Domingo de Ramos

Semana Santa Cristo
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Cortesía de la edición española de Magníficat

Comentario de la Liturgia dominical

Por David Amado Fernández

En el inicio de la Semana Santa, la liturgia nos invita a profundizar en el conocimiento de la persona de Cristo y de su amor. Durante su entrada en la Ciudad Santa, Jesús es aclamado como el mesías rey esperado: «¡Bendito el que viene en nombre del Señor!». Más adelante, durante la pasión, sufrirá dos interrogatorios. Primero el sumo sacerdote le preguntará: «¿Eres tú el Mesías, el Hijo del Bendito?»; después, Pilato inquirirá: «¿Eres tú el rey de los judíos?» Jesús acepta ambos títulos; declara lo primero sin ambages: «Yo soy», y anuncia su glorificación: «Veréis al Hijo del hombre sentado a la derecha del Poder». La respuesta al procurador parece más contenida: afirma que es el Rey de Israel, pero no a la manera política que podía entenderlo el romano: «Tú lo dices». 

En todos los casos hay un contraste entre lo que se dice y lo que sucede. Así, su entrada en la Ciudad Santa no es la de un rey conquistador que quiere doblegar la ciudad a la fuerza y tomar el poder con violencia. Todo indica mansedumbre: la cabalgadura, un pollino; la silla de montar, un manto; el alfombrado de ramas; y el mismo cortejo, formado por seguidores entusiastas que la tradición ha representado con niños que llevaban ramos de olivo (símbolo de paz). Tanto a su comparecencia ante las autoridades religiosas como ante Pilato, le siguieron burlas y castigos. En el Sanedrín le tapan la cara, le escupen y golpean mientras le dicen: «Profetiza». Los soldados le colocan una corona de espinas y le saludan burlonamente: «Salve, rey de los judíos». 

Entonces, ¿quién es Jesús? La respuesta la tenemos en el himno de la carta a los Filipenses. Jesús, «siendo de condición divina (…) se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz». La obediencia al Padre es manifestación de su amor a él y de su amor a nosotros, ya que es Dios quien envió a su Hijo al mundo para salvarnos. Todo el relato de la pasión nos descubre ese misterio de amor de Dios por nosotros que, no podía ser de otra manera, es revelación del amor que existe entre el Padre y el Hijo. 

Vemos, pues, que no tenía sentido que Jesús se alargara en las explicaciones sobre su identidad, porque tanto su relación con Dios como su realeza y condición de Mesías estaba más allá de las expectativas que pudieran tener sus contemporáneos. Por eso lo consideran blasfemo o lo equiparan a un delincuente como Barrabás. Pero también es posible que, a nosotros, nos siga costando entender que es en su pasión donde Jesús nos manifiesta más plenamente su amor. Por eso, incluso en las circunstancias más difíciles de nuestra vida podemos encontrarnos con él, que ha bajado hasta lo más profundo del mal y que nunca nos abandona.

Precisamente al ver cómo había expirado Jesús, el centurión dijo: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios». Se insinúa ya aquí el triunfo sobre la muerte que, por su amor, fue vencida. Igualmente, al rasgarse el velo de templo, se nos dice que por Cristo tenemos acceso al Padre, que nunca debemos perder la esperanza y que con su ayuda podemos perseverar siempre en el amor. Así, desde entonces, la Iglesia no ha temido acercarse a todos los lugares donde parece imperar la desgracia y el dolor. Mirando la cruz, se alimenta nuestra esperanza y podemos ser portadores de esperanza para los que viven oprimidos por el mal.

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