28 de junio

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A los reyes y gobernantes de las naciones del pasado nunca se les hubiera ocurrido señalar algún día del calendario para conmemorar el hecho mismo de la comisión de ciertos comportamientos improductivos de una parte  minoritaria de sus súbditos, y que, de generalizarse, contribuirían al colapso de la sociedad en la que mandaban. Aunque aquí habría que hacer una distinción entre fines y medios, y precisar que en muchas sociedades paganas se celebraron festivales sacros en los cuales y con la meta de lograr un objetivo en principio bueno -la alabanza y gloria de los dioses (del concepto que tenían de lo divino)-, todo desenfreno se permitía y se implementaba. En efecto, las «Bacanales» en Grecia o las «Saturnales» de Roma eran celebradas en abril y diciembre respectivamente, y allí se desmadraban mujeres y hombres con todo tipo de excesos, pero tenían como último fin el culto a divinidades paganas, Dioniso o Saturno. Es decir, el motivo principal era religioso, aunque habría que aclarar -como nos recuerda San Agustín- que siendo los dioses paganos el equivalente a los demonios de la fe judeocristiana, en última instancia se adoraba a Luzbel, el primero de los diablos. De ahí que esos fastos se acompañasen de embriagueces, de orgías y de despiporren. La celebración de la festividad implicaba, por tanto, un serio pecado, pero matizado por la ignorancia en la vivían los paganos. 

En definitiva, aún con el error, con la ignorancia y con la barbarie de los pueblos que no conocieron a Cristo, todas sus festividades tenían como meta complacer a los dioses en los que ellos creían. No escatimaban en medios como vemos en el caso de los aztecas, los cananeos o los cartagineses cuyas celebraciones generaban una espeluznante efusión de sangre humana, sin excluir la de los niños. Los procedimientos eran repugnantes pero el fin que pretendían -abstrayéndose de esos métodos criminales- era legítimo, pues respondía al principal deber de cada hombre y cada sociedad -inserto en lo más profundo del corazón de ambos- de adorar y ofrecer sacrificios a Dios, se concibiese éste como se concibiese.           

Por la misericordia de Dios, los tenebrosos tiempos del paganismo se clausuraron con la venida de Cristo, y ya no es excusable ni la inmoralidad de los medios ni la deformación en lo que se entiende por los fines. El cristianismo no sólo trajo la religión verdadera, sino que purificó la razón con la más sensata filosofía, elevó la naturaleza del hombre al introducirle en el ámbito sobrenatural de la Gracia, y le dotó de herramientas divinas –los sacramentos- para perseverar en la lucha contra los tres enemigos coaligados desde la caída de Adán: el mundo, el demonio y la carne. Y por supuesto estableció la máxima de que el fin no justifica los medios. El amor de Dios al hombre logró el asombroso milagro de quitarnos un peso que nos aplastaba muy superior a nuestras fuerzas, levantarnos y hacernos verdaderamente libres -auténticamente hombres-, como de manera magistral expresó San Pablo en esa carta magna de la libertad cristiana que es la Epístola a los Gálatas (sobre todo el Capítulo 5º): «Cristo nos liberó para gozar de libertad; permaneced pues firmes y no os sujetéis de nuevo al yugo de la esclavitud».

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Los Estados Cristianos -incluso aquellos que después traicionaron la fe y abrazaron el laicismo- no pudieron prescindir de ese aluvión de buena nueva, y se reconocieron en el calendario aquellos días donde los cristianos recordaban eventos gloriosos de su religión, dándoles así una eficacia civil.

En todo caso, como apunté al principio, ninguna sociedad pagana había cometido la insensatez de promocionar aquellos comportamientos en principio irrelevantes para el Estado pero, a la larga, disolventes si se generalizaban, como son -desde el punto de vista cristiano- aquellos pecados graves que claman al cielo, y que se engloban con el término de sodomía. Hasta hace escasos años. Porque su reivindicación se ha convertido, en nuestros días, en costumbre política y social (y no es de extrañar que en poco tiempo se transforme en festividad oficial, marcándose con un rotulador rojo el día 28-J).

Más allá de que se usen medios repulsivos -las cabalgatas del orgullo son vomitivas, una apoteosis de mal gusto, una banalización de la inmoralidad sexual-, la novedad de esa farsa radica en el impío fin de felicitarse por un comportamiento que en sí mismo es una ofensa descomunal -y deliberada- a Dios y a sus leyes (de ahí la frecuente aparición en sus cabalgatas de grotescos personajes disfrazados con vestiduras eclesiásticas). 

