Con Parolin hundido, Zuppi sin credibilidad y Gugerotti sin respaldo, los italianos mueven fichas, pero nadie sigue la partida. El nerviosismo crece entre bastidores mientras los verdaderos referentes del cónclave son los eméritos.
Roma no descansa. Mientras la Plaza de San Pedro acoge a peregrinos y curiosos en estos días que preceden al cónclave, en los palacios, sacristías y casas romanas se palpa otra clase de actividad: la de los movimientos discretos, las visitas cortas, las llamadas breves. Los italianos están inquietos.
No es un secreto que Italia nunca ha renunciado del todo a la idea de recuperar el papado. Desde 1978, cuando Wojtyla rompió la cadena nacional, los intentos por devolver la tiara a un compatriota se han repetido en cada elección. Y este año no es la excepción. Hay nerviosismo en los círculos romanos, y algunos cardenales italianos se están moviendo con prisa —demasiada— para colocar el nombre de alguno de los suyos.
Pero el problema es evidente: no hay uno solo que convenza a todos, ni siquiera entre los suyos. El colegio cardenalicio está hoy profundamente fragmentado, y los italianos —que en otro tiempo dominaban por su número, por su astucia o por su centralidad geográfica— se ven hoy atrapados en una paradoja: intentan liderar sin tener autoridad, y maniobran sin tener proyecto común.
El caso del cardenal Pietro Parolin es paradigmático. Alguna vez considerado presidenciable, hoy está tocado y hundido. La denuncia pública del cardenal Zen, expresando su desacuerdo con el Acuerdo secreto con China, ha dejado a Parolin herido en su flanco más visible: la diplomacia. Y su lamentable homilía del domingo, sin nervio, sin teología, sin visión pastoral, ha terminado de convencer a muchos de que no tiene los mimbres para ser Papa.
Tampoco Matteo Zuppi logra generar confianza. Se le ve como un hombre afable, pero sin peso propio. Muchos lo ven simplemente como un títere de Andrea Riccardi, el fundador de Sant’Egidio, y eso le resta seriedad ante quienes buscan un pontífice libre, con capacidad de gobierno real.
En este vacío de figuras, los italianos han empezado a mover nombres nuevos, intentando construir candidaturas de laboratorio. El último en circular ha sido el de Claudio Gugerotti, actual prefecto de las Iglesias Orientales. Pero la propuesta ha sido recibida con escepticismo: no convence, ni por trayectoria ni por respaldo real. Son gestos de desesperación más que apuestas sólidas.
En paralelo, destacan por contraste los cardenales mayores y eméritos: Ruini, Piacenza, Cipriani, O’Malley, Bagnasco, Antonelli, incluso Onaiyekan. Hablan poco, pero todos los escuchan. No se postulan ni postulan, pero marcan el tono de las conversaciones. Su sola presencia es un recordatorio de que la Iglesia tiene memoria, y que no todo comenzó en 2013.
Mientras tanto, desde las congregaciones generales llegan señales de serenidad. La atmósfera es de paz, de cortesía incluso entre quienes discrepan. Como si los cardenales, después de años de turbulencias, hubieran decidido regalarse a sí mismos una tregua. Tal vez sea el Espíritu. O tal vez sea, simplemente, que el espectáculo del poder ya no deslumbra a nadie.
El nerviosismo italiano, en cualquier caso, revela algo importante: que el verdadero peso se está desplazando
