“Por sus llagas fuimos curados”: El triunfo del amor redentor en la crisis actual de la Iglesia

Por monseñor Athanasius Schneider Cristo llaga
|

La Semana Santa, y especialmente el Santo Triduo, en el cual celebramos la pasión redentora y la gloriosa resurrección del Señor, proclama nuevamente a nosotros mismos y al mundo entero esta verdad tan importante y más consoladora: Cristo es el único Salvador de la humanidad: “Por sus llagas fuimos curados”, nos dice la Sagrada Escritura (ver 1 Pedro 2:24).

¿Por qué fue herido nuestro Señor y Salvador? Fue herido por los pecados de los hombres, por los pecados de todos los hombres, por el primer pecado de Adán y Eva, por los pecados de cada uno de nosotros, por cada pecado grave de mi vida. Cristo fue herido porque Él mismo lo quiso. ¿Por qué lo quería? Porque Él ama infinitamente a cada persona, a cada pecador. El sufrimiento de Cristo es la mayor revelación del amor de Dios por la humanidad. De cada llaga de Cristo, de su santa Cruz, resuenan estas palabras: ¡Mira cuánto he amado a los hombres! ¡Mira cuánto te amé personalmente! 

Decía san Francisco de Sales: “Nada mueve tanto el corazón del hombre como el amor. Si un hombre sabe que es amado, sea por quien sea, se ve obligado a corresponder con el amor. Pero si el que le ama es un gran monarca cuanto más apremiado no se siente! Y ahora, sabiendo que Jesucristo, verdadero Dios eterno y omnipotente, nos ha amado hasta querer sufrir por nosotros la muerte, y la muerte de cruz, ¿no equivale todo esto a tener nuestros corazones como en una prensa para que salga de ellos exprimido el amor, con una fuerza y una violencia tanto más irresistible cuanto es más amable y agradable? Lo que se sigue de esto, es lo que Cristo deseó de nosotros: que nos conformásemos con Él, para que, como dice el Apóstol, los que viven no vivan ya para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos. ¡Oh Dios mío! ¡Qué fuerte es esta consecuencia en materia de amor! Jesucristo murió por nosotros; nos dio la vida con su muerte; nosotros no vivimos, sino porque Él murió; nuestra vida, por lo tanto, no es nuestra, sino de Aquel que nos la adquirió con su muerte; luego no debemos vivir más en nosotros, sino en Él; no para nosotros, sino para Dios. Consagremos al divino amor con que murió nuestro Salvador, todos los momentos de nuestra vida, refiriendo a su gloria todas nuestras empresas, todas nuestras conquistas, todas nuestras obras, todas nuestras acciones todos nuestros pensamientos y todos nuestros afectos. Contemplemos a este divino Redentor tendido sobre la cruz en la cual muere de amor por nosotros. Por que no nos arrojamos en espíritu sobre Él, para morir en la cruz con Él, que por nuestro amor quiso también morir? Me cogeré de Él, deberíamos decir si tuviésemos generosidad, moriré con Él y me abrasaré en las mismas llamas de su amor; un mismo fuego consumirá a este divino Creador y a su ruin criatura. Mi Jesús “es todo mío y yo soy todo suyo” (Cant. 2, 16); y viviré y moriré sobre su pecho; “ni la muerte ni la vida me separaran jamás de Él” (Rom. 8, 38-39)” (Tratado del amor de Dios, VII, 8).

La Pasión del Señor y Su Santa Cruz contiene e irradia la omnipotencia del amor divino. Sólo este amor redentor vence el pecado, todo egoísmo y todo el poder de Satanás. Este amor redentor tiene el poder transformador más grande. Las llagas de Cristo irradian la mayor belleza espiritual. La pasión de Cristo es el acto más sublime de la glorificación de Dios y contiene en sí misma todo el esplendor de la belleza sobrenatural. Jesús mismo habló así de su sacrificio de la cruz: “Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré? ¿Padre, líbrame de esta hora? Pero si por esto he venido, para esta hora: Padre, glorifica tu nombre”. Entonces vino una voz del cielo: “Lo he glorificado y volveré a glorificarlo” (Jn 12,27-28). Hablando de la pasión de Cristo, san Agustín dijo: “Amemos al Esposo! Cuanto más deforme se nos presente, más espléndido, más dulce se vuelve para su esposa” (Homilía sobre Isaías XLIV, 4). En el Cristo que sufre en la cruz encontramos los tesoros de la belleza espiritual, como afirmó san Buenaventura: “Tu Corazón, ¡oh buen Jesús!, es el rico tesoro, la preciosa perla, que hemos descubierto en tu cuerpo herido, como en campo cavado” (La vid mística. Tratado de la pasión del Señor III,3). 

