí mismo y ninguno muere para sí mismo, porque si vivimos, vivimos para el Señor, y si morimos, morimos para el Señor. Sea que vivamos o que muramos, somos entonces del Señor” (Rm 14, 7-8).

Somos del Señor: aquí está todo lo que es esencial saber para vivir y para morir, y el virus que nos provoca tanto miedo no desmiente esto en absoluto, más bien hace más convincente la verdad literal de esta afirmación, que es el perno de toda la vida cristiana. También podemos estar agotados por el miedo y no encontrar algún aparente consuelo psicológico de la fe, de las prácticas de piedad, de las palabras y de los gestos de la Iglesia, pero todo esto no socava la objetividad del hecho que “somos del Señor”.

Quizás, para hacer todavía más claro el sentido de esta afirmación, podríamos traducir “kyrios” como “patrón”: “somos del Patrón”, es decir, pertenecemos a Otro, no somos propiedad nuestra. En la medida en que nuestra conciencia adhiera a esta realidad, también retrocederá el miedo y dejará de ser determinante. Permanecerá, pero como reacción instintiva de la carne que no quiere perecer, permanecerá, por decir así, fuera del alma. Permanecerá el miedo, pero ya no la angustia.

En este sentido, creo compartir la preocupación del profesor De Marco por la actual carencia de una presencia pública “de la Iglesia ‘mater et magistra’ que esté a la altura de su universal maternidad y enseñanza”. Pero también tengo la impresión de que en estas semanas, a pesar de la derrota inicial, al menos comunicacional, de la Iglesia visible e institucional, se ha producido por contraste un invisible florecimiento de los dones de la gracia en la misteriosa profundidad de muchos corazones, lo que podría sorprendernos si estuviéramos en condiciones de medirla.

Esta es realmente la Gran Cuaresma, que quien sabe estamos cumpliendo como “mirabilia Dei”, sin que nos demos cuenta.

Pero hay más: la paralización que es tan intolerable para el hombre moderno constituye, mirándolo bien, la condición normal del cristiano en el mundo y la aceptación de tal condición es la premisa para el testimonio – es decir, el martirio – que el cristiano brinda al mundo. Para usar también las palabras de san Pablo: “¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada?” (Rm  8, 35). El virus que nos atemoriza tanto no hace más que agregarse a esta lista, haciéndola finalmente concreta para cada uno de nosotros, esta vez sin excluir a nadie.

En los días pasados he vuelto a leer un libro que estimo mucho y que, a la distancia de medio siglo de su publicación, me parece más actual que nunca – “Cordula”, de Hans Urs von Balthasar, del cual extraigo estas frases iluminadoras:

“Inmediatamente después de la caridad viene la alegría, […] alegría en la impotencia, una impotencia sin preocupación, en la cual se hace visible una misteriosa superioridad. […] No hay nada de negativo excepto el pecado, pero que es llevado en el corazón del Señor. Todo sufrimiento, también la noche más oscura de la cruz, está siempre envuelto por una alegría, quizás no sentida, pero afirmada y conocida en la fe. […] La muerte da forma a la vida. Antes no se sabía, pero después del buen ladrón se lo sabrá hasta el fin del mundo. ¿El cristiano tiene entonces la inaudita posibilidad de dar forma a la vida en base a la forma final de ella? […] Lo que importa es la impotencia, […] la exposición inerme de la Iglesia en el mundo”.

Por eso creo que cada vez más, en el mundo no cristiano de hoy, la forma de la presencia de la minoría cristiana será de nuevo la “martirial” de su exposición inerme en la hostilidad de los “enemigos de la cruz de Cristo” (Fil 3, 18). Es por este aspecto que temo disentir con el profesor De Marco allí donde parece contraponer “la ideología de una Iglesia como minoría profética” – a la que no sé por qué define “inevitablemente utópica” – a la concepción de “una Chiesa ‘militans’”.

Probablemente entendemos dos cosas distintas con el término “minoría profética”. Yo prefería decir: minoría crítica, con referencia a la “krisis”, es decir, al juicio cristiano que ingresa en las cosas del mundo, discierne el bien del mal y “extrae lo que vale”, enseñando el uso correcto. Pero su afirmación que “una verdadera minoría bíblica profética es una realidad en dialéctica con el Pueblo de Dios extendido a la ecúmene” me deja perplejo en dos aspectos.

