Tres días eternos

Cristo Jesús La Pasión
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Cortesía de la edición española de Magníficat

Tres días eternos: por Enrique García Máiquez

El centro exacto de la historia de la humanidad es la pasión de nuestro Señor, su muerte y su resurrección. Para que una semana o incluso menos —porque todo (Todo) pasó en poco más de tres días— abrace por completo las vicisitudes del universo, a pesar de estar concentrado en un fugaz instante del tiempo (la Pascua judía del año 33, aproximadamente) y en un espacio geográfico muy delimitado, en Jerusalén, se tuvieron que dar los máximos extremos. Fue el episodio más terrible de la historia, y el más glorioso. El más bajo. Y el más alto. Nada queda fuera, por tanto, de sus dimensiones. 

Resulta esencial entenderlo para que no pensemos que esta Semana Santa es una conmemoración 2024 veces repetida de lo que aconteció hace tantísimos años. Por el contrario, su trascendencia es constantemente contemporánea. Para ello hay que entender esas dimensiones contradictorias. Como los brazos paradójicos de la cruz, según decía Chesterton, que se pueden extender más y más, pero la cruz nunca deja de ser una cruz con su centro en su punto exacto, la Semana Santa es el momento más terrible de la historia, pero también —gracias a la resurrección— el más gozoso. Estamos ante el hecho literalmente crucial, todo gira alrededor de él. Stat Crux dum volvitur orbis. En su Libro de la Pasión lo declara así el sacerdote y poeta chileno José Miguel Ibáñez Langlois: «El así llamado curso de la historia humana / no hace otra cosa que dar vueltas en torno suyo por todos los siglos».

Así puede quedar en el centro, como recoge este soneto de mi hermano —en todos los sentidos— Jaime García-Máiquez: 

EL LIBRO

El tiempo es como un libro que Dios tiene en las manos.

Lo recita en voz alta, o baja, lentamente,

y así pasan las hojas de los pobres humanos

que casi apenas oyen la línea del presente.

 

Allí, toda la historia de Roma y los romanos;

las guerras, y las paces al párrafo siguiente;

allí, las esperanzas; allí, los cotidianos 

susurros y quehaceres del amor de la gente. 

 

Allí, también, mi vida con sus pequeñas cosas,

y la tuya, con todo tu futuro, tu miedo,

tus sueños entrelíneas como en un escondrijo… 

 

Y en el centro del libro, con las letras borrosas

de haber pasado el Padre tantas veces el dedo,

la página que cuenta la muerte de Su Hijo.

Ante tanta intensidad, podemos confundirnos. No hacerlo resulta de la mayor importancia. La primera prevención: no desdeñar el valor del tiempo, que en la cruz tiene su punto de intersección con la eternidad. Es fácil comprobar en los evangelios cómo y cuánto le gustaba a Jesús pensar que serían solo tres días. Por eso recurre con llamativa frecuencia a la historia de Jonás, y sus tres días en el interior de la ballena, en los abismos del mar. Otro simbolismo claro de la pasión es el episodio del Niño perdido y hallado en el templo entre los doctores. De nuevo, aparecen muy delimitados los tres días. Y, al mismo tiempo, el sentido de cumplimiento abnegado del deber: «¿No sabíais que yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre?» Y la última analogía no aparece explícita, pero es fácil imaginarla: la Virgen María abrazaría al Niño angustiosamente perdido con una piedad que prefiguraba a la del descendimiento de la cruz. 

Los tres días también nos previenen contra otro peligro. quizá especialmente hispánico. Para nosotros, culturalmente la Semana Santa es la semana de pasión, y quizá no caemos en la cuenta de la resurrección. Hay prestigiosos precedentes que nos disculpan. A los mismos discípulos les ocurrió. Véase Mt 17,23, cuando Jesús les profetiza: «Al Hijo del hombre lo van a entregar en manos de los hombres, lo matarán, pero resucitará al tercer día». Precisa entonces el evangelio: «Ellos se pusieron muy tristes». Leyéndolo atentamente, uno se pregunta: «¿Cómo que los discípulos se pusieron “muy tristes”? Acaba de decirles que resucitará al tercer día, ¡¿no lo han oído?! Que “re-su-ci-ta-rá”. Podrían haberse puesto, como mínimo, tristialegres. Hundidos por la muerte, pero dichosos por la resurrección, que es lo verdaderamente prodigioso. Claro que tampoco han oído que Jesús se haya llamado a sí mismo “Hijo del hombre”, que es un título mesiánico indudable. Se han quedado —de un mensaje riquísimo, inédito, deslumbrante, con su planteamiento, su nudo y su desenlace— enredados en el nudo de la muerte. Cuántas veces la tristeza es, apenas, una falta de atención».

