Compruebo con entusiasmo que, en la plataforma digital Filmin, ha sido recuperado un largometraje de culto que muy pocos conocen. Se titula El manto negro (o simplemente, Manto negro), una obra de 1991 dirigida por Bruce Beresford (otrora, autor de cintas más populares como Paseando a Miss Daisy y Camino al paraíso).
Surgió a la sombra de La misión, estrenada un lustro antes, y aunque solo llegó a la pequeña pantalla de su país de origen, se convirtió, se convirtió enseguida en un clásico del cine canadiense. Por este motivo, creo que deberíamos hablar un poco sobre él, por si algún lector se anima a verla, ya que se trata de una excelente plan para este fin de semana.
Para empezar, acerquémonos a su argumento. La cinta tiene como protagonista al padre jesuita Laforgue (interpretado por el actor Lothaire Bluteau, quizás lo peor del conjunto, pues su cara de palo desdice de los sentimientos encontrados que van emergiendo en su corazón a lo largo de la historia). Este ha sido destinado al territorio de Nueva Francia para acompañar a las misiones del país galo y evangelizar a los indios de la zona. En un momento dado, y en aras de esta última empresa, es animado a llevar la buena noticia al norte de la colonia; allí habitan los iroqueses, un pueblo sumamente violento que incursionan de vez en cuando los asentamientos franceses dejando tras de sí todo un reguero de oscura sangre. Pero al jesuita no le importan los peligros, pues quiere que todas las almas se salven, pese a deba enfrentarse para ello a tirios y troyanos.
Como hemos dicho, la cinta nace a la sombra de La misión, aquella magistral obra que narraba el problema de las reducciones del Paraguay y que mostraba como ninguna otra la acción de la Iglesia en el Nuevo Mundo. Tanto éxito tuvo este filme en suelo canadiense que unos avezados productores decidieron contar el pasado que, en relación a ello, había ocurrido en su propia nación. Sin embargo, y según parece, no tuvieron mucho éxito a la hora de reunir el pecunio suficiente, por lo que contactaron con diversas productoras australianas (¡!) que, al final, le dieron el impulso que la obra necesitaba. Aunque en ambos países la cinta fuera estrenada en formato televisivo, muy pronto, y como hemos anunciado arriba, fue considerado uno de los mejores filmes del celuloide (en otros países sí llegó a la pantalla grande; en España, en cambio, tuvimos que verla en VHS, un formato que ya ha caído para muchos en el olvido).
El débito con La misión es incuestionable —la fotografía, la música, algunas escenas que tienen como protagonista un instrumento de viento (todos recordamos aquel famoso oboe del padre Gabriel), etcétera—, pero el filme se aparta lo suficiente para brillar con luz propia y ofrecernos un espectáculo nuevo y sugerente. De hecho, toda la película merece la pena, porque está dirigida con mucho cuidado y el guion se esfuerza en embebernos del hostil clima que vivieron los jesuitas franceses en Canadá (sin escatimar la violencia de los mentados iroqueses, que nada tienen que ver con los “amigables indios” que hoy nos venden). Sin embargo, hay dos escenas que, a mi juicio, se encuentran entre las mejores de toda la película: en primer lugar, aquella en la que el padre Laforgue se reúne con otro misionero, para que este le relate sus experiencias en Nueva Francia; la otra, aquella en la que el susodicho jesuita enseña a los indios el arte de la escritura.
Veamos la primera. Como hemos señalado, el padre Laforgue —a la sazón, un bisoño neopresbítero— se reúne con un superviviente de los indios iroqueses, los cuales han mutilado su rostro y sus manos hasta límites insospechados e inhumanos. Y es que, a pesar de semejante tortura, el citado misionero está deseando volver a aquel territorio para cumplir con la empresa que Dios le ha encomendado: propagar la buena nueva y establecer la civilización. Este momento es enardecedor, porque muestra hasta qué punto los sacerdotes de aquella época eran conscientes de su deber: como toda persona que muriese fuera de la Iglesia estaba condenada a padecer las llamas eternas, ellos —henchidos de amor por las almas y de responsabilidad espiritual para con el Altísimo— no dudaban en padecer todo tipo de desventuras para evitar semejante catástrofe; a ello debemos sumar la civilización, porque Europa, por aquel entonces, estaba persuadida de que ella regía los destinos del mundo y que, por ende, debía proporcionar ese bienestar a las demás naciones.
Por desgracia, esta es hoy una idea denostada hasta el paroxismo, porque aquellos herederos de tales héroes se avergüenzan de haber conocido el cristianismo y de haber relegado sus religiones paganas (llenas de tortura, mentira y sangre, como vemos en el filme). Lo más triste, empero, es que ese sentimiento pulula también por ambientes intraeclesiales, y no son pocos los sacerdotes —más aún, ¡los misioneros!— que ven como un abuso de poder el haber llevado la civilización a los nativos americanos. Pero es muy fácil criticar la acción de la Iglesia desde la comodidad de un sofá y a golpe de tuit: esos mismos que disertan a toro pasado en sus mullidos cojines serían hogaño incapaces de padecer las inclemencias que antaño encararon aquellos. Por eso mismo, la cinta es un tributo a los jesuitas que, dejándolo todo —el padre Laforgue vive en Francia a cuerpo de rey—, se sometieron incluso al derramamiento de su sangre para llevar el evangelio y la civilización al Canadá.
