I
Aunque convencionalmente atribuido al sabio monarca Salomón (965-928 a.C.), el Libro de la Sabiduría es el último libro del Antiguo Testamento y fue escrito probablemente en la segunda mitad del siglo l a.C. Por ello, desde un punto de vista cronológico, podemos considerarlo como una brillante hebilla que engarza las dos cosmovisiones espirituales del Libro Sagrado (la vieja y preparatoria, y la nueva y plena). Pero no sólo por esa circunstancia temporal; también por el hecho de que es el único libro del Antiguo Testamento (aparte de II Macabeos) que fue escrito originariamente en griego koiné, el mismo idioma de la primera redacción de los libros del Nuevo Testamento (acaso con la única excepción del Evangelio de Mateo, cuyo original pudo ser redactado en arameo, como nos indica el padre de la iglesia Papías en el siglo II)
Ahora bien, ser el último libro redactado del A.T. y el idioma gentil en que se confeccionó son aspectos puramente formales. Cuando iniciamos su lectura intuimos enseguida que su espíritu está mucho más cercano al Nuevo que al Viejo Testamento. Sus capítulos finales, en los que evoca e interpreta con técnicas de Midrash episodios de la historia de Israel, son como una melancólica coda, el crepúsculo de un mundo que exigía ya un nuevo sol, cuyos primeros rayos brotarían en un portal de la ciudad davídica de Belén, muy pocos años después de que su autor tomase la pluma. Y lo más importante, lo que más nos impresiona es comprobar hasta qué punto el Libro de la Sabiduría influyó en los escritores inspirados del Nuevo Testamento, y en aspectos fundamentales, tanto dogmáticos (Evangelio de San Juan) como morales (Epístola paulina a los Romanos) y hasta proféticos (la narración del sufrimiento del justo, en la que es imposible no ver con emoción a Cristo sufriente). Todo ello lo comentaremos más adelante.
Respecto de su autor casi nada sabemos. Es muy probable que fuese un judío de la ciudad de Alejandría, buen conocedor de la traducción al griego de los libros de la biblia, la llamada Biblia de los Setenta (LXX) o Septuaginta. Sin duda fue un hombre muy culto, que dominaba el hebreo y el griego -un judío helenizado- y, aunque profundamente convencido de la verdad judaica, se abría con su mente a las bellezas y verdades que nos legó el mundo pagano, siendo además perfectamente consciente de sus graves errores en materia de teología y moral. Precisamente -como luego veremos- escribió la más acerba crítica a la idolatría que encontramos en todo el Antiguo Testamento, vinculando con agudeza y brillantez el error religioso a la degeneración moral, aspecto éste que fue literalmente copiado por San Pablo en su demoledor capítulo 1, versículos 18 en adelante, de la Epístola a los Romanos.
La profundidad religiosa de este Libro favoreció que se considerase inspirado y engrosara el llamado Canon Alejandrino, o canon amplio de la biblia (la Biblia de los Setenta o Septuaginta, a la que antes me referí). Esa traducción de los textos de la biblia hebrea al idioma universal de la época, el griego, se realizó en Alejandría en el siglo III a.C., durante el reinado del faraón Ptolomeo II, y supuso sin duda el acontecimiento cultural y religioso más importante de su tiempo que, como veremos, contribuiría a la futura propagación del cristianismo. Pero dicha obra quedó abierta, hasta el punto que serían incorporados libros escritos en el siglo II a.C (como el Libro del Sirácida o los Libros de los Macabeos) y hasta del siglo I a.C. (como éste que comentamos, que debió impresionar y mucho a los judíos de la diáspora). Nada extraño, por cierto.
Sin embargo, es un libro excluido de la biblia judía y de las de los protestantes. Hay que aclarar que en el tiempo en que vivió Nuestro Señor en la tierra (I d.C.) no estaba aún decidido el canon de libros judíos inspirados, y los distintos partidos judíos, -fariseos, saduceos, y esenios- usaban unos y rechazaban otros indistintamente, entre otras razones porque discrepaban en asuntos esenciales de la fe judía como la inmortalidad del alma (despreciada como doctrina novedosa y pagana para los saduceos, y defendida por los fariseos de ese tiempo). Se vivía, pues, en un verdadero pluralismo escriturístico y textual, e incluso doctrinal.
