Un texto argentino que vale la pena leer

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Mio Cid: el Señor, las virtudes, y la hispanidad siempre vuelven.

        Hace unos años, en un colegio con apariencia de confesional, le pregunté a una profesora de Literatura, de jóvenes de 15 a 16 años, si estudiaban el Cantar de Mio Cid. La respuesta, con aire de suficiencia digna de mejor causa, fue contundente: No, padre, ya no. ¿Qué puede decirle a un joven del siglo XXI una obra tan antigua? Inútiles fueron todos mis intentos por convencer a la ignara enseñante. ¡Como si la fe, el honor, la nobleza, la caballerosidad, la hispanidad, y el sentido heroico y trascendente de la vida debiesen sufrir, sí o sí, un destierro muchísimo más grave que el de Rodrigo Díaz de Vivar, el Campeador! ¿También el Evangelio, con dos mil años de Escritura, es una antigualla? ¿O no es, acaso, lo más actual, ya que en cada momento es Palabra del Señor, que sana y salva?

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        Salí hacia el patio con una hiriente sensación de impotencia, al ver cómo se perpetúa contra las nuevas generaciones una estafa tan artera, como pacientemente planificada por el globalismo sin Dios, sin naciones, y sin familia. Y que odia, especialmente, a la Hispanidad; más allá de la ignorancia –con, o sin culpa propia- de profesores como la citada. Y, aunque indignado, evoqué con emoción mi primer año de secundaria, en el Colegio Sagrado Corazón de Jesús, de Rosario, en 1974 (¡hace cinco décadas!); en el que la profesora de Lengua, y Literatura, María Marta Rubullotta, nos hacía recitar en el frente estrofas enteras del célebre Cantar. Por supuesto, eran tiempos en que los profesores no jugaban a ser pibes; ni los pibes, profesores. Y en que, desde el respeto y la obediencia, se accedía a una relación de maestro –alumno (¡gracias a Dios, “asimétrica”, como se diría hoy), en la que cada uno asumía su propio rol. Ciertamente, no se tomaba el “pasar al frente” como una suerte de castigo, o de exposición a las burlas ajenas. Muy por el contrario, eran ocasiones extraordinarias para romper el “miedo escénico”, demostrar los saberes adquiridos y, también, para retemplar el espíritu ante cualquier hostilidad del “público”.

        Disfrutaba muchísimo, entonces, de aquellas ocasiones. Y aunque perezoso en extremo, en aquellos turbulentos años adolescentes, mi amor por las letras –heredado por vía paterna- podía más. Y no solo leía la obra para aprobar la materia; en mi casa la releía, una y otra vez, con inocultable fruición. Y, por si fuera poco, vibraba con los programas de catch, para niños y jóvenes, en los que el propio Cid era encarnado por robustos luchadores. Y no solo quería ser, como el Campeador, un héroe capaz de conquistar al mundo. También, de a poco, iba conociendo más y más las tácticas de los enemigos; para saber enfrentarlos. Vendrían, luego, “Don Quijote de la Mancha”, de Miguel de Cervantes Saavedra; nuestro argentinísimo “Martín Fierro” (la “Biblia gaucha”), de José Hernández; “Don Segundo Sombra”, de Ricardo Güiraldes, y otros libros excepcionales, que alimentarían nuestros más hondos ideales. Aquellos héroes nos seducían con su bravura, y convicciones; y, ni de lejos, nos parecían “pasados de moda”.

        Con otros profesores, en distintos establecimientos, obtuve respuestas similares a la de nuestra despistada docente. Pero, gracias a Dios, encontré otros enseñantes que, contra viento y marea, y pagando costos bien altos –incluidos el desprecio de sus colegas, y hasta la cesantía, por ser “políticamente incorrectos”-, no se dejaron humillar por el totalitarismo “educativo” de la izquierda, y los “libres pensadores” … Fue, con ese contexto, un verdadero triunfo, en 1999, con ocasión del centenario del nacimiento de Jorge Luis Borges, y el padre Leonardo Castellani, –frente a los oficialistas y múltiples elogios a la obra borgiana, y el ninguneo absoluto al otro escritor-, haber incluido algunas referencias a la también trascendente obra del jesuita argentino. Y, en el colmo de mi satisfacción, comprobar, por ejemplo, cómo los adolescentes se fascinaban con los cuentos castellanianos; y sus enseñantes se quedaban boquiabiertos ante su prosa y versos. Muchos de ellos, incluso, jamás habían sentido hablar del santafecino miembro de la Compañía de Jesús.

