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Dos mujeres, una Iglesia

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Se encontraba el apóstol Juan desterrado en la isla de Patmos. Era domingo y, arrodillado, rezaba intensamente. Entró entonces en estado de éxtasis y comenzó a visionar unas tremendas imágenes –inefables unas, brutales otras- que, más tarde, fueron comunicadas a uno de sus ayudantes, también confinado con él, el cual las puso por escrito. El libro donde se recogen dichas visiones fue años después titulado “Libro de la Revelación”. Aunque tardó en incorporarse al canon cristiano de libros inspirados, la convicción de la autoría joánica, y su uso indiscutido por importantes iglesias cristianas de Europa y Asia, elevó finalmente este extraordinario libro a la categoría de canónico. Es el texto que pone el cierre –y el broche de oro y diamantes, diría yo- a las Sagradas Escrituras.

Cierto es que pocos libros de la Biblia –y de la historia en general- habrán dado pie a más extravagantes y disparatadas interpretaciones, no tanto acerca de su sentido general (una descripción alegórica de los duros tiempos finales, y del triunfo final y absoluto de la Iglesia, esposa del Cordero), sino de cada uno de sus detalles en particular. Y especialmente, el ajuste de cada alegoría o metáfora a la época histórica en que ha sido leído con pasión por cada generación cristiana, sobre todo en tiempos de persecución. Y muy acentuadamente en nuestra época, donde el glorioso concepto de cristiandad, herido desde los tiempos de la reforma (siglo XVI) y la revolución francesa (siglo XVIII), ha entrado hoy en fase de coma terminal, por no decir que en parada cardiorrespiratoria. Dice nuestro papa Francisco –con razón- que la Iglesia es un hospital de campaña. Pero ese hospital, situado en el centro de una guerra que sólo concluirá al final de los tiempos, no sólo se encuentra permanentemente atacado por enemigos del exterior, sino que incluso, en nuestro tiempo, parece ser saboteado desde el interior. Por eso, cada uno de los cristianos debemos contribuir a restaurarlo con la santidad de nuestras vidas y la firmeza en nuestra fe. Una fe de verdad, que transforme y que nos permita combatir -sin miedo a ser señalado- contra un mundo donde el diablo hace estragos. Fe militante, en definitiva, en Nuestro Señor y Salvador como única y definitiva Palabra sobre nuestra vida particular y sobre la historia en general. Y el eco de ese buen combate se oye con rotundidad en este Libro Sagrado.

Libro excelso, pues, pero de difícil digestión, hasta el punto que en un momento determinado un ángel del Cielo pide al autor que lo devore “y aunque te amargue las entrañas, en tu boca será dulce como la miel” (Ap. 10,9). No obstante, pasado el tiempo, los jugos de la mente de tantas generaciones cristianas, con la ayuda del Espíritu que siempre acude en auxilio, han ido poco a poco desvelando sus misterios, de modo que hoy -visto desde la atalaya de tantos extraordinarios comentaristas, llenos de unción y sapiencia, en cientos de años-, podemos indagar mucho mejor sus enigmas. Y casi entenderlos.

Quiero detenerme en dos figuras de mujer, absolutamente antagónicas. Dos mujeres –dos prodigiosos símbolos- que aparecen en la segunda mitad del este libro. La primera surge significativamente tras abrirse el Templo del Cielo, la morada de Dios, y ser vista el Arca de la Alianza, entre truenos, relámpagos, temblores y granizo. Es un momento especialmente intenso, pues Juan, que no había tenido problema anteriormente en calificar a los judíos que combatían a los cristianos como “sinagoga de Satanás” (Ap. 3,9), comprueba en su visión que, verdaderamente, como dijo San Pablo, los dones de Dios al pueblo de Israel son irrevocables y que, en su infinita bondad, “nos encerró a todos en la rebeldía– a ellos, los pérfidos judíos, y a nosotros, que éramos miserables paganos-, para usar de misericordia con todos” (Rm. 11,32).

Pero ese temible Arca, símbolo del viejo Israel, queda desplazado tras una sublime imagen de mujer, que la inmensa mayoría de los sabios cristianos de todos los tiempos han intuido como la representación del nuevo Israel de Dios, el Israel de la promesa, la Iglesia cristiana. La mujer está vestida de sol –envuelta por la divinidad-, tiene doce estrellas sobre su cabeza –la gloria de Israel-, y pisa la luna, el símbolo de lo cambiante y no permanente; del mundo, en definitiva, sobre el cual la Iglesia tiene (debe tener) dominio con la firmeza inmutable de sus principios y doctrinas, del depósito de la fe recibido del Señor, cuyas palabras permanecerán, aunque concluyan el cielo y la tierra.

Juan observa que esa prodigiosa figura femenina está encinta y gime con dolores de parto. Aquí parece referirse a los duros trabajos de los millones de cristianos de todos los tiempos que, con oraciones, sacrificios, renuncias y abnegaciones, han clamado y claman hoy sin cesar en sus tribulaciones, como lo haría una parturienta, por la segunda venida del Mesías. Es muy indicativo el hecho de su dolor, pues parece ratificar la idea de que una Iglesia sin mártires, una iglesia sin testigos, una Iglesia sin sacrificios ni penitencia está seca; una Iglesia cómoda y acomodada, conciliadora y conciliada con los errores y horrores de su tiempo, está muerta, es estéril, y jamás será la que alumbre al Mesías que ha de volver. Es la Iglesia de Sardes “que tienes nombre de que vives pero estás muerta” (Ap. 3,1).