En cuanto a la segunda escena, el padre Laforgue enseña a los indios la magia de la pluma de la siguiente manera: un indio le revela un secreto que solamente él conoce; el jesuita lo consigna en un pliego de papel y se lo entrega sin mediar palabra a otra persona, y así, cuando esta lee el texto, conoce de inmediato aquel arcano. El indio se queda tan obnubilado por lo que acaba de presenciar que, en efecto, piensa que el hecho es fruto de la brujería. ¿Acaso no es fantástico y necesario que nos recuerden algo así, que no es más que un producto de esa civilización que Europa pretendía instalar en América? Hoy estamos tan acostumbrados a escribir que no somos conscientes de la maravilla que supone leer lo que otros escribieron siglos atrás. Transmitir noticias, describir paisajes o generar sentimientos mediante unos renglones son signos de una civilización que jamás habría llegado a la otra orilla del Atlántico sin la intervención de los misioneros. ¿Qué habría sido de nosotros sin nuestros amados libros? Existe una palabra en español que define fielmente esta sensación que cada uno de nosotros experimenta cada vez que abre un volumen cualquiera: letraherido.
Solo por estas dos escenas, la cinta ya merece la pena, mas también necesitamos verla para comprender un fragmento de la historia que quizás haya pasado de puntillas por nuestro suelo. Eso sí, advierto al lector —futuro visualizador (o así lo espero)— que la película no está exenta de crudeza, por lo que hay secuencias que son de una violencia atroz no apta para estómagos delicados (aunque si ya han disfrutado de la magistral —y no lo suficientemente ponderada— Apocalypto, esto es moco de pavo). También tiene algunas imágenes subidas de tono que, aunque no sean muy explícitas (sobre todo si tenemos en cuenta lo que hoy aparece en pantalla), pueden resultar incómodas si se ven acompañadas por menores (véanla los papis antes de ponérsela a sus hijos).
Sin más, esta es mi recomendación de este fin de semana. Espero que la disfruten y que dejen su opinión en los comentarios. La semana que viene, si Dios así nos lo permite, hablaremos de un filme más apropiado para estas fechas navideñas que se nos aproximan y que nos recuerdan el verdadero sentido de su celebración. Mientras tanto, pasen ustedes un buen día y no dejen de echar un vistazo a mi libro: 100 películas cristianas, que pueden adquirir en este enlace (100 películas cristianas – Homo Legens).
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No es para niños ni adolescentes, ni es una película ,’cristiana’ en el sentido tontaina que ha tomado el género. Tiene momentos morales y sexuales tensos y de conciencia problemática. Por eso es una buena obra para quien atesora experiencias, cultura e inquietudes de vida, y no va buscando evasiones beatas.
Disculpe. Agradezco su opinión, pero me pareció una pelicula extremadamente DES EDIFICANTE. No solo las escenas subidas de tono innecesariamente…el momento en que «va al baño» por no decirlo de otra manera en la canoa, pero de fondo el espíritu es oscuro, sin alegría, sin gozo, sin belleza del Espíritu Santo. Es una película que no destila fe, y terminas con sensación amargada y torcida. La vimos con un grupo de sacerdotes y nos fuimos muy decepcionados. Seguro que usted tiene un gran espiritu de fe y buena intención. Pero sugiero que no recomiende esta película. No trasmite el Espíritu. Lo digo con paz y buen espíritu. Es simplemente que creo que en sumas y restas, no vale la pena meterse en esta película. Gracias!
En sentido religioso y de fe, en efecto, «La misión» edifica aparentemente más que «Black Robe», con aquella épica y música maravillosas. Salvo que la primera está terriblemente manipulada y ‘mentida’ por los jesuitas marxistas de la Teología de la Liberación, para embaucar con su soflama violenta, falsa y de ideología totalitaria a todo beato y beata que deseen ser engañados, que son más de los que la gente piensa.
la pelicula la mision es otro disparo mas de la leyenda negra. España trató a los indios como españoles, pudo haber habido abusos, porque seguramente hubo personas pecadores, eso es cierto, pero lo que hizo España en iberoamerica es una gesta de evangelizacion. No asi los ingleses en Usa, en donde se exterminó a los indios sin nignun complejo.
Mantos negros era el nombre que los indígenas del Canadá francés daban a los jesuitas por su sotana.
Los hurones eran pacíficos y los jesuitas trabajaron bien con ellos, en cambio los iroqueses eran guerreros y casi exterminaron a los hurones.
El artículo de Religión en Libertad «Las espeluznantes torturas que sufrieron los 8 mártires jesuitas con los iroqueses aún nos espantan» narra ese contexto y el martirio de los jesuitas San Isaac Jogues y compañeros.
Siguiendo su consejo he visto la pelicula. La pelicula tiene unas escenas sexuales demasiado explicitas para mi gusto, que se podian haber contado de manera mas sutil. El protagonista a pesar de tener un gran teson misionero no comunica alegria, no es una pelicula edificante, aunque relata una historia de un autentico santo, que arriesga su vida por evangelizar, la pelicula no trasmite esperanza cristiana sino mas bien tristeza, amargura y desesperanza. Parece estar hecha por una persona que no cree que exista el cielo.