Podemos preguntar ¿Por qué la salvación por medio de la redención? Santo Tomás de Aquino decía que, si el ser humano seria simplemente salvado, no habría sido redimido, porque la redención lleva consigo una satisfacción suficiente (cf. III Sent., dist 20, q. 1, a. 4). Cristo expía adecuadamente una ofensa y ofrece algo que Dios, que fue ofendido con la ofensa, ama igual o incluso más de la ofensa. Al sufrir por amor y obediencia, Cristo dio a Dios más de lo necesario para compensar la ofensa de todo el género humano (cf. Santo Tomás de Aquino, S. th., III, q. 46, a. 3). “¿Por qué tal sufrimiento de Cristo?¿Por qué tuvo que ser tan terrible el sufrimiento redentor de Cristo? A esto no hay otra respuesta que su amor. Para abrazar plenamente a la humanidad, quiso descender a las profundidades mismas de su tragedia. No vino, en esta primera parusía, para eliminar nuestra angustia, sino para asumirla e iluminarla. Lo asumió enteramente sobre sí mismo: “Fue probado en todo, conforme a su semejanza con nosotros, excepto en el pecado” (Hebr. 4, 15). Dios, escribe san Pablo, “prueba su amor para con nosotros en que, siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rom. 5, 8). Cristo, escribe san Juan, “nos amó y nos lavó de nuestros pecados con su sangre” (Apoc. 1, 5). Él mismo había dicho: “Nadie tiene mayor amor que el de dar la vida por los amigos” (Jn. 15, 13). ¿Cómo pudimos haber supuesto en Dios tal preocupación, tal necesidad de nuestra salvación? Es ante el abismo de la agonía de Jesús que comenzamos a adivinar cuál es el amor de Dios por nosotros.” (Charles Journet, The Mass. The Presence of the Sacrifice of the Cross, South Bend, Indiana 2008, pp. 12-13; original: La Messe – Presence du Sacrifice de la Croix). “La Pasión de Cristo, que salvó al mundo perdido desde el primer pecado y estableció un universo de redención, es indisolublemente sacrificio y acto de amor. Un sacrificio, un acto externo de culto, una liturgia, pero que envuelve el amor más puro e intenso que jamás haya brotado de un corazón humano. Un acto de amor, pero envuelto en un sacrificio voluntario, un acto externo de culto, una liturgia. La Iglesia canta al Amor-Sacerdote inmolando su santo cuerpo: Almique membra corporis Amor sacerdos immolat (Himno del tiempo pascual Ad regias Agni dapes)” (Charles Journet, The Mass. The Presence of the Sacrifice of the Cross, p. 19).

Los días de Semana Santa vuelven a traer ante los ojos de nuestra fe esta verdad central: somos salvos por las santas llagas y la cruz de nuestro Señor y Dios. Hemos sido redimidos y hechos hijos de Dios por el amor de Cristo. Dios no sólo nos creó por amor, sino que también nos redimió con un amor aún mayor e inefable. Un cristiano es una persona de la cruz, de la cruz de Cristo, que vence todo mal. Abracemos, pues, la cruz de Cristo con fe, amor y gran gratitud. Nunca neguemos la cruz de Cristo. Unamos todos nuestros grandes y pequeños sufrimientos y cruces de nuestra vida con la victoria de la Cruz de Cristo. Entonces recibiremos el poder del amor y todas nuestras cruces tendrán valor redentor y eterno. La cruz de Cristo contiene ya en sí la victoria y la luz de la resurrección. “Por el madero de la cruz la alegría llegó al mundo entero”, canta la Iglesia en la sagrada liturgia.

En nuestro tiempo, toda la Iglesia está experimentando horas angustiosas y pesadas bajo la Cruz. Nuestra Santa Madre Iglesia es golpeada y humillada por sus enemigos, que están dentro de la Iglesia y en ocasiones han ocupado incluso posiciones influyentes. Pero cuanto más aumentan las tinieblas de la pasión de la Iglesia, más segura es su victoria, más segura es la llegada de la luz del triunfo de Cristo a la vida de toda la Iglesia. Las heridas actuales de la vida de la Iglesia traerán una vida espiritual renovada. Creemos en esto porque no hay salvación ni luz sin las llagas de Cristo, porque no hay salvación ni luz sin nuestra conexión personal con las llagas y la cruz de Cristo, porque no hay luz ni nueva primavera espiritual para la Iglesia sin la participación de toda la Iglesia en el misterio de la Cruz de Cristo. La profunda crisis actual de la Iglesia también se transformará en una nueva era de los santos. Y ya hay santos en la vida de la Iglesia de hoy, santos primeramente “pequeños”, santos escondidos, como lo son santos niños, santos jóvenes, santos seminaristas, santos padres y madres de familia, santos religiosos contemplativos, varones y mujeres. Estos “pequeños” santos están preparando el terreno para una era de santos obispos y santos papas. Cada uno de nosotros debería gloriarse en la Cruz de Cristo. Toda la Iglesia está adornada con la cruz de Cristo, no sólo externamente en sus edificios sino en su vida. Sí, por las llagas de Cristo somos curados, por sus llagas victoriosas, por la victoria de su amor redentor.

+ Athanasius Schneider, Obispo Auxiliar de la Arquidiócesis de María Santísima en Astana

Ayuda a Infovaticana a seguir informando

Comentarios

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

 caracteres disponibles