La Iglesia que dé a luz al Mesías en su segunda venida será la que sufra la misma pasión que el Señor padeció en la primera “pues si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros” (Jn. 15,20); una Iglesia donde los apóstoles le abandonen; donde un Pedro acobardado siga de lejos a Jesús (Mc. 14,54), para luego negarle abiertamente; una Iglesia, en definitiva, que, entre inimaginables persecuciones -entre burlas, bofetadas, salivazos, látigos y cruces-, exclamará, como si hubiera perdido toda esperanza: ¿Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado? Y al final, tras la masiva apostasía que ese horror producirá en un rebaño casi sin pastores, quedará un pequeño resto que invoque al Señor (Sof. 3,15). Y ahí se condensará la historia terrenal de la Iglesia, justo antes de la venida del Señor para implantar su reino. Será como la resurrección de Cristo, tras la primera venida.

Si el sufrimiento es el rasgo más destacable de esa bellísima mujer, el placer lo será de la segunda, que aparece unos capítulos más adelante y es llamada la ramera de Babilonia. A primera vista intuimos en ella un símbolo del pecado, pues parece guapa (o vistosa) contemplada de lejos, pero de cerca es fea sin paliativos; sin embargo, su significado es más específico. En efecto, las Sagradas Escrituras, siempre que usan la imagen femenina como metáfora, pretenden explicar la actitud de Israel con Dios, y por ello la primera mujer –la orlada de sol- es representación del Israel santo de la promesa, de su fidelidad a Dios y de la pureza de la religión. La segunda también podíamos verla como la religión, pero falsificada; la traición a su divino esposo –véase Ezequiel 16- la ha desfigurado hasta hacerla irreconocible (se ha ayuntado con novedades diabólicas, ha adulterado y, en definitiva, ha caído en la idolatría). No sólo no se entrega con sacrificios a la voluntad de Dios, sino que se zambulle en el desenfreno del mundo y la fornicación de la idolatría. Si la primera es fecunda y genera vida –la Vida de todos, pues alumbra a Cristo-, la segunda es estéril, y produce muerte “embriagándose de la sangre de los santos, de los mártires de Jesús” (Ap. 17,6).

Eso es lo que más nos asombra, que ambas imágenes femeninas evocan al mismo símbolo, a una misma religión –la única religión verdadera, el nuevo Israel de Dios-, pero si en un supuesto se conserva pura e incontaminada (de ahí su hermosura, su fecundidad y también su dolor y su esperanza), en el otro, se ha desfigurado hasta el espanto, al mezclase con los antivalores que propone el mundo. Y lo que jamás querríamos escuchar: la religión falsificada –apoyada sobre las fuerzas rebeldes a Cristo- perseguirá con inaudita saña a aquellos “que querrán vivir piadosamente en Cristo Jesús” (2 Tim. 3,12).

De ahí su fealdad -corruptio optimi pessima-, sus horribles afeites, su fornicación improductiva con todo lo humano, y su grotesco y sucio destino, pues la horripilante bestia de los diez cuernos sobre la que cabalga –los tenebrosos poderes anticristianos del mundo- “aborrecerán a la ramera, y la dejarán devastada y despojada, y devorarán sus carnes y la abrasarán con fuego” (Ap. 17,16). Si la dulce y dolorida mujer tiene a la cambiante luna domeñada y como permanente estrado de sus pies (pues el mismo Dios le ha dado el poder), la mala hembra no puede controlar al demonio deforme sobre el que cabalga, y acabará siendo fagocitada por él.

“Y me maravillé al verla, con gran maravilla” (Ap. 17,6), exclama el autor sagrado. Durante la contemplación de esta mala hembra, Juan expresará un asombro que ni siquiera manifestó en ninguna de las anteriores –e impresionantes – imágenes que pudo apreciar durante su experiencia mística. Recordemos que había estado junto al mismísimo trono de Dios, contempló al triunfante Cordero degollado que abrió los siete sellos, a los cuatro jinetes, a los miles y miles de mártires reclamando justicia, a los ciento cuarenta y cuatro mil marcados…; recordemos que cuando se abrió el sexto sello, Juan miró al sol y estaba negro como saco de crin con la luna sangrienta; las estrellas caían sobre la tierra, y el cielo fue retirado como un libro que se enrolla en un espantoso terremoto. Y, por último, el discípulo amado había soportado la visión de esa parodia de la trinidad formada por el diablo, el anticristo y el falso profeta. Pero, con todo esto, no se había quedado tan absorto como cuando la ramera de Babilonia se puso delante de sus ojos. Probablemente, en un fugaz instante le pareció reconocer en el rostro de esa furcia, algún rasgo de la mujer santa, como si fueran hermanas gemelas. Y eso le angustió sobremanera. Como si una hubiera reemplazado a la otra, a la santa, que “había huido al desierto”, donde sería protegida por Dios durante los terroríficos tres años y medio que durará la persecución del anticristo (Ap. 12,5).

A mi juicio y para concluir, cada cristiano tiene que sentirse interpelado y advertido por estas dos poderosas imágenes, pues todos somos miembros de ese Cuerpo que es la Iglesia -desde el Papa hasta el último de los bautizados-, y uno por uno tenemos el deber de “presentar a Cristo una Iglesia en toda su gloria que no tenga mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que sea santa e inmaculada” (Ef. 5,26). La santidad y la verdad de nuestra fe jamás podrán conciliarse ni transigir con el pecado y con el error, por leves que ellos sean o parezcan. “¿Pues qué participación entre la justicia con la iniquidad? ¿O qué comunicación de la luz con las tinieblas? Y ¿qué armonía de Cristo con Belial? (2 Cor. 6, 14-15).

Una enorme lección para nuestro tiempo y para nuestras almas. Y, especialmente, para nuestra amada Iglesia Católica, Cuerpo místico de Cristo.

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