‘La ley… ¿qué es la ley y qué ley obli­ga?’, por Manuel Herrero, obispo de Palencia

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Es­ta­mos vi­vien­do días con­vul­sos en Es­pa­ña a cau­sa del de­seo de la in­de­pen­den­cia que al­gu­nos quieren para Ca­ta­lu­ña.

Al igual que des­de hace unas se­ma­nas todo el mun­do pide diá­lo­go, diá­lo­go, etc., hay mu­chos que aludimos a la ley, que se cum­pla la ley, etc. Al que no quie­re un diá­lo­go de sor­dos o au­tén­ti­co le ta­chan de in­tran­si­gen­te y no de­mó­cra­ta, y al quie­re el im­pe­rio de la ley le lla­man dic­ta­dor, per­so­na no dialogante. Tam­bién es ver­dad que cada uno so­le­mos es­co­ger la ley que nos agra­da, y sal­tar­nos aque­lla que nos des­agra­da y usar la ley para ti­rár­se­la al otro.

¿Qué es la ley?

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Sin duda, toda per­so­na se guía o debe guiar­se por los va­lo­res. No me re­fie­ro a los va­lo­res que co­ti­zan en el mer­ca­do del Ibex 35, ni el res­to de los va­lo­res de la Bol­sa. Me re­fie­ro a los va­lo­res mo­ra­les. El va­lor es aque­lla reali­dad que una per­so­na o un gru­po es­ti­ma por­que le apor­ta sa­tis­fac­ción au­tén­ti­ca, es desea­do por­que po­si­bi­li­ta el desa­rro­llo per­so­nal o gru­pal, res­pon­de a los de­seos más ín­ti­mos del ser hu­mano y del gru­po y, ló­gi­ca­men­te, es pre­fe­ri­do fren­te a otros po­si­bles me­dios o ac­cio­nes. Así ha­bla­mos de la felicidad, la fa­mi­lia, la vida, el ho­nor, la fra­ter­ni­dad, la ver­dad, la paz, la igual­dad, la li­ber­tad, el amor, la jus­ti­cia, los bie­nes ma­te­ria­les, los bie­nes eter­nos, etc. Los dis­tin­tos va­lo­res lle­van a la pluralidad de culturas.

Los va­lo­res de las di­ver­sas cul­tu­ras va­rían. La ley es una ex­pre­sión de la es­ca­la de va­lo­res que un gru­po, una so­cie­dad, una na­ción ad­mi­te y quie­re que rija su vida en co­mún para que esta sea po­si­ble y res­pon­da a las ne­ce­si­da­des pro­fun­das. La ley des­pués ten­drá que ser asu­mi­da li­bre y res­pon­sa­ble­men­te por la concien­cia rec­ta­men­te for­ma­da.

San­to To­más de­cía que la ley su­po­ne or­de­na­ción de la ra­zón, di­ri­gi­da al bien co­mún, y pro­mul­ga­da por el que tie­ne a su car­go la co­mu­ni­dad. Dos, por tan­to, son las no­tas: or­de­na­ción ra­cio­nal que hace relación a la dig­ni­dad del ser hu­mano, es de­cir, se­rán jus­tas si se ajus­tan a la dig­ni­dad hu­ma­na y la favore­cen, y el bien co­mún, que mira al bien de cada uno, al bien del hom­bre in­te­gral­men­te con­si­de­ra­do, y al de toda la co­mu­ni­dad. Y una ter­ce­ra nota: pro­mul­ga­da por el que tie­ne la au­to­ri­dad le­gí­ti­ma, no el que tie­ne el po­der que lo pue­de ha­ber ob­te­ni­do por la fuer­za, el en­ga­ño, la opre­sión, sino la au­to­ri­dad legí­ti­ma que vie­ne del re­co­no­ci­mien­to y el res­pal­do del pue­blo.

Un sis­te­ma le­gal debe bus­car siem­pre lo que ra­cio­nal­men­te es bueno para re­co­no­cer real­men­te, no sólo en el pa­pel, la dig­ni­dad hu­ma­na. No lo que en este mo­men­to esté de moda, o im­pon­ga una ideo­lo­gía o un gru­po de pre­sión del signo que sea. Tam­bién debe bus­car siem­pre el bien de to­dos, no de unos po­cos, los “pri­vi-le­gia­dos” -(ley pri­va­da)-, sin pre­fe­ren­cias de per­so­nas, y, de ha­ber­las, de­ben ser para las más ne­ce­si­ta­das y des­fa­vo­re­ci­das, las des­car­ta­das de la so­cie­dad por la in­jus­ti­cia de los de­más, las mi­no­rías ex­clui­das por ra­zón de raza, de re­li­gión, con­di­ción o co­lor o por lo que sea.

La ley pri­me­ra, no es­cri­ta y que to­dos los hom­bres lle­va­mos en el in­te­rior, es la de: “tra­ta a los de­más como quie­res que ellos te tra­ten”, o “no ha­gas a los de­más lo que no quie­res que te ha­gan a ti”. Este prin­ci­pio es el que debe re­gir toda la con­duc­ta del hom­bre y de los pue­blos.

Una ex­pre­sión será los Diez Man­da­mien­tos, o, me­jor, las Diez Pa­la­bras que re­co­gen en sín­te­sis la alian­za en­tre Dios y su pue­blo. Una más sin­té­ti­ca es la nos ofre­ce el Se­ñor: “Ama­rás al Se­ñor, tu Dios, y con toda la men­te, con todo tu co­ra­zón, con toda tu alma, con toda tu men­te. Este es el ma­yor y pri­mer man­da­mien­to. El se­gun­do es se­me­jan­te a este: ama­rás al pró­ji­mo como a ti mis­mo” (Mt 22, 37-39). San Agus­tín dirá: “Ama y haz lo que quie­ras, por­que de esta raíz no pue­de sa­lir sino el bien”.

Las le­yes pue­den ser in­jus­tas mo­ral­men­te ha­blan­do cuan­do no res­pe­tan la dig­ni­dad del hom­bre, que es tam­bién tras­cen­den­te; se­rán in­jus­tas tam­bién, si no res­pe­tan el bien co­mún o cuan­do han sido da­das por un po­der que se ex­ce­de en sus com­pe­ten­cias. En­ton­ces ha­brá que cam­biar­las. Pero si la ley es jus­ta, hay que res­pe­tar­la y ha­cer­la res­pe­tar. Sin ley no po­de­mos vi­vir en so­cie­dad; de otro modo im­pe­ra­ría la ley de la sel­va, don­de el gran­de se come al chi­co, no es po­si­ble la con­vi­ven­cia y don­de la vida de cada uno y de to­dos está per­ma­nen­te­men­te en pe­li­gro, so­bre todo la de los más pe­que­ños e in­de­fen­sos.

El que quie­ra en­ten­der que en­tien­da.

+ Ma­nuel He­rre­ro Fer­nán­dez, OSA
Obis­po de Pa­len­cia

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