La historia de la Iglesia en las Siete Cartas del Apocalipsis

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I

La Beata Ana Catalina Emmerich, en sus visiones de la Última Cena al inicio de «La amarga pasión de Cristo», nos narra una emotiva conversación de Jesús con Juan. En ella, el Señor «le contó también algo relativo a siete Iglesias, coronas, ángeles y le dio a conocer misteriosas representaciones que, según yo creo, significaban varias épocas». En efecto, para esta impresionante mística alemana del siglo XIX, las Siete Cartas a las Iglesias de Asia Menor del Apocalipsis joánico no son meros billetes pastorales que el discípulo amado remite a finales del siglo I a las principales comunidades donde ejercía su ministerio, sino que tienen el carácter de profecía, es decir, de eventos que acaecerán sucesivamente en el tiempo. Eventos que antes de serle revelados en Patmos (por Cristo en su gloria), lo fueron en el cenáculo (por Cristo en su humanidad). La interpretación simbólica-profética ha sido sostenida hasta hoy por grandes intérpretes del Apocalipsis, entre los que podemos destacar a Alberto Magno, Roberto Bellarmino, Bartolomé Holzhauser o Luis Billot, aunque es verdad que también tiene importantes voces que la impugnan, pues no hay un texto en toda la Sagrada Escritura tan controversial como el Apocalipsis. En nuestro tiempo, debemos al genio del jesuita argentino Leonardo Castellani (1899-1981) reafirmar esta exégesis en dos de sus mejores obras. Concretamente, en su soberbio trabajo de traducción e interpretación del último libro de la Biblia «El Apokalipsis de San Juan» y en su novela «Los papeles de Benjamín Benavides», publicadas en España por «Homo Legens» (gracias a la labor del novelista Juan Manuel de Prada, que prologa ambas obras). En esta última, el judío-cristiano protagonista nos dirá:

«Lo que persuade que las Siete Iglesias son tipos simbólicos de siete épocas de la historia de la Iglesia es primeramente que así lo pide la unidad del libro, que tendría dos partes distintas y desaforadamente heterogéneas si después del título que anuncia una revelación y después de una solemne Visión Introductoria en que el vidente ve a Cristo en su gloria y recibe de Él la misión de escribir sus visiones, hubiese insertado inmediatamente una modesta epístola pastoral a sus obispos sufragáneos de alcance puramente temporal y local». 

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Las Siete Iglesias, por lo tanto y según esta interpretación, representarían siete periodos de la historia cristiandad -desde los inicios hasta la Parusía (o el milenio)-, y que podríamos resumir del siguiente modo:

– 1º.- EFESO. Iglesia de los orígenes que, sin embargo, va abandonando la pasión de los inicios. Cristo le recordará que «no tienes el mismo amor que al principio» Abarcaría desde Pentecostés hasta Nerón (30 d.C.-68 d.C).

– 2º.- ESMIRNA.- Iglesia de las grandes persecuciones. Iglesia que sufre pacientemente. «Yo conozco tus sufrimientos y tu pobreza, aunque en realidad eres rico». Va desde Nerón hasta Diocleciano (68 d.C-305 d.C). En ningún momento Cristo criticará a esta Iglesia; al revés, la elogiará.

– 3º.- PÉRGAMO.- Iglesia que va adquiriendo poder político (ámbito propio de Satanás, véase Lc. 4,6-7), pero no ha defeccionado de su misión evangélica. «Yo sé que vives donde Satanás tiene su trono; sin embargo sigues fiel a mi causa». El ámbito temporal se sitúa entre Constantino (313 d.C.) y Carlomagno (814 d.C.).

– 4º.- TIATIRA.– Iglesia desde Carlomagno a Carlos V (+ 1558). En su plenitud, su apogeo y su gloria. «Conozco tu amor, tu fe, tu servicio y tu constancia y sé de tus obras últimas mayores que las primeras» (ejemplos de éstas: las catedrales medievales, la Divina Comedia, las Sumas de Santo Tomás y la filosofía perenne, la cristianización de un nuevo continente, el Concilio de Trento, la creación de la orden jesuita y la difusión de la fe por Asia). Pero también encontramos a «Jezabel», la Iglesia que formica con el poder hasta tal punto que «Yo le he dado tiempo para que se convierta, y no quiere convertirse de su fornicación». Las consecuencias serán terribles pues comenzará el declive de la cristiandad, merced a la herejía luterana,  tremendo castigo del cielo a la Iglesia fornicadora. Corruptio optimi pessima. 