Y viceversa. La atención a la resurrección final no nos debería despistar tampoco del dolor profundísimo que conllevó la redención. El autor teatral Pedro Muñoz-Seca escribió una saeta tan graciosa como tierna a la Virgen de la Macarena que procesiona en Sevilla los Jueves Santos para animarla en su trance. Reza:

Virgen de la Macarena,

ponte la cara bonita,

que ya sabemos to er mundo

que el domingo resucita. 

Por consolar a una madre se puede y se debe hacer de todo, y más por nuestra Madre; pero ella es la primera que sabe que la felicidad del domingo no quita el dolor del viernes. El filósofo Vladímir Jankélévitch parece no entenderlo. Partidario, como es él, de la ironía total, no perdona al Jesús de la oración en el Huerto que no posase tan olímpico como Sócrates en su muerte. El ateniense pidió la cicuta entre discípulos solícitos, mientras que el Nazareno suplicó que pasase de él ese cáliz y echaba en falta a sus distraídos discípulos. Otra diferencia: Sócrates mandó afuera a las mujeres para que no importunasen con sus lloros y a Jesús, salvo por Juan, solo le acompañan en la cruz los llantos de las santas mujeres. 

En realidad, la agonía de Jesús lo muestra más humano si cabe. Él sabía —y antes que «to er mundo»— que resucitaría el domingo, pero no ignoraba que hay —en el espíritu del Eclesiastés— un tiempo para cada cosa. Su pasión no es un trámite. Es un tiempo trascendido de símbolos para dar más eternidad al tiempo. Las tres veces que Pedro dijo: «No lo soy» contrastan dramáticamente con las tres veces que Jesús dijo: «Yo soy» ante los soldados del prendimiento, ante Caifás y ante Pilato. Todo tiene una hondura que permite atisbar al fondo la eternidad. Cuando dice a las mujeres que lloran: «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos», no quiere atenuar o trivializar la pena. Es un ejemplo de caridad hasta la muerte. Estaba prohibido llorar por los condenados y Jesús quiere ofrecer una cobertura legal a su generosa piedad. 

El cristiano jamás dejará de encontrar motivos para la oración y el examen de conciencia. José María Pemán se paraba ante la figura del Cirineo, tan emocionante, y cinceló un deseo en dos versos inmortales: «Tocar la cruz / y hacerme la ilusión de que te ayudo».

Para cerrar estas líneas alrededor de unos hechos que no se cierran nunca, yo escogería al ladrón arrepentido. Vemos a Jesús como incansable derramador de gracias hasta el último momento. Dimas y Gestas, en sus respetivas cruces, han levantado las dos banderas de la humanidad: la del arrepentimiento y la piedad o la de la contumacia, y en pos de ellos, aun sin saberlo, marchamos, todos ladrones, porque pecar es robar a Dios. Pero uno muere blasfemando; el otro, implorando perdón. «Hoy estarás conmigo en el paraíso», dice Jesús a este último. No se conforma con confortarlo. Primero, le promete la salvación, el primer santo oficial de la historia, Dimas, el ladrón. Luego, profetiza la inmortalidad de ambos. 

Por último, el paraíso era, para los judíos, el reino que habría de instaurar el Mesías. De manera que Jesús se está proclamando, con un gesto de piedad, a la vez sacerdote, que salva al ladrón; profeta, que afirma lo que ocurrirá contra todo pronóstico; y Rey, capaz de invitar a su reino, que es el paraíso. La pasión, la muerte y la resurrección de Jesús son tres días, una Semana Santa, la historia de la humanidad, inagotables, eternos.

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