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Cientificismo

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Me gusta la ciencia, me gusta su método de conocimiento, esto es, el examen –por vía inductiva y experimental- de las propiedades y aplicaciones de objetos que pueden ser pesados, medidos o contados, y que para ello usa de la magnífica herramienta que es la matemática. La ciencia proporciona así unos extraordinarios beneficios a la humanidad, al facilitar la vida práctica de las personas. Me agrada leer libros divulgativos sobre ella, sobre todo de aquellos aspectos de las ciencias que están, como diríamos, en el borde mismo del objeto de su análisis, tanto en el sentido más grande (el universo), como en el aspecto más reducido (la estructura última de la materia). Y con todos ellos -aunque a veces he tenido que hincar los codos en la mesa para entenderlos-, he disfrutado y sigo disfrutando. Porque allí donde acaba la física, en las orillas mismas de la materia, comienza la metafísica, la cual –de ser ciertas sus conclusiones acerca del ser subsistente y causa no causada- resulta, sin duda, mucho más decisiva para la vida de los hombres que los beneficios para nuestro confort que nos reportan las aplicaciones diarias del conocimiento científico. La física, en definitiva, me gusta, pero la metafísica me apasiona. Y con ambas me tengo que estrujar bien el cerebro para comprenderlas correctamente.

Sin embargo, he observado con preocupación cierta deshonestidad en algunos científicos que, situados en ese borde exterior o interior, se aventuran a ciertas conclusiones metafísicas en negativo, generalmente negando la existencia de cualquier objeto de conocimiento que exceda de los límites de ambos bordes, o despreciando la osadía de aquellos que pretendan fundamentar metafísicamente el hecho de la existencia de la misma materia, reduciendo, en fin, el conocimiento a la mera explicación o descripción de un sistema materialista cerrado y autosuficiente.  El simpático Carl Sagan lo definió de una manera definitiva en su mítica obra “Cosmos”: “El cosmos (universo) es todo lo que es, todo lo que fue y todo lo que será”. En la misma línea, el mediático Stephen Hawking, proclamó (en su última obra divulgativa “El gran diseño”) su fe cientificista al afirmar, nada más y nada menos, que la muerte de la filosofía.     

Pero con todos los respetos a esos excelentes científicos que fueron Carl Sagan y Stephen Hawking, eso no es ciencia, sino cientificismo; en definitiva, es una filosofía, o más concretamente, una pésima filosofía porque no pretende explotar el raciocinio humano hasta los últimos límites, sino expresar su rotundo fracaso mediante un intolerante acto de fe: el único conocimiento válido es el científico materialista strictu sensu…y punto. Sólo existen la materia, la energía, el espacio y el tiempo como objetos físicos, y sólo la ciencia puede versar sobre ella. Y la filosofía que no moleste con dudas, que se limite a merodear por sus contornos, y que no se atreva a reiterar las pesadas e irresolubles preguntas del pasado acerca de fundamentos últimos de la realidad.

Sin embargo, el mero sentido común nos asegura de que existe algo que llamamos mente (o espíritu), y que tiene unas inmensas potencialidades cognoscitivas por la vía de la abstracción (universalizando lo particular de la cosa material, ascendiendo a causas primeras, buscando causas últimas, y explorando lo necesario tras lo contingente), amén de potencialidades creadoras (a través de la belleza de la obra artística o intelectual). También nos dice que conceptos como “verdad”, “bien” o “belleza –que sólo un loco niega que existan- no encajan en una visión estrictamente materialista y, finalmente, nos recuerda que todos los hombres usan –para la ciencia y la mera vida corriente- de ciertos principios son en rigor indemostrables (como el principio de identidad, de contradicción o de causa-efecto), y que si no los atendiese se haría imposible no sólo la ciencia, sino la misma vida humana. Hay, pues, más vida tras el cientificismo materialista. Muchísima más.  