Aquí, por vez primera, Cristo exige que «mantengáis tenazmente lo que poseéis». El hecho de que Cristo, a partir de esta época histórica (y no antes), conmine a guardar «lo que poseéis», «tus obras últimas», prueba que el desarrollo de la doctrina cristiana en este periodo, tanto en la faceta dogmática, moral, sacramental como litúrgica, había alcanzado un punto de excelencia, que debía mantenerse esencialmente, aunque el mundo fuese progresivamente imponiendo nuevos valores: stat crux dum volvitur orbis. Y Cristo premiará «al que mantenga mis obras hasta el fin«, pues «le daré autoridad sobre las naciones». Autoridad, aquí, es obviamente algo muy diferente al pecado sistémico de fornicar con el poder; la verdadera autoridad ya sólo se vincula al tiempo escatológico (Ap. 20,4) pues, a partir de la modernidad, la filosofía sobre el poder la impondrá Maquiavelo. Poder y fornicación serán indistinguibles desde entonces en todos los lugares. Como signo del futuro político de Europa, en muy pocos años Francia pasará de la autoridad de un rey santo como Luis IX (+1270), a la fornicación de un rey abyecto como Felipe IV el Hermoso (+1314). 

– 5º.-SARDES.- Desde Carlos V hasta la Revolución Francesa (1789 d.C). Aunque la Iglesia se levantó majestuosamente tras el golpe de la división de la cristiandad -evangelizó continentes de Oriente y de Occidente-, las consecuencias de la herejía disgregadora que es el protestantismo serían fatales a la larga, abriendo paso a la secularización de las viejas sociedades cristianas (incluidas las católicas), lo que facilitará algún día la entronización del Anticristo. Por eso Cristo dirá de esta  Iglesia que «conozco tus obras, tienes nombre de viviente, pero sé que eres muerto».  

Por segunda vez, Cristo insiste aquí en que «Vigiles y reafirmes ese resto» porque «está a punto de morir», y «recuerda cómo recibiste mi Palabra , guárdala y arrepiéntete«. Es decir, lo que nos pidió al inicio de su predicación, nos lo vuelve a recordar dramáticamente ahora: «Convertíos». Si no, «vendré como un ladrón«. 

– 6º.- FILADELFIA.– Desde la Revolución Francesa hasta nuestros días (quizás la Iglesia que verá la Parusía). Cristo incide sobre todo en el momento final: la perseverancia de los santos ante la última prueba, la del anticristo. Ya no exigirá a todos los cristianos que conserven su Palabra; ahora sólo mirará a los pocos cristianos que le han obedecido («has guardado mi Palabra y no desertaste de mi nombre«). La razón de ello es muy clara: nuestra época ha rebasado en casi todos los ámbitos la paciencia del Señor, de modo que sarcásticamente dirá «el que es injusto siga siendo injusto, el sucio siga manchándose»  (Ap. 22,11).  También será la época de la futura vuelta de los judíos a Cristo («Los hago venir y postrarse delante de tus pies y conocer que yo te he amado»).

Cristo, hasta que venga, garantizará su asistencia a los santos durante la dura prueba que se avecina: «porque guardaste mi mensaje de constancia, yo también te guardaré de la hora de la prueba que va a venir sobre el orbe entero, para probar a los habitantes de la tierra».

– 7º.- LAODICEA.- Según Castellani es la Iglesia del milenio, el entretiempo desde el retorno de Cristo hasta el juicio final: un largo periodo donde reinará el Señor a través del triunfo de la Iglesia.  Ahora bien, para la mayoría de exégetas que rechaza el milenarismo, es la época de la Parusía.

