Cómo evolucioné en el tema del matrimonio homosexual, por Matthew Schmitz

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Sobre los significados de la vida fuertemente entrelazados, por Matthew Schmitz (Agosto 2014).

Como joven cristiano, llegué a la universidad en otoño del 2004 con algunas de las típicas dificultades intelectuales: la evolución, la Creación, la autoridad de la Escritura, y más. Pero podía reflexionar acerca de estos temas sin ser perturbado, trabajándolas en mi lectura personal más que en debates. Nadie me estaba preguntando «¿dónde estás parado?». Con el matrimonio homosexual en el horizonte, eso pronto cambió. Era el tiempo en el que se suponía que todo el mundo tenía que evolucionar, y lo hizo, solamente que no en la dirección en la que debía. Al contrario que muchos otros jóvenes cristianos, aprobar las uniones homosexuales como matrimonios, nunca se presentó como una posibilidad para mi. Jesús preguntó a sus discípulos: «¿No habéis leído que Aquél que los hizo en un principio los hizo varón y hembra, y por esta razón un hombre deberá dejar a su padre y a su madre y unirse a su esposa, y los dos se convertirán en una carne?» (Mateo 19;4). Pues si, lo había leído. Lo que no había valorado es qué tan fundamental es esta enseñanza para los cristianos. Desafiado por mis compañeros, me comencé a orientar de manera más profunda hacia la Biblia. La diferencia de sexos está tejida a través de toda la Escritura. Como N.T. Wright dijo en una entrevista reciente, el Génesis comenzó con «parejas complementarias que están destinadas a trabajar juntas», el cielo y la tierra, el mar y la tierra seca, hombre y mujer. El matrimonio es la gran señal de la Escritura de cómo estos complementos pueden estar reconciliados en sus diferencias, que es la razón por la que Cristo llama a la Iglesia su «Esposa», y describe nuestra salvación como un banquete de bodas. Tira del hilo de la diferencia sexual, y te arriesgarás a desenredar todo. La vida universitaria presentaba una visión diferente acerca del sexo. Aventurados en un ebrio mar de encuentros casuales, mis amigos y yo experimentamos lo que la escritora homosexual cristiana Eve Tushnet ha llamado «el gran destejimiento», la separación de sexo y procreación, cohabitación y compromiso. El atractivo de esa separación está claro: anhelamos el contacto íntimo aún cuando somos incapaces de asegurarlo con compromiso personal. Cuando el sexo es visto como un bien universal desvinculado de lo que una vez lo acompañó, negárselo a quien sea parece un acto terriblemente cruel. Sentí el tirón de la marea de la vida universitaria (¿quién no?), pero mis pensamientos me llevaban a otro sitio. Por algún motivo, me topé con el ensayo de la filósofa Elizabeth Anscombe, llamado «Anticoncepción y Castidad«. Presentaba un desafío: ¿Cómo podía rechazar el sexo homosexual si no rechazaba la anticoncepción?, Ascombe afirma que «no hay razón por la cual, por ejemplo, el «matrimonio», deba ser entre personas de sexos opuestos.» Así que justo cuando mis compañeros estaban empezando a aceptar el matrimonio homosexual, me encontré en la curiosa posición de estar dudando acerca de los anticonceptivos. ¡Ésta no es la manera en la que debería de funcionar la educación universitaria! Ascombe me aclaró que la enseñanza cristiana acerca del matrimonio homosexual no es una directiva de soledad que cae de manera pesada en un solo tipo de personas, sino que es parte de una visión más comprensiva de que el bien posee dificultades, pero también abre posibilidades para todos. Para mi graduación en el 2008, la Prop 8 (propuesta gubernamental) estaba en las noticias, y el matrimonio homosexual era EL tema. Recuerdo recibir un correo de un amigo que había salido del armario. Me expresaba confusión, rabia, y más que un poco de «justicia por su propia mano» en una concepción del realidad que a él le parecía «atrasada». Le respondí diciéndole lo mucho que lo quería, lo agradecido que estaba con él por las veces que me había permitido llorar en su hombro. Pero lo desafié. ¿En verdad creía que todos los que pensaban como yo era fanáticos? Nunca me contestó. No fue una evolución fácil. Muchas veces me sentí aislado o a la defensiva. Estaba cansado de tener que disculparme por mis opiniones sin apoyo de nadie en mi círculo. El problema se solucionó por sí mismo: mi círculo se encogió. Y mi lectura se amplió. Una fuente a la que recurría para amistad intelectual era Nicolás Gómez Dávila, un aforista colombiano que me ha ayudado a ver más allá de los clichés de nuestro tiempo. Los «méritos» de los argumentos en defensa del matrimonio homosexual, los que existen en la actualidad, están oscurecidos por un movimiento superficial y extremadamente retórico. Sus defensores piensan que el «progreso» es inevitable, que la historia solo gira en un sentido. En contra de esa vanidad, Gómez Dávila pronuncia una discreta advertencia: «el tonto no se inquieta cuando le dicen que sus ideas son falsas sino cuando le sugieren que pasaron de moda.» Acusando a alguien de estar en el lado incorrecto de la historia no dice nada acerca de si ese alguien está en el lado correcto de la argumentación. Es una mera amenaza, y bastante superficial. La historia es un ejecutor arbitrario. Apuntalado contra la retórica superficial de aquellos con los que discrepaba, empecé a reconocer algunas deficiencias en mi propio discurso. La retórica de los derechos girada tan efectivamente contra el mal del comunismo, aún demuestra su fuerza en la lucha para terminar con el asesinato de los no nacidos.  