Ello implica una verdadera revolución, pues nuestras sociedades culturalmente cristianas han superado en degeneración a las paganas, ya que no sólo han eliminado el ideal divino que latía tras aquellas inmoralidades sociales, sino que además hacen mofa de él. Podríamos decir que el demonio,  que estaba detrás de aquellas antiguas fiestas, fomentaba el desmadre general de los paganos y a la vez la piedad hacia sus falsos ídolos. Eliminados éstos y sustituidos por la verdad cristiana, el Adversario ha logrado -tras un trabajo de siglos- resucitar las viejas orgías del Mediterráneo y a la vez encauzarlas hacia la impiedad más absoluta. Esta celebración, de la que casi todo el mundo se hace eco y la aplaude, es la prueba concluyente de su rotundo triunfo en nuestro tiempo. 

Lo más peculiar y llamativo de esta modalidad de pecado publicitado por los poderes públicos, como he anotado, es que ya no existe, como antaño, una distinción clara entre fines y medios, porque ambos son abominables sin paliativos, y en ellos se manifiesta un consciente y absoluto desprecio al Dios verdadero, que nos redimió con su sangre, y a sus Sagradas Escrituras. Y no se rechaza por error al Dios cristiano en favor de otro dios falso, sino que todo este entramado de malicia se hace para la única gloria del hombre que -en pecado y sin Dios y sin su Gracia- sólo es una marioneta del demonio, y como tal, movida por aquel mentiroso (sin excluir su albedrío y su responsabilidad). En definitiva, ha alcanzado la perfecta consumación la promesa que el diablo hizo al hombre y a la mujer en el paraíso: «ser como dioses»; es decir, que su voluntad humana, pervertida en progresión geométrica, sea la exclusiva medida de su moral. Un hombre que, en vez de optar por ser redimido, elige ser un «hijo de la ira por naturaleza» (Ef. 2,3), un «vaso de ira, dispuesto para la perdición» (Rm. 9,22).

Que en ese ambiente insano se cante con jocosidad el «yo soy pecador, pecador, pecador…» es lógico… e inevitable. Ya no se puede afirmar que pecan por ignorancia como los desdichados paganos del pasado. Se confirma que, en efecto, nos encontramos ante hombres que, lejos de despreciar lo que ignoran, conocen muy bien aquello de lo que se burlan: la costosa redención de Cristo, pues no hubo, no hay y no habrá un hombre por el que no sufriese Jesús. Pero ellos «cuanto es de su parte, crucifican de nuevo al Hijo de Dios y le exponen a pública ignominia» (Hb. 6, 4-6).

Concluyo. Ante este estado de cosas, aún quedan firmes ciudadanos -cada vez menos- que conservamos el sentido de la decencia y el buen gusto, y nos negamos a comulgar con ruedas de molino, a tragar tal inmundicia, y a asumir como normal lo que es anormal, como natural lo que es antinatural y -lo que es más grave- como amor lo que no es sino un pecado grave que clama al cielo. Y no se me malinterprete, no hablo de personas concretas con tendencias homosexuales -muchos de ellos cristianos y hermanos en mi misma fe-, que a lo largo de su vida, como cualquier hijo de Dios, deben dominar los malos instintos que les tientan y les llevan al pecado, porque en ese sentido todos somos exactamente iguales, pecadores necesitados de redención (y quien esté libre de pecado que tire la primera piedra). Hablo de aquellos impúdicos exhibicionistas y sus lobbies a los que uno de los más grandes poetas españoles del siglo XX -que por cierto tenía tendencias homosexuales-, se refirió avant la lettre con esta impresionante denuncia:

«Por eso no levanto mi voz, viejo Walt Whitman / contra el niño que escribe nombre de niña en su almohada, / ni contra el muchacho que se viste de novia / en la oscuridad del ropero, / ni contra los solitarios de los casinos / que beben con asco el agua de la prostitución, / ni contra los hombres de mirada verde / que aman al hombre y queman sus labios en silencio. / Pero sí contra vosotros, maricas de las ciudades, / de carne tumefacta y pensamiento inmundo, / madres de lodo, arpías, enemigos sin sueño / del amor que reparte coronas de alegría»

(Federico García Lorca. Poeta en Nueva York. Oda a Walt Whiman).

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