En realidad, los judíos no fijaron definitivamente el canon hasta el siglo II de nuestra era -el llamado canon palestinense-, bastante más corto que el alejandrino pues no se incluyó en él el Libro de la Sabiduría y otros libros del A.T. (los demás deuterocanónicos de la biblia cristiana). La razón principal de esa poda, dígase lo que se diga, fue su uso constante por los cristianos durante los siglos I y II, y la obsesión de los judíos por apartarse de los herejes galileos. Por ello es bastante incomprensible, que las Biblias protestantes adopten el canon judío, el corto o palestinense, y rechacen este prodigioso Libro de la Sabiduría y los demás deuterocanónicos incorporados al Alejandrino. Y los des-califiquen como apócrifos. Como si tuviesen mala conciencia, las Biblias protestantes hasta el siglo XIX los contenían, siendo un apéndice de los libros normativos. Pero en nuestro tiempo los han eliminado por completo de sus ediciones bíblicas.
Está sobradamente probado que los primeros cristianos, antes y durante la redacción completa de sus textos del Nuevo Testamento, consultaban preferentemente el texto griego de la Septuaginta, pues el 70% de las citas del Antiguo Testamento que contiene el Nuevo son tomadas de esa traducción griega (el otro 30%, los cogieron del texto en hebreo, llamado más adelante Texto Masorético). Y numerosos expertos han puesto sobre la mesa un hecho verdaderamente crucial: muchas de las palabras hebreas traducidas al griego en ese siglo III a.C. -y que los judíos fieles al Texto Masorético juzgaron a posteriori como malas traducciones-, anticipan verdades esenciales de la fe cristiana. Por ejemplo, la palabra hebrea «Almah» (incluida en la famosa profecía mesiánica de Is. 7,14) cuya traducción genérica es «doncella«; sin embargo, los judíos alejandrinos del siglo III a.C. la vertieron específicamente como «parthenos», «virgen» (y así se usa en el Evangelio de Mateo, 1,23). O la palabra «fosa» del Texto Masorético, empleada originariamente por el rey David en el Salmo 16 (para indicarnos que el justo no sufrirá la muerte), que en la traducción de los LXX aparece como «corrupción»; en ese nuevo sentido es empleado, nada más y nada menos que por San Pedro cuando, tras Pentecostés, predica la resurrección de Cristo, quien sufrió la muerte y el sepulcro -la fosa- pero no la corrupción de su Cuerpo (Hch. 2,27). Y hay muchos casos más. Por eso algunos Padres de la Iglesia -en especial San Agustín- consideraron providencial los LXX. Tuviese o no imprecisiones de traducción, juzgaron esta obra como un evento divino para preparar la venida de Nuestro Señor, para la universalización de las verdades del judaísmo y, en definitiva, para la apertura de la salvación a nosotros los gentiles.
Remito, para quien quiera ampliar este apasionante tema, a dos deliciosos libritos: «Septuaginta» (Editorial Sígueme), del filólogo bíblico Natalio Fernández Marcos, y el del Padre Ignacio Carbajosa «Hebraica veritas versus Septuaginta auctoritatem» de la Editorial Verbo Divino (aunque su título lo leamos en latín, tranquilos, que su texto está en castellano). Sólo diré que, tras leerlos, sonreí porque me vino a la mente ese dicho popular: «Verdaderamente Dios escribe recto con renglones torcidos».