El cientificista nos argüirá, desenterrando el mantra kantiano de que las conclusiones intelectuales a que llegamos por ese camino son indemostrables noúmenos, y que por tanto sólo hay que atender a la certeza que dan las ciencias, y que si, como sucede, la ciencia nos ayuda a vivir más y mejor aquí, para qué necesitamos otras cosas. Kant –según el cientificista- fijó para siempre los límites del conocimiento, y conceptos como yo, mundo o Dios son meros noúmenos, es decir, conocimientos razonables, pero inasequibles a la experiencia empírica y por tanto no demostrables.    

Habría que responder a ello que, aun admitiendo que fuera cierto el sistema de Kant (que en España fue criticado por Balmes en su extraordinaria Filosofía Fundamental), en todo caso, el filósofo prusiano nunca llegó al disparate del cientificista moderno, que concluye falazmente en que al no poder verificarse de manera empírica el noúmeno, se deduce su inexistencia o, al menos, su irrelevancia para determinar y condicionar cómo vivir. Y por lo tanto “comamos y bebamos que mañana moriremos” (1 Cor. 15,32). De hecho, Kant asumió una vía más allá de la razón pura -la razón práctica- para poder admitir la verdad del noúmeno más importante, Dios.

Por tanto, el cientificismo jamás podrá, desde su cerrado esquema a priori, contestar satisfactoriamente a determinadas preguntas sobre la existencia humana (las más decisivas). Por eso no es comprensible eliminar esas indagaciones del pensar humano (como parece que se pretende hoy, desde ámbitos académicos y mediáticos), sino que procede profundizar en otras vías, en los ricos caminos por el que han transitado los grandes filósofos de la humanidad (especialmente los que respetaron la objetividad de la realidad, y no cayeron en esos errores monumentales del idealismo o del positivismo).

Parece muy poco científico, en suma, no aventurarse en caminos –más allá de la materia- para buscar un conocimiento que puede ser verdadero, y que tantas luces dio en filosofías antiguas como la de Santo Tomás de Aquino. Un conocimiento que, además, es más decisivo que el que nos aporta la ciencia, porque –de ser ciertas las conclusiones a las que se puede llegar por ese razonable camino- ampliaría el objeto del conocimiento de una manera vertiginosa. La ciencia es útil, aquí y ahora; pero aquel conocimiento, aparte de ser útil para la vida, aquí y ahora (en cuanto la fundamenta rotundamente), nos abre la puerta de un mundo nuevo, para cuyo conocimiento vale la pena arriesgarse a transitar.  Es más, negaríamos el mismo hecho de ser hombres si cerrásemos la puerta a filosofar, a buscar la primera y última causa del ser.   

El cientificismo, en conclusión, no es ciencia sino filosofía…y de la peor; es suicida, es filosofía que se niega a sí misma. Sin embargo, es frecuentísimo oír hoy por muchos ámbitos, sobre todo universitarios, ese eco cientificista, y si alguna vez alguien tiene la funesta manía de pensar más allá de los esquemas puramente materialistas, se le llama iluso o se le espeta que pierde el tiempo.  El cientificista del siglo XXI es el heredero del positivista del siglo XIX, e intenta poner las últimas tachuelas al ataúd de la filosofía, que Comte comenzó a colocar.

Afortunadamente, el hombre por naturaleza es curioso (su espíritu lo es), y se cuestiona los sistemas que pretenden encerrarle, con la ayuda del ambiente mediático, en una vida meramente sensitiva e ínfima.  Incluso en nuestra época, donde el ser humano de manera preocupante ha descendido a niveles animalescos en su vivir y en su pensar, por cada clavo que eche un cientificista al ataúd de la filosofía, habrá muchos más que con alicates en la mano, arranquen esos clavos. Porque muchos tenemos aún la esperanza de abrir definitivamente la caja de nuestra existencia y confirmar, algún día, lo que intuíamos con casi absoluta seguridad en nuestra vida en la tierra. Que existía la verdad, el bien y la belleza, con una peculiaridad: que había que escribirlas en mayúsculas.

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