En todo caso, y al igual que en la iglesia anterior, Cristo centra su atención en la conclusión de ese tiempo. Primero los hombres caerán en tibiezas y, finalmente, se desatará el demonio (Ap. 20,7), en una rebeldía última de fuerzas abiertamente anticristianas, denominadas -de acuerdo al profeta Ezequiel- Gog y Magog (Ap. 20,8) (Ez. 38-39). Sin embargo, un fuego del Cielo destruirá a esos malvados, y sin solución de continuidad vendrá el Juicio Final, la transformación radical del cielo y la tierra, y la Jerusalén celeste de los elegidos.

II

Como hemos visto, sólo y exclusivamente a partir de la Iglesia de Tiatira (desde el siglo IX hasta siglo XVI en la interpretación simbólica-profética), Cristo conminará a sus discípulos a conservar lo que se ha recibido. San Juan nos está hablando de mantener un patrimonio doctrinal y moral que la iglesia ha custodiado desde el principio; un patrimonio tan orgánico como un árbol al que de vez en cuando hay que podar ramas secas e infructuosas, las llamadas «tradiciones humanas» (Mt. 15,3 o Col, 2,8 frente a 1 Cor. 11,2 o 2 Tes. 2,15).  Ese depósito alcanzó tal grado de eminencia en aquel siglo XVI que debía preservarse especialmente, lo que no significa que la Iglesia deba cerrarse a desarrollos doctrinales (e incluso litúrgicos) pero siempre en prudente continuidad y jamás en ruptura. De hecho, la Tradición y el Magisterio son organismos vivos, y la Iglesia ha definido importantes dogmas y doctrinas seguras a partir de esa fecha,  y puede seguir haciéndolo en virtud de su autoridad apostólica, asistida por el Espíritu Santo (la revelación, como sabemos, está cerrada, pero no totalmente explicitada).  

A algunos les puede sorprender que sea precisamente esta época de la historia donde el Apocalipsis mencione por vez primera la necesidad de conservar lo que se tiene,  porque al examinar la misma nos encontramos aquí con la mayoría de los más luctuosos episodios de toda la historia de la Iglesia. Sin ser exhaustivos, indicamos algunos  telegráficamente: tras la muerte de Carlomagno (+870) y la división del Sacro Imperio Romano Germánico entre sus hijos, devino un periodo de pérdida absoluta de prestigio del papado, el llamado «siglo de hierro», cuyas historias aún ruborizan a los lectores curados de espanto. En el siglo XI aparece el «Cisma de Oriente» (los cristianos orientales se desligan de Roma para entregarse sumisos a los emperadores de Oriente). La Edad media es una época marcada por la «guerra de las investiduras» o las «investiduras laicas», por una simonía desatada y por las amenazantes disputas entre el Emperador y el Papa;  renacerá el insidioso gnosticismo en las herejías dualistas de los albigenses y cátaros. Se creará la Santa Inquisición y surgirán las cruzadas con sus correlatos de violencia e intolerancia (que serán perpetua y morbosamente recordadas para criticar a la Iglesia). La formación del clero es penosa, doctrinal y moralmente, y San Pedro Damián en el siglo XI fustigará las prácticas homosexuales y pederastas de muchísimos de ellos. Es verdad que el siglo XIII fue una gloria y una bendición, un paréntesis luminoso, donde reyes como San Fernando o San Luis lavaban los pies a los pobres de sus reinos; donde papas como Inocencio III o Inocencio IV siguieron la estela de Gregorio VII y recuperaron el prestigio de la sede romana, humillando la soberbia de los emperadores; y donde Dios regaló al mundo joyas como San Francisco y  Santa Clara de Asís, Santo Tomás de Aquino, San Buenaventura o San Antonio de Padua…). Sin embargo, merced a una extraña regla de compensación histórica, llegará el siglo XIV y nos traerá «tres pestes»: La Peste Negra (que se llevó por delante un tercio de la población europea), la peste del «Cisma de Occidente» (con tras papas simultáneos que invocaban legitimidad, lo que dio impulso a la herejía del conciliarismo), y la peste de la descomposición de la escolástica, merced sobre todo a la filosofía de Guillermo de Occam. Este filósofo medieval ha sido indudablemente el pensador que más ha influido en nuestro mundo intelectual, tanto para bien (desarrollo de la ciencia empírica) como para mal (desprecio hacia la sana filosofía). Y sin solución de continuidad llegará el renacimiento con su reivindicación del paganismo y la modernidad, que nos traerá la herejía multiforme de Lutero y la contrarreforma católica, ya en el siglo XVI. En definitiva, es lógico que nos produzca asombro que sea precisamente en la Carta a esta iglesia donde Cristo exija que «mantengáis tenazmente lo que poseéis”.

