Cortesía de la edición española de Magníficat
Por David Amado Fernández
En la Última Cena, Jesús instituyó el ministerio ordenado y la Eucaristía. Aquella noche también realizó un gesto que encontró totalmente desprevenidos a sus apóstoles y que simbolizaba lo que después haría en la cruz: el don de sí mismo. El lavatorio de los pies no es un sacramento pero, de alguna manera, resume la vida de Jesús. Por eso, es importante que intentemos adentrarnos en su significado. La Eucaristía lo contiene, porque en ella está él mismo presente. A su vez, el recuerdo de lo que él hizo nos señala cómo hemos de comportarnos quienes lo recibimos en la comunión: «Os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis». Comunión con Cristo y servicio van de la mano. El realismo de la Eucaristía nos impulsa a repasar todos los acontecimientos de la vida de Cristo, buscando también en ellos cómo configurarnos mejor al que nos alimenta con su Cuerpo y Sangre.
Jesús nos deja la Eucaristía precisamente aquel día en que «habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo». Cuál es ese extremo podemos entenderlo de diversas maneras: que nos amó hasta el fin, que nos amó con todo su ser… Pero también que, para introducirnos en el extremo inabarcable del misterio de Dios, de su amor infinito, se rebajó al extremo de la humildad y, dentro de ese movimiento de amor, lavó los pies a sus discípulos. San Juan lo señala introduciendo aquel momento con gran solemnidad: «Jesús, sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos, que venía de Dios y a Dios volvía, se levanta de la cena».
La narración de Juan indica, por tanto, la importancia que en la vida de todo cristiano tiene la práctica de la caridad. Es el resumen de todos los mandamientos y el más importante. Es la participación de la vida de Dios en nosotros, puesto que él es amor y nos impulsa al amor al prójimo. Eucaristía y amor van unidos y nosotros necesitamos constantemente alimentarnos de Cristo para practicar la caridad. Escribió san Columbano: «Sin duda debe ser muy dulce aquel manjar y aquella bebida que por mucho que se coma y que se beba no deja de desearse y cuyo gusto no cesa de excitar el hambre y la sed».
Señaló el papa Francisco: «El contenido del Pan partido es la cruz de Jesús, su sacrificio en obediencia amorosa al Padre». El sacramento de la Eucaristía nos recuerda que Jesús ha entregado su vida para que podamos compartir su destino; al mismo tiempo, es el don que nos da la fuerza para seguirle en el camino.
El seguimiento de Cristo nos mueve a imitarlo. San Francisco de Asís, asombrado por el amor del Hijo de Dios que se esconde bajo la pequeña forma de pan, clamaba: «Ved, hermanos, la humildad de Dios y derramad ante él vuestros corazones; (…) nada de vosotros retengáis para vosotros, a fin de que os reciba todo enteros el que se os ofrece todo entero». Por ello, la Eucaristía nos conduce también hasta el extremo de querer hacer ofrenda de toda nuestra vida en todo momento. Para ello, necesitamos reconocer primero ese amor que Jesús nos ofrece, el amor del Hijo, que se entrega a la muerte para que tengamos vida y que ha querido hacerse contemporáneo nuestro y quedarse con nosotros en el sacramento de la Eucaristía. Su amor nunca nos deja para que el nuestro no desfallezca.
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JUEVES SANTO
Tu Rey,oh Jerusalén,
Llegó a ti sobre un pollino;
tan Manso como Divino;
y cual David, de Belén.
Y en está Noche también,
al Tomar el pan y el vino,
los Hará Vida y Camino;
y Verdad…, pués Serán Él.
Que al Darse en El Sacramento,
-Velado por la materia,
mas por la Fe Conocido-,
Será ya nuestro Alimento.
Nuestro Gozo.Nuestra Feria.
Nuestro Fin.Nuestro Sentido.
Nuestra Fuerza.Nuestro Aliento…