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Hoy les ofrecemos este extracto del libro Una familia de bandidos en 1793 de Marie de Sainte-Hérmine. Resulta difícil no emocionarse varias veces al sumergirse en esta narración —a medio camino entre la novela de aventuras y el relato autobiográfico—, atribuida en un principio a Jean Chaurrau, el jesuita que la llevó a la imprenta. Sin embargo, en las últimas ediciones francesas es más común, y más justo, encontrar el nombre de María de Sainte-Hèrmine como autora. Ella misma explica en las primeras páginas el objetivo que le movió a escribirla: dar a conocer a sus descendientes los beneficios con los que Dios ha colmado a su familia «beneficios amargos, sin duda, pero preciosos a la vez». Es uno de sus nietos quien entrega el manuscrito a Chaurrau con la autorización para publicarlo.
La Nochebuena
En la noche del 24 de diciembre de 1793 nos hallábamos todos reunidos alrededor de la chimenea en el aposento de la marquesa. Estaba con nosotros Justina, porque desde que éramos pobres era preciso economizar leña, y por eso no se encendía fuego nada más que en una pieza. El frío era intenso aquel año, y Justina, a pesar del desagrado que sentía a sentarse entre nosotros, tuvo que obedecer a su señora, que así lo ordenó para que no se congelase en la cocina, en la que se apagaba el fuego tan pronto como estaba preparada la comida.
Aquella noche era fiesta para nosotros, en cuanto cabe en casa de pobres. Así que se determinó que el señor cura, fiel a la usanza de la vieja Francia católica, celebrase las tres misas, y que el Niño Dios se albergase en nuestro pecho. Iba a nacer sacramentalmente en una tierra impía, donde corría a torrentes la sangre cristiana, y donde un pueblo delirante blasfemaba a Su Divina Majestad, proscribía su culto y profanaba sus templos. Aquel mismo día, queridos hijos míos, aquellos locos e insensatos habían paseado en triunfo en torno de la iglesia de la Santa Cruz un ídolo impuro, que habían hecho sentar en el altar, en el sitio mismo donde bajaba el Cordero de Dios. Nosotros, con objeto de reparar tales ultrajes, anhelábamos llenos de amor que llegase el momento de recibir a Jesús en nuestros corazones. Todos nos habíamos confesado por la mañana, con excepción, por supuesto, del pequeñuelo Luis, radiante todavía con la inocencia del santo Bautismo. También era aquel día el cumpleaños de mi madrina, que cumplía cuarenta y siete. Cada uno de nosotros le había ofrecido su regalito. Yo, por mi parte, me había quitado algunas horas de sueño para hacerle unas medias de lana gruesa, pues siempre tenía los pies helados. En cuanto a Justina, también había velado por hacerle una manta de mucho abrigo. El señor cura le ofreció la única estampa que tenía en su breviario, y era una Dolorosa al pie de la cruz; y el buen Tonio, que en las tres últimas semanas se había cuadruplicado a fin de ganar algunos cuartillos más, le presentó triunfalmente dos macetas de brezo en flor, recientemente brotadas… Estas florecillas formarían el modesto adorno de nuestro oratorio durante las misas de medianoche.
¡Qué notable diferencia entre estas humildes ofrendas y los riquísimos regalos y magníficos ramos de flores ofrecidos a su mujer por el marqués de Serant en el tiempo de la prosperidad! Y, a pesar de todo, nuestro filial obsequio arrancó lágrimas de cariño y de gratitud a mi madrina. Nos abrazó con ternura a Tonio, a Justina y a mí, y escuché que dijo a nuestra doncella:
—Cuando te llame hija mía, toma este calificativo en su genuina acepción, porque eres para mí una verdadera hija.