Pero en realidad no es tan sorprendente, si tenemos en cuenta dos circunstancias. La primera es que la Carta a Tiatira tiene presentes todos aquellos episodios trágicos y lamentables, pues los resume y simboliza unitariamente en un personaje femenino llamado Jezabel (trasunto de la esposa pérfida, arrogante e idólatra del rey de Israel Ajab, al que corrompió absolutamente y con él a su país). A ella le dedica casi la mitad de la misma con todo tipo de críticas: engaña con su enseñanza, incita a la idolatría y fomenta los vicios. Pero Cristo la castigará severamente, pues «voy a postrarte en tu lecho, y a los que adulteren con ella en una gran tribulación si no se arrepienten de las obras de ella y a sus hijos los remataré con la muerte». Jezabel representa lo peor de la cristiandad medieval, un cristianismo que fornica con el mundo, del que sólo nacen hijos que jamás tendrán fe ante la notoria hipocresía de sus padres.

En segundo lugar, la Carta elogia de esta iglesia sobre todo sus «últimas obras, más numerosas que las primeras» (según otra traducción, «sé que ahora estás haciendo más que al principio»). Estas obras finales (siglo XVI), vistas desde la perspectiva histórica, sólo podemos asociarlas con el despliegue universal de la fe católica gracias al Concilio de Trento (1545-1563). Los protestantes, que nacieron y se consolidaron en ese mismo siglo, sin duda querrán llevar el agua a su molino y argüirán que ellos fueron la respuesta del Cielo a la corrupción de la Iglesia para purificarla. En realidad ellos no surgieron como remedio a la degeneración de la Iglesia medieval; más bien ellos fueron -y desde luego sin ser conscientes- la pena grave que el Cielo impuso a la Iglesia por los graves pecados ya referidos, atizando al demonio con sus más poderosas armas: la soberbia y la división (y también la lujuria).  La rebelión protestante desde luego no puede merecer ningún elogio (pese a que hoy hasta se coloquen estatuas del heresiarca en el Vaticano). La dramática pérdida de la fe católica en un tercio de Europa (y hoy en casi media Hispanoamérica) bien puede vincularse a esa «gran tribulación» con la que Nuestro Señor castigó los pecados de la Iglesia medieval simbolizada en Jezabel. La mal llamada reforma fue, por tanto, el castigo, pero sobre todo fue la ocasión y el acicate para la conversión y renacimiento de una Iglesia Católica moribunda desde el punto de vista moral. 

En efecto, la reacción de Iglesia Católica ante ese severo castigo del Cielo fue un inmenso arrepentimiento, que se hizo visible en unas portentosas obras de conversión y misericordia, y que, de acuerdo a la regla evangélica de los frutos producidos (Mt. 7, 15-20), sólo podemos calificar como milagrosas: lo que parecía imposible se hizo realidad. Por eso el Apocalipsis elogia esa obra del último periodo y la califica de mayor. La Iglesia emprendió la reforma que todos anhelaban y los Decretos de Trento definieron de manera nítida la verdad cristiana frente a los múltiples errores doctrinales de los protestantes. Se crearon los seminarios, brotaron órdenes religiosas que enviaron miles de sacerdotes a los cuatro puntos cardinales, y, sobre todo, surgió un espíritu evangelizador sólo comparable a los primeros siglos del cristianismo. Gracias a él millones de hombres y mujeres serían bautizados en América y Asia; innumerables almas ganadas para el Cielo, a fin de que algún día se cumpliera definitivamente aquella visión del Apocalipsis de «una gran multitud de todas las naciones, razas, pueblos y lenguas, que estaban delante del Cordero y y eran tantos que nadie podía contarlos»  (Ap. 7,9). Si el vasco Elcano circundó físicamente el mundo, Trento -a través de España- lo circundó espiritualmente. Y como culminación de este santo recorrido, en 1570, siete años después de clausurado el Concilio de Trento y por mandato de los padres conciliares, el papa san Pío V promulgó para toda la iglesia latina, mediante la Constitución Apostólica Quo Primum, una nueva edición del  Missale Romanum. Tres magníficos logros en definitiva: asegurar la Verdad, evangelizar el mundo como nunca se hizo antes, y fijar una liturgia de tal belleza y profundidad, que la propia Constitución Apostólica advertía a los que osasen atacarla que incurrirán en la indignación de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo.