II
El Libro de la Sabiduría, además de tener una clara voluntad de estilo, es un texto inspirado, con todo lo que ello significa y que merece ser meditado -y rezado- cuidadosamente. De modo similar a los demás libros sapienciales de la Biblia, encontramos en él serias reflexiones sobre la brevedad de la existencia y la inmortalidad del alma -que aquí se defiende con rotundidad frente al silencio de Proverbios y el Sirácida o las dudas del Eclesiastés– (capítulos 2 o 7). O sobre el diferente desenlace de la vida de los justos y los injustos (capítulos 3 o 5), la necesidad de la virtud (capítulo 4), el gobierno de las naciones y la grave responsabilidad de jueces, reyes y autoridades (capítulos 1 y 6). Pero serán a mi juicio tres los temas que con mayor intensidad prefiguren verdades fundamentales del Nuevo Testamento: la Sabiduría como realidad increada, abriendo paso a la futura definición del misterio de los misterios, la Santísima Trinidad; la idolatría como explicación de la corrupción moral de las sociedades de ayer y de hoy; y el esbozo de la vida del justo, de su persecución y de su muerte, en unos versos conmovedores que anticipan y profetizan la pasión de Nuestro Señor.
En primer lugar, el concepto de la Sabiduría. Los judíos siempre consideraron al Dios único y escondido, sin imagen ni forma como el origen de toda sabiduría. Sin embargo, no sería hasta una época posterior a la destrucción del templo, al destierro del pueblo y al retorno a Israel (siglo VI a.C en adelante) cuando los escritos judíos comenzaron desarrollar y perfilar ese concepto. Y así fueron redactándose los salmos sapienciales y los genuinos libros sapienciales (Proverbios, Job, Eclesiastés, Sirácida o Eclesiástico y finalmente La Sabiduría). No obstante, debemos aclarar que muchos de los textos que usaron dichos sabios seguramente se remontaban al reinado de Salomón y al de su padre David (siglos XI y X a.C), con lo que en bastantes casos no es descartable hablar de refundición. Algunos añaden también, como sapiencial, el Cantar de los Cantares, aunque en realidad este maravilloso poema es inclasificable dentro de la riqueza infinita de la Biblia.
Los libros sapienciales vincularán íntimamente la sabiduría con Dios, dándole un cierto tono universalista (con la única excepción del Sirácida, el cual, en una línea reduccionista y nacionalista, la identificará con la ley de Moisés (Eclo. 24, 23). En todo caso, una lectura atenta de todos estos libros nos permite observar una evolución de este concepto, hasta llegar a su plasmación más profunda, intensa, verdadera y definitiva en el Nuevo Testamento, en el angélico prólogo del Evangelio de San Juan. Hasta ese momento, los narradores sagrados del Antiguo Testamento fueron considerando a la Sabiduría algo creado por Dios, la primera de las obras divinas, el plano arquitectónico de su colosal fábrica del mundo, de las criaturas, y de la más amada de éstas, el hombre. Sólo el Libro de la Sabiduría daría un paso más allá que lo enlazará con la teología del Nuevo Testamento como veremos.
El Dios escondido concedió a todos los hombres, antes del nacimiento de Nuestro Señor, pequeñas luces que podían vislumbrarse entre densas tinieblas, reflejos de la eterna Sabiduría. Por eso, Juan afirma en su prólogo evangélico que «Existía una luz verdadera que ilumina a todo hombre» (independientemente de su raza, su patria o del lugar del mundo donde estuviese). Todos los pueblos de la antigüedad situados en el ámbito geográfico de Israel -Egipto, Babilonia, Asiria, Ugarit- gozaron de grandes sabios paganos, e incluso hoy sabemos que influyeron -y no poco- en los libros sapienciales judíos, pero todos ellos erraron en lo fundamental. En efecto, la Verdad de la Sabiduría, por decisión divina sólo podía captarla correctamente (aunque con límites) el pueblo judío -y algún que otro extranjero como Job-, pero todos desconocían de qué modo se vinculaba a su origen, que era el Dios único y verdadero, al que exclusivamente adoraban los judíos. El sufriente Job tenía la certeza de que aun en medio de los absurdos y las injusticias que le habían llevado a su desgracia, existía una Sabiduría misteriosa, «cuyo venero no conoce el hombre, ni se halla en la tierra de los vivos» (Job. 28,13). Tenía la convicción de que se trataba de algo divino, de un código usado por Dios:
«al dar peso al viento, al aforar las aguas con medida
al dar a la lluvia ley, y camino al fragor del trueno»
(Job. 28,25-26).
