La fe como superstición

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Hoy les ofrecemos este extracto del libro Razón, Fe y la lucha por la civilización occidental de Samuel Gregg. Este libro de Samuel Gregg constituye un atinado diagnóstico de los males que afligen al Occidente contemporáneo. La proliferación de corrientes filosóficas y teológicas tales como el materialismo, la religión liberal, el prometeísmo, el cientificismo y el relativismo autoritario – frutos putrescentes de una modernidad hastiada de sí – ha quebrado la unión entre razón y fe, que tan fecunda resultó durante siglos y que tan necesaria sigue antojándose hoy.

La fe como superstición

Aunque el deísmo estaba despuntando durante la época de Newton, la mayoría de los hombres de ciencia aún compartían su interpretación no deísta de la naturaleza de Dios. Kepler, por ejemplo, era un luterano intensamente religioso que creía que el plan del Creador para su mundo era cognoscible por medio de la razón y la revelación. Un compatriota de Newton llamado Robert Boyle, químico, inventor, físico, filósofo, teólogo, financiador de misiones en la India y piadoso anglicano, escribió un libro titulado El cristiano virtuoso; demostración de que, siendo adicto a la filosofía experimental, un hombre no queda incapacitado, sino mejor auxiliado, para ser buen cristiano (1690).

Aunque ninguno de estos intelectuales veía un conflicto ineludible entre la fe religiosa y la razón científica, suele describirse la Ilustración como una reacción contra las guerras de religión de los siglos XVI y XVII, contra el poder político que ostentaban las iglesias cristianas y contra las afirmaciones religiosas capitales del judaísmo y del cristianismo. 

Hay mucho de cierto en esta descripción. Algunos pensadores de la Ilustración se mostraban escépticos sobre determinados planteamientos cristianos, le dieron vueltas a la existencia de Dios e insistían en que la religión había impedido el progreso. En 1904, un destacado físico francés y devoto católico, Pierre Duhem, lamentó que el caso Galileo hubiera dejado desilusionados con el cristianismo a muchos pensadores europeos.

Con el tiempo, la desilusión se transformó en abierta hostilidad en algunos ámbitos. En un prefacio al poema épico de Voltaire La Henriade, Federico el Grande de Prusia (1712-1786), símbolo del despotismo ilustrado dieciochesco, insistía en que «cuanto más iluminado, menos supersticioso se es». Por “supersticioso”, Federico se refería principalmente a “cristiano”. En su Testamento político (1768), Federico denominaba a la fe cristiana «vieja ficción metafísica, repleta de prodigios, contradicciones y absurdos; engendrada en la férvida imaginación de los orientales, y luego expandida a nuestra Europa, donde algunos fanáticos la abrazaron, donde algunos intrigantes simularon que se convertían a ella, y donde algunos imbéciles se la creyeron de verdad».

Las impresiones de Voltaire respecto a esta cuestión reflejan las de su regio patrono. En correspondencia epistolar con Federico, se quejaba Voltaire: «La nuestra es seguramente la religión más ridícula, la más absurda y la más sangrienta que jamás haya infectado este mundo. Vuestra Majestad brindará a la raza humana un servicio eterno al extirpar esta infame superstición».

El desprecio hacia el cristianismo durante la Ilustración iba a menudo acompañado de apelaciones a la tolerancia religiosa, en particular por parte de Locke y del filósofo hugonote francés Pierre Bayle (1647-1706). En la predominantemente luterana Prusia de Federico, la tolerancia se extendió a los católicos, a pesar de que el rey consideraba el catolicismo como la más ridícula de las creencias. Esta antipatía, que el rey filósofo nunca se molestó en disimular, no le disuadió de construir para sus súbditos católicos la Catedral de Santa Eduvigis en Berlín.

La tolerancia de Federico resultaba menos flexible cuando afectaba a los judíos. A pesar de cierta liberalización en los puntos más vejatorios, la mayoría de los judíos en Prusia seguía viviendo bajo restricciones que no se aplicaban a otras religiones. Aparte del antisemitismo que venía de tiempo atrás, estas políticas pudieron ser un reflejo de la influencia de Voltaire, quien, con frecuencia, escarnecía a los judíos por su pretendida barbarie.

Como ya hemos visto, los escritos de Edward Gibbon, contemporáneo de Voltaire, estaban impregnados de propensión antijudía. Una de las críticas de Gibbon al judaísmo y al cristianismo atañía a cómo estas religiones –según se suponía– habían cohibido algo que preocupaba mucho a los pensadores de la Ilustración: el progreso.

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Este fragmento ha sido extraído del libro Razón, Fe y la lucha por la civilización occidental (2020) de Samuel Gregg, publicado por Bibliotheca Homo Legens.

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