Todo ello demuestra que, como refiere el Señor sobre Tiatira, «tus últimas obras (son) más numerosas que las primeras». Y por eso le advierte, por primera vez (y no por última), «que mantenga tenazmente lo que posees». Desgraciadamente, el rumbo de la Iglesia ha variado drásticamente a partir de la segunda mitad del siglo pasado, y según parece nadie advirtió que se transgredía un serio mandato del mismo Cristo, como si todos los teólogos de la época rechazasen el carácter profético del libro de la Revelación. Puesto que yo sí me tomo en serio la Biblia, y el Apocalipsis afirma reiteradamente que es una profecía (Ap. 1,3 o 22-6,10,18), tras reflexionar sobre esas Cartas he constatado que el Señor sabía que la Iglesia iba a virar en firme, entrando así en una dinámica auténticamente revolucionaria e incontrolable y que, aún sin pretenderlo explícitamente, se llevará por delante lo mejor del pasado. Por eso mismo el Señor en la siguiente Carta a Sardes exigirá «reforzar lo que todavía queda» porque «está a punto de morir». La Iglesia de Sardes, según la exégesis de Castellani, comienza en Carlos V (o Trento) y concluye en la época de la Revolución Francesa, y muchos aún recuerdan aquella frase turbadoramente sincera del Cardenal de Malinas-Bruselas L. J. Suenens (1904-1966):  «El Concilio Vaticano II fue el 1789 de la Iglesia».  A sesenta años vista, todo cuadra: fue una revolución en toda regla. Y me da igual que se diga que la culpa no es del Concilio sino del Post-Concilio, pues contra facta non valent argumenta. La esencia de toda revolución es la demolición del pasado, para construir sobre sus ruinas una novedad, que siempre se presume mejor pero que jamás genera buenos frutos. Eso es un dogma histórico casi matemático. Y lo más desolador es que más que avanzar por una vía muerta sin horizonte ni planificación, parece que a los católicos se nos haya marcado deliberadamente un camino que nos dirige hacia el fin de todo lo auténticamente bueno, bello y verdadero que hemos mamado a los pechos de nuestra querida madre, la Iglesia. «Refuerza lo que todavía queda y está a punto de morir”.

Acabo de leer en un portal católico serio que no le bastaba a Roma desautorizar a Benedicto XVI con «Traditionis Custodes«, sino que se prepara una nueva carga contra la Misa Tradicional para acabar definitivamente con ella. De confirmarse esta noticia, una vez más seguiríamos por el camino revolucionario, y en vez de «preservar tenazmente lo que poseemos», se buscará no sólo destruirlo sino condenarlo a una damnatio memoriae, a fin de que tantos jóvenes enamorados de Cristo no descubran en su plenitud este tesoro y actúen en consecuencia. Pero no es casual que en este tiempo terminal se persiga sádicamente a la Misa Tradicional por parte de una Jerarquía que ha sustituido Trento por la revolución permanente. Y no lo es, porque si uno se fija atentamente, los últimos versículos con los que se concluyen las Siete Cartas son, precisamente, bellísimas metáforas de la Eucaristía y del premio a todos los que perseveren y venzan con su constancia en esta lucha más que humana, sobrehumana o preternatural. Con esos emotivos versos concluyo:

«Mira, estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo. Al vencedor le concederé sentarse conmigo en mi trono, como también yo he salido vencedor y me he sentado con mi Padre en su trono. El que tenga oído, oiga qué dice el Espíritu a las Iglesias» (Ap. 3, 20-21).

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