Afirma también el justo Job que ni el demonio (Abaddon) ni la muerte supieron de ella; que el único que conoció su camino fue Dios (Elohim) (Job. 28, 22-23), pero con ello no nos quiere decir que fuese una entidad paralela a Dios. Job estaba bien instruido por los conocimientos de los sabios judíos de su tiempo, que afirmaban la excelencia de la Sabiduría -como algo divino-, pero a la vez expresaban rotundamente su naturaleza de ente creado, de primicia, de prólogo, de esquema, de plano de la obra del universo. Así los Proverbios:
«Yahveh me creó al principio de sus obras,
antes de que comenzara a crearlo todo».
(Prov. 8,22).
Del mismo modo, el más tardío libro del Sirácida:
«El Señor en persona la creó, la vio y la contó;
la derramó sobre todas las cosas»
(Sir. 1,7).
Por otro lado, el Eclesiástés o Qohelet, fiel a su tono irónico y escéptico, no entrará en complicadas elucubraciones metafísicas, pero sí nos recordará el mal negocio práctico que es ser a la vez justo (o sabio) y pobre. Todos los libros sapienciales -incluido el desengañado Eclesiastés- nos advierten que el principio de la sabiduría es el temor de Dios (Sal. 111,10, Prov. 1,7, Sir. 19,18, Ecle. 12, 13-14). Pero hete aquí que:
«El impío, cual sombra, no dilatará sus días pues no teme ante la presencia del Señor. Pero existe otra vanidad que se da sobre la tierra: que hay justos a quienes alcanza lo que corresponde a la obra de los impíos y existen impíos a quienes alcanza lo adecuado a la obra de los justos»
(Ecle. 8, 14-15).
El Eclesiastés es como una fugaz sonrisa irónica de Dios en medio de la seriedad de su progresiva Revelación, viendo a lo que ha llegado su querida criatura humana por efecto del pecado. Pero enseguida retomará con inmenso vigor su timón hasta conducirnos a las puertas mismas del Nuevo Testamento. Y será precisamente en el Libro de la Sabiduria -el postrer libro de la vieja Alianza- donde se ascienda un verdadero «escalón metafísico». Es el penúltimo peldaño; el ultimo -con el que accederemos a la Revelación Plena y abriremos las puertas del Cielo-, lo subirá y sobrepasará el apóstol San Juan, el teólogo, en el sublime prólogo de su Evangelio.
El Libro de la Sabiduría nos enseñará, frente a los anteriores escritores sagrados, que ésta habría que escribirla como Ésta, con mayúsculas, porque ya no es una creación primera de Dios. Se nos presenta ahora como una realidad tan vinculada a Él como Dios consigo mismo: es el mismo Dios -posee su Pureza, su Gloria y su Bondad-, pero a la vez… algo diferente a Él. ¿Cómo puede ser esto? ¿No será la luz de luz que nos menciona nuestro Credo?:
«pues es una exhalación de la fuerza de Dios
y una emanación pura de la gloria del Omnipotente:
por eso nada manchado penetra en ella.
Es una irradiación de la luz eterna,
espejo terso de la energía de Dios
e imagen de su bondad.
Y siendo una, todo lo puede»
(Sab. 7, 25-27).
¿No nos evocan esos elevados versos a aquella descripción del Hijo de Dios que encontramos en el solemne inicio de la Epístola a los Hebreos, donde además se nos recuerda su misión entre nosotros los hombres?
«En estos días finales Dios nos habló por su Hijo, al que constituyo heredero del universo, aquel por cuyo medio había hecho el mundo; que, siendo reflejo luminoso de su esplendor e impronta de su ser, y gobernando el universo con su palabra poderosa, después de que expió los pecados se sentó a la derecha de la divina Majestad en las alturas»
(Hb. 1, 2-3).
Pero El libro de la Sabiduría no se queda ahí. También nos dirá:
«Hay en ella un espíritu inteligente, santo, único, múltiple,
suave, ágil, penetrante, incontaminado, diáfano,
inofensivo, amante de lo bueno, agudo, sin trabas,
bienhechor, filántropo, seguro, firme, sin cuidados,
que todo lo puede, todo lo vigila, que penetra todos los
espíritus inteligentes, puros, sutiles»
(Sab. 7, 22-23).