También ella, por su parte, nos dio, como todos los años, su correspondiente aguinaldo. Los dados a Arturo, a Genoveva y a mí solían ser objetos de verdadero valor artístico, y a los sirvientes hacía regalos útiles, que estimaban en mucho. Los de ahora consistían en estampas que representaban al Divino Infante reclinado en el pesebre. La marquesa se los había mandado comprar a Tonio en una librería, cuyo dueño era un excelente cristiano, que continuaba expendiendo algunos objetos piadosos, escondidos en la trastienda dentro de un cajón secreto, como ciertos libreros ocultan los malos libros.
Esta fiesta de familia nos había consolado y fortalecido un tanto en medio de nuestras tristezas, y lo por venir se nos presentaba menos oscuro cuando de súbito suena la campanilla del jardín. Una viva emoción se apoderó de nosotros. ¿Quién podía venir a tales horas? ¡Los secuaces de Carrier, sin género de duda! ¡El recuerdo de la visita que pocas semanas antes nos habían hecho nos helaba de espanto!
Justina se levantó para ir a abrir la puerta… Al poco rato llegó hasta nosotros, desde el jardín, un gran grito, al parecer de gozo y de alegría. Nos miramos con muda admiración, sin atrevernos a manifestar nuestra esperanza, la dulce esperanza que se despertaba en nuestros corazones de que íbamos a volver a ver a nuestros queridos ausentes.
¡Ay!, esta dulce alegría, más bien prevista que saboreada, iba a ser seguida de una amarga decepción.
A poco volvía a entrar Justina, pálida, con la palidez de la muerte, seguida de Santiago Bureau, su marido, que vino temblando a arrojarse a los pies de la marquesa, hecho un mar de lágrimas. Mi madrina alzó por unos instantes los ojos al cielo como para obtener de lo alto la fuerza para escuchar la verdad, y fijándose después en su sirviente, a sus pies arrodillado, le dijo con ahogada voz:
—Levántate, hijo mío, y dímelo todo, absolutamente todo. Lo que Dios hace, bien hecho está; ¡bendito sea su santo nombre!
Entonces, con vez trémula por la emoción, nos refirió Santiago Bureau los acontecimientos que se habían sucedido desde el día en que su amo y él nos habían dejado: el incendio de Bois-Joli, el asesinato del marqués y de su gente, la muerte de Pedro y las aventuras de Arturo y Genoveva. Nos habló también de los hermosos ejemplos de caridad y de valor que habían dado mi cuñado y mi hermana. Y nos refirió, por último, lo que todavía no os he contado, mis queridos nietos, y fue que en la mañana del día anterior, en el supremo desastre de Savenay, habían caído mi pobre hermana y su esposo en manos de sus enemigos, conduciéndolos prisioneros a Nantes. Hacía un momento que los habían puesto presos en la cárcel del Bouffay. Santiago, que había quedado en libertad, siguió cautelosamente, sin ser notado de los republicanos, para ver lo que sería de sus amos. Por fin pudo llegar, exhausto de fuerzas y agobiado por el dolor, y nos anunció los espantosos males que pesaban sobre nuestra casa.
Apenas hubo terminado su relato no hicimos sino llorar por largo tiempo sin hablarnos palabra. Interrumpió el silencio mi madrina, y dijo:
—Van a dar las doce de la noche, hora en que el Divino Infante quiso nacer en este mundo para salvarnos muriendo en la Cruz. Vamos a adorarle y a pedirle la gracia de permanecer fieles hasta el fin.
Algunos minutos después estábamos de rodillas en nuestro pequeño oratorio, y a las doce en punto el señor cura dio principio a la misa.
***
Este fragmento ha sido extraído del libro Una familia de bandidos en 1793 (2018) de Marie de Sainte-Hèrmine, publicado por Bibliotheca Homo Legens.
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Este relato me recuerda al cuento de Pedro Antonio de Alarcón, La nochebuena del poeta, en ella narra su infancia en su pueblo de Guadix (Granada), a mediados del XIX, donde todos cantan villancicos ante la chimenea y fuera la nieve cae lentamente. En ella reproduce uno de los villancicos mas tristes;
La nochebuena se viene, la nochebuena se va y nosotros nos iremos y no volveremos mas……