El primero se refiere al hecho que desde el comienzo (ver el kerygma petrino de Hch 2, 14 y ss) la Iglesia se constituye como cumplimiento de la promesa de la efusión universal del espíritu profético vinculada al advenimiento del tiempo mesiánico. San Pedro afirma que la profecía de Joel se cumple en el día de Pentecostés y desde ese momento todos los cristianos están llamados a ser profetas. En consecuencia, no veo cómo se puede instituir una dialéctica entre una “eclesiosfera católica” y una “minoría profética”. Si una minoría profética, o que se dice tal, se piensa como una “secta”, ipso facto se pone fuera de la Iglesia, también antes o sin que intervenga una condena por parte de la autoridad. Que esto sea un riesgo siempre presente es cierto realmente, y la triste parábola que tantas fundaciones nuevas y tantos carismas nuevos abrumados por los escándalos han conocido o desvelado en estos últimos años está allí para demostrárselo. Si De Marco intentaba señalar este peligro, estoy plenamente de acuerdo. Pero sigue en pie el hecho que la Iglesia es, por definición, toda y siempre profética.

El otro aspecto sobre el cual tengo reservas es esa imagen de una “‘Catholica’ que está constituida potencialmente por la mayoría de los hombres (en conformidad con la ‘missio’), mantenidos juntos en la comunión del Cuerpo místico”, de la que habla De Marco. Imagen teológica siempre verdadera, entendámonos, aun cuando los cristianos eran 120 en todo el mundo (así contabilizados en Hch 1, 15, con valores bíblico-simbólicos, pero probablemente en un orden de grandeza verosímil) y también cuando volvimos a ser tan pocos. Pero imagen histórica y sociológicamente cada vez menos plausible en las presentes circunstancias.

A los ojos humanos, en un futuro próximo los cristianos serán cada vez menos en un mundo cada vez menos cristiano. Saberse y concebirse como minoría y “minoría creativa”, según una feliz expresión utilizada también por Benedicto XVI, me parece que es esencial porque podemos hacer, en un modo no realista, lo que De Marco recuerda justamente al final de su intervención: ser “corresponsables de la infinitud de los hombres comunes, ante todo de los bautizados”, y decirles las palabras que verdaderamente queremos, es decir, “las de la historia sagrada y milenaria” y no las “de la utopía, orgullosamente fundadas en el mito del futuro, en el todavía-no-existente que solo da sentido, [que] se agotan rápida y míseramente””.

Con cordialidad y estima.

Leonardo Lugaresi

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Los anteriores artículos del profesor Lugaresi en Settimo Cielo y en www.chiesa:

> Pachamama y los dioses de la Grecia antigua. La lección de san Pablo en Atenas (13.11.2019)
> La ira de Dios no es tabú. La admite también el papa Francisco (28.2.2019)
> Cómo ser hoy «minoría creativa». El ejemplo de los cristianos de los primeros tres siglos (17.2.2018)
> Actor de teatro, ¡bota la máscara! (20.2.2011)
> El nuevo politeísmo y sus ídolos tentadores (9.12.2010)

Comentarios
1 comentarios en “Cara a cara con la muerte. Cómo dar la noticia que el mundo no quiere escuchar
  1. Primero el autor Lugaresi atribuye a un virus las decisiones de algunos gobiernos frente a un virus a saber la cuarentena. Segundo asegura sin pruebas que la situación del coronavirus volverá a repetirse en el futuro. Tercero acepta como inevitable y exento de culpa y pecado por parte de la Iglesia y del mundo el hecho de que en el futuro haya menos católicos. Estas tres afirmaciones no están fundadas y que son opiniones del autor. Cuarto cita a Hans Urs von Balthasar que es confusa parece querer decir que la muerte es tan importante como la vida en una postura que confunde lo que es un mal con el bien, la muerte es resultado del pecado original de los primeros hombres y no es necesaria para valorar la vida, es más la vida de los ángeles o de Dios es muy valiosa para ellos sin necesidad del plantearse el tema de la muerte. La confusión de opuestos vida muerte potencia impotencia es propias de un pensamiento gnóstico y herético que no acepta el principio de no contradicción. Quinta: el autor insinúa en todo el artículo que la Iglesia tiene una función profética que parecería tener que decir otras cosas diferentes a las que ha enseñado siempre como si la revelación no se encontrara cerrada en las Sagradas Escrituras cuestión que parece aspirar a crear o inventar respuestas que son diferentes a las reveladas. Toda estas afirmaciones parecen más propia de un progresismo ambiguamente insinuado sin recordarnos las verdades de siempre de la Iglesia que solamente Cristo salva. Esto sumado a artículos anteriores de Sandro Magister manifiestamente gnosticos y heréticos nos sugiere que se vuelve al carril de tratar de que ciertas mentiras se deslicen de manera ambigua para perjuicio del catolicismo. Saludos

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