En el corazón de la Sabiduría -tal como la concibe este libro inspirado- parece existir un Espíritu de la misma esencia de Dios, que posee su poder y su bondad (infinitos). ¿Son lo mismo la Sabiduría y el Espíritu de la Sabiduría o, más bien, éste procede de aquélla, y ambos son Dios? La Verdad de un solo Dios y varias Personas Divinas, aun entre sombras y vacilaciones, comienza a vislumbrarse. Antes de que San Juan, en el prólogo de su Evangelio, se acordase de la Palabra creadora del Génesis (Gen. 1,3), el autor de la Sabiduría se había anticipado un siglo antes en su majestuoso libro ¿Podemos dudar que éste fue leído apasionadamente por aquel pescador de Betsaida, tan querido por Jesús?
«Dios de los padres, y Señor de la misericordia
que todo lo hiciste con tu palabra
y con tu sabiduría formaste al hombre»
(Sab. 9,1).
Dios, Palabra, Sabiduría… Una llama única en tres antorchas unidas. Casi intuimos ya el alfa y el omega, el principio y el final de todo y de nuestra existencia en particular. Pero será en el Evangelio de San Juan donde se nos confirmará esa deliciosa paradoja de que la Palabra era el mismo Dios -el Verbo era Dios-, pero a la vez misteriosamente diferente -el Verbo estaba junto a Dios-. Y que esa Palabra se hizo carne, habitó entre nosotros y dos mil años después seguimos por la fe contemplando su Gloria. Y, finalmente, que esa Palabra hecha carne -Jesucristo, Nuestro Señor, el Hijo de Dios vivo-, «enviará el Espíritu de la verdad, que procede del Padre y testificará en su favor» (Jn. 15,26). Tres personas, como si fueran la Mente, la Sabiduría y la Voluntad del único Dios.
El único Dios -la Santísima Trinidad-, que tiene el poder de inhabitar el alma del hombre en estado de Gracia y producir una nueva criatura, como también parece declararse en los siguientes versos, que anticipan una de las verdades más profundas descubiertas por la teología espiritual cristiana:
«Y sin salir de sí, todas las cosas renueva, y en todas edades,
y transfundiéndose en las almas santas y hace de ellas amigos de Dios y profetas»
(Sab. 7,27).
Y aquí nos quedamos. Honestamente hay que decir que, sin la revelación del Nuevo Testamento, muy difícilmente se podía haber captado en este extraordinario libro el misterio de los misterios, la naturaleza una y trina de Dios, la Santísima Trinidad. Pero su superioridad doctrinal y dogmática en relación con los otros libros sapienciales, queda probada por esta mejor comprensión de lo que los anteriores textos bíblicos apenas balbuceaban. En definitiva, el Libro de la Sabiduría, el último libro de la vieja revelación -un libro rechazado por judíos y protestantes-, a mi humilde juicio de mero lector constante y apasionado de la Biblia, es el más importante de los libros sapienciales. Habría que situarlo a la altura de los grandes profetas bíblicos, pues contribuirá junto a ellos a que se allanen todos los montes y colinas (Is. 40,4) a fin de que, a escasos años de que se concluyera su redacción, un esplendoroso sol de justicia ilumine a las naciones del mundo para siempre.
Muchas gracias por este análisis tan acertado del libro de la Sabiduría en el plan de la Divina Providencia! En la “Biblia de los Apóstoles”, la versión de los LXX, el libro de la Sabiduría probablemente sea el último en haber sido escrito en el Antiguo Testamento y el más cercano en el tiempo y en el contenido con la “Sabiduría” de los cuatro Evangelios. Cuanto más predomina el amor a la necedad, cuanto bien nos hace volver al Evangelio “sine glosa” y acrecentar “el Amor a la Sabiduría Eterna y Encarnada”, N.S. Jesucristo, el “único que tiene palabras de vida eterna”. Gracias por su dedicación como laico a los estudios bíblicos!