A pesar de todo su empuje, el discurso sobre los derechos es poco efectivo cuando se trata de explicar la finalidad y sentido del matrimonio. Aún la apelación al derecho de un niño a ser criado por un padre y una madre no necesariamente triunfará. Muchos de mis maestros encontraron en el lenguaje del liberalismo un aliado natural a su afirmación en verdades morales atemporales, pero mis amigos de ideas afines y yo, veíamos este lenguaje con más reservas. Los cristianos sufren «afasia moral» en el tema del matrimonio homosexual. ¿Será porque se han convertido en liberales monolingüísticos? Como muchos otros cristianos jóvenes, comencé a sentir la necesidad de un nuevo vocabulario, uno que pudiera hablar acerca de la comunidad tan elocuentemente como de la individualidad y que pudiera presentar los límites del amor y la disciplina como deseables. Confrontando el tema del matrimonio homosexual, fuimos empujados hacia el tradicionalismo y el localismo. Nosotros, los disidentes del consenso, no éramos los únicos sintiendo su tirón. El éxito indie del 2009 fue una chispeante pista del grupo Animal Collective. La canción dice «solo quiero cuatro paredes y losas de adobe para mis niñas», jurando «proveer para ellas cuando me lo pidan…con mi corazón en la tumba de mi padre.» ¡Corazón en la tumba de mi padre! Brooklyn entero se gritaba la declaración más «a todo pulmón» de sentimiento conservador de la última década. Cuatro años más tarde, Ezra Koenig, el vocalista de Vampire Weekend, promovía su nuevo álbum hablando acerca de «Retorno a Brideshead» y la necesidad de «pensar más seriamente acerca de tu vida y tu fe.» Le dijo a uno de los entrevistadores, «he aprendido lo provinciano que soy…se supone que deberías de ser un ciudadano del mundo pero luego te das cuenta que éso es una cosa estúpida a la que aspirar.» Incluso aquellos que ven el sexo como separable del matrimonio quieren una vida en la que los significados de la vida están tejidos más fuertemente. Volví a la universidad el mes pasado y me topé con un viejo amigo que se había comprometido recientemente con su novio. Los dos me preguntaron acerca de mi trabajo y, conociendo la orientación pública de este periódico (First Things), me preguntaron de una manera encantadora y gentil lo que yo pensaba que las parejas como ellos deberían de hacer. Estábamos mirando en direcciones contrarias, y admití que probablemente yo era incapaz de ofrecer una respuesta satisfactoria en este punto. Tampoco soy optimista de lograrlo aquí, pero aún así, dejadme intentarlo. Una semana antes del reconocer a mi amigo, estaba sentado en la misa de una boda escuchando la lectura de una oración escrita por la novia y el novio. Decía que «todos aquellos llamados a la generosidad de la soltería o el celibato…podrían inspirar a (el nombre de la novia y el novio), por su conformidad con Cristo, y que siempre encontrarían en ellos a unos muy devotos amigos, y en su casa, un segundo hogar.» La oración me conmovió, en parte porque yo mismo había estado pasando por un periodo de soledad, pero también porque me recordó que el movimiento por el matrimonio gay tiene la razón al demandar que la institución sea más incluyente. En donde se equivoca es en suponer que ésto puede hacerse asegurando un derecho al matrimonio sin obligaciones, más que insistir en el deber de cada hogar de convertirse en un sitio de bienvenida. No podemos ni debemos rediseñar el matrimonio bajo la ilusión de que éste directamente puede incluir a cualquiera. Necesitamos más de una forma de solidaridad. A pesar de mi evolución excéntrica acerca del matrimonio homosexual, he sido lo suficientemente afortunado como para disfrutar cierta solidaridad fugitiva con aquellos cuyos caminos difieren del mío. Una extraña porción del descubrimiento intelectual y crecimiento en la amistad que he disfrutado estos últimos años se ha producido, no a pesar, sino a consecuencia de las vejaciones en el debate de matrimonio homosexual. Aquellos con los que difiero me han ayudado a ver cómo las hebras de la ética sexual cristiana se combinan para formar un gran tapiz, cuyos patrones serían mucho más oscuros si no me hubieran incitado a pensar cómo el sexo se conecta con la Escritura, la naturaleza, la cultura. Por ello, estoy en gran deuda con ellos. Espero que durante los próximos años, pueda hacer algo para pagarlo de vuelta. Mathew Schmitz, subeditor de First Things. Traducción de Infovaticana

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