        Con los años posteriores, como seminarista y sacerdote, fui comprobando cada día aquella máxima de Chesterton: Quitad lo sobrenatural, y solo quedará lo antinatural. Y, ante tanto despliegue pornográfico de depravación, salvajismo, hedonismo a ultranza, violencia, e insensibilidad sin límites, es una bocanada de aire puro ver a tantos jóvenes indignados ante la catástrofe antropológica; nacida, en buena medida, de la estafa educativa, y el perverso “prohibido prohibir”. Y hoy día, gracias a Dios, son cada vez más los adolescentes que, por propia subsistencia, van comprendiendo que, cuando se los busca reducir a partes de su cuerpo, especialmente de la cintura hacia abajo, son víctimas de un atroz totalitarismo, destinado a aniquilarlos. Y, así, van reaccionando ante el pensamiento único del mundialismo, que busca dejarlos sin raíces; e imponerles ser “rama estéril y podrida, digna solo de la hoguera”, como dijera el sapientísimo José María Pemán, en su poema “En tiempo de sementera”. Y aunque sigan padeciendo la ignorancia supina, y la ideología de no pocos de sus “maestros”, tienen hoy los recursos suficientes como para abrir sus ojos; y no ser parte de una manada suicida. Y no quieren, ni de lejos, que la “inteligencia artificial” los remplace, y los deseche. Y sí valerse de su inteligencia, para ser distintos; verdaderos trasgresores en un Occidente en plena decadencia –a este ritmo, con fecha cierta de vencimiento-, que solo les propone “pasarla bien”, sin ser buenos y, más aun, santos.

        Venía meditando sobre esta problemática, días pasados en el subte (metro) porteño, en hora pico, cuando ¡oh sorpresa!, vi una joven que, absorta, leía al Cid. Y era, en verdad, absolutamente distinta; con ese contexto de rehenes de sus dispositivos móviles, y de idos en sus músicas, muy probablemente de escasos y hasta nulos méritos artísticos. Sí, en verdad, fue una adolescente diferente, en una mañana particular; en la que volvió a ratificarse la perennidad de la obra castellana. No se equivocaba Kioto al afirmar que “las grandes obras de las instituciones las sueñan los santos locos, las hacen los luchadores natos, las disfrutan los felices cuerdos, y las critican los inútiles crónicos”.

        Tomé –como pude, entre apretujones y trastabilladas del concurrido medio de trasporte- una fotografía de la escena; y, muy pronto, la publiqué en mis redes sociales. No poca sería mi sorpresa cuando una profesora de Literatura, al agradecerme haberlo hecho, me dijo que ella les enseña el Cid a sus alumnos; y que nota, en varios de ellos, un entusiasmo especial en su lectura. Y, entonces, escribí: “No todo está perdido, ni mucho menos. De ningún modo puede decirse que ‘la juventud está perdida’. Porque, detrás de los jóvenes que se ‘pierden’ hay varios adultos perdidos que buscan arrastrarlos, también a ellos, hacia el abismo”.

        Que haya jóvenes que lean el Cid es una señal de clamorosa esperanza para esta civilización en ruinas. Y aunque se diga, con verdad, que “son, tan solo, una minoría”, recordemos que un Maestro errante, y sus doce limitadísimos apóstoles, cambiaron el planeta; y marcaron un antes, y un después en la Historia. Es el mismo Jesús, modelo perfectísimo del Cid, y de todos los héroes habidos, y por haber, quien hoy también nos repite: En el mundo tendréis que sufrir; pero tened valor: yo he vencido al mundo (Jn 16, 33). Y eso, lejos de “pasar de moda”, es un llamado apremiante para todos; en particular para los jóvenes que buscan huir de todas las manipulaciones, y demagogias de sus adultos.

+ Pater Christian Viña

 

La Plata, martes 16 de abril de 2024.

Santo tiempo Pascual. –

 

Comentarios
3 comentarios en “Un texto argentino que vale la pena leer
  1. Tienen razón los comentaristas y, por supuesto, el Pater Christian Viña con su excelente artículo. Pero hay que tener en cuenta que precisamente en los últimos años no son pocos los profesores que amplían las esperanzas de los que aún no hemos perdido el norte de nuestra realidad histórica. Muchas eminencias lógicas son odiadas (cuando no ninguneadas por las universidades y centros docentes, porque han caído en la «incorrección política». ¿Qué son, si no, María Elvira Roca Barea, Jean Dumon, Marcelo Gullo , Patricio Long, Montejano y un larguísimo etcétera. Sin podernos olvidar de la Revista Verbo (de la Fundación Speiro) liderada por Miguel Ayuso Torres y todo sus colaboradores. Y ¡cómo no! el mismo Fernández de la Cigoña. No son pocos los jóvenes universitarios que ya están pensando en línea recta. Me consta

  2. Sería hora de volver a releer o redescubrir al catedrático López Quintás y su obra «Vértigo y Ëxtasis», para volver a enseñar a nuestros jóvenes y no tan jóvenes cómo y qué leer. Unas experiencias llevan a la larga al sujeto a uno u otro lado del título de la obra, con consecuencias muy dispares. Y desde luego deberían estudiarla muchos docentes que buscan el verdadero bien de sus alumnos.

  3. Primero: el «Poema de Mio Cid» es una obra maestra. Segundo: en España no se lee desde hace unos treinta años, cuando se suprimió del tercer curso del bachillerato antiguo. Tercero: mi profesor de literatura medieval era especialista en hacer odiar la literatura medieval (conmigo no lo logró). Cuarto: dado en nivel académico de los alumnos españoles, como mucho podrían leer un cuento (y no muy largo) so pena de no entender ni una palabra. Quinto: desconozco si los actuales filólogos españoles se ven obligados a leerlo, pero mucho me temo que no (dado su ínfimo nivel, que no les da ni para leer un relato de Chesterton).

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