El héroe y el político. Encomio de la renuncia

Los centinelas de la humanidad Los centinelas de la humanidad
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Hoy les ofrecemos este extracto del libro Los centinelas de la humanidad, de Robert Redeker. En una época de individuos encerrados en sí mismos, entregados a sus pulsiones y en consecuencia alérgicos a cualquier sacrificio, el filósofo francés Robert Redeker se propone en el presente libro una tarea tan sugerente como ambiciosa: la de perfilar dos tipos humanos, el del héroe y el del santo, radicalmente opuestos al actual.

Tan opuestos, se dirá, que éste los desprecia en el mejor de los casos y se mofa de ellos en el peor. Si el hombre contemporáneo lo sacrifica todo en el altar de su yo, el héroe y el santo sacrifican su yo en el altar de algo que reconocen más valioso: una idea, una patria, una persona, Dios. Con su libérrimo testimonio —libérrimo porque se ha liberado de la fuerza atrayente del ego—, ambos se sitúan en el horizonte de la humanidad, en la mismísima frontera entre lo humano y lo sobrehumano, entre lo natural y lo sobrenatural.

El héroe y el político. Encomio de la renuncia.

Escuchemos a Montesquieu: «La virtud política es una renuncia de sí mismo, algo que siempre resulta muy penoso». Prestemos atención al vocabulario: virtud política no es exactamente lo mismo que virtud moral. Entumecido por la ética, nuestro tiempo tiende a ignorar incluso la existencia de una virtud política que sea diferente de una virtud moral. El filósofo bordelés dirige nuestra atención hacia el elemento ascético de la política —a decir verdad, muy raramente observable—.  A base de miles de años de experiencia, si bien la opinión general asocia fácilmente el ascetismo con la religión y con el arte, nunca lo asocia con la política. […] La virtud, en efecto, es lo que caracteriza a los héroes, cuyo destino de gloria se despliega en el mismo terreno que el de los príncipes y los políticos, o que el de las turbas encolerizadas: la historia.

En la época de Montesquieu, la renuncia, en sus diversos grados, era, sobre todo, un tema propio del misticismo. Sin embargo, el filósofo de la Ilustración afirma que la ascesis indispensable es también el signo de la verdadera política. Quizá incluso pudiera ser que la renuncia resultase más esencial en política de lo que es en la mística. Es mucho más difícil de conseguir en este ámbito debido a las pasiones que hay en movimiento: la ambición, el orgullo, la vanidad, la búsqueda del poder, la glotonería, la codicia, la adulación, etc. Y el obstáculo de los obstáculos a toda renuncia, a todo ascetismo, a toda sabiduría: la rivalidad. Empero, estas pasiones son invariablemente vicios. La psicología política los ha estado discutiendo desde sus orígenes, en La República de Platón. La clasificación antropológica según regímenes, que distingue entre el hombre tiránico, el hombre democrático y el hombre aristocrático, de acuerdo con el pensador griego, establece el punto de partida de esta psicología política. Cabe señalar que describe tanto a los gobernantes como a los pueblos. Antropología y política: a cada tipo de régimen político le corresponde un tipo humano diferente. Bajo la aristocracia, el hombre aristocrático es, por supuesto, el que conduce el carro del Estado, pero igualmente lo es el hombre del pueblo. De hecho, las mismas pasiones animan a los príncipes y a sus súbditos. Este enfoque también arroja luz sobre el surgimiento y posterior gobierno del tirano: cuando hay una multitud de pasiones tiránicas en el pueblo, la tiranía se precipita y se impone a toda prisa. El tirano y el pueblo se oponen sólo en apariencia; en realidad, el uno y el otro, el opresor y el oprimido, vibran con las mismas pasiones. La corrupción tiránica es la resonancia de la corrupción popular, se basa en ella para asegurarse el poder. La tiranía resulta imposible mientras la gente viva según la virtud.

Plutarco y Maquiavelo escenifican estas pasiones en acción dentro del campo político. ¡Qué poderosas pasiones! Imperiosas, devastadoras, se las cree invencibles. Son pasiones que, en conjunto, tienden a fortalecer y encerrar el ego en sí mismo. En el místico, la renuncia es, mutatis mutandis, bastante fácil: la persona sigue su pendiente, que la empuja al abandono. En política, las pasiones levantan una barrera gigantesca contra esta renuncia. Contrariamente a todos nuestros prejuicios, Montesquieu, al insistir en la virtud, esboza otro universo de política deseable. Su lección para hoy: sería bienvenido que los políticos practicasen el arte de la renuncia a uno mismo. ¿Utopía, diremos? No, muy al contrario; Montesquieu se abstiene de esbozar la geografía de una sociedad ideal cuyo nacimiento debiera forzarse mediante la violencia. ¿Cabe sospechar que se trate de una anticipación de 1793, de la despiadada pureza de Robespierre? ¿O de Saint–Just, según lo interpreta Michelet: «El bello, el terrible Saint–Just, el Arcángel del Terror, cada una de cuyas palabras cae como una orden del destino»? ¡No, no! Lo que plantea Montesquieu, este hombre de moderación y equilibrio, se sitúa en las antípodas de la cruenta pretensión y sangriento disfraz de virtud según Robespierre y Saint–Just, casi medio siglo después de la publicación de El espíritu de las leyes. Al contrario, pues: la virtud y la renuncia deseadas por Montesquieu existen, en la realidad humana, como semillas cuya eclosión hay que favorecer. Únicamente se puede hablar de virtud política si existe, y, en ocasiones, ha aparecido en unos pocos Estados.

Proceso de inversión: mientras que, según Montesquieu, la virtud política modera las pasiones al identificarse con la renuncia, según Robespierre y Saint–Just, desata el exceso de pasiones —en particular la ira y la intransigencia sanguinarias—, hasta el punto de convertirse en ella misma en una pasión tempestuosa. Según ellos, la virtud es la palabra mágica que convierte en posible lo imposible: fuerza las puertas del infierno. Robespierre y Saint–Just llevan la Revolución a su punto de extrema incandescencia utilizando la virtud–ariete. Es decir: dentro de la psicología revolucionaria, la virtud misma se convierte en una pasión, la más ardiente de todas, identificándose con lo que, por el contrario, debería moderar. Según estos dos presuntos ascetas, la virtud, en vez de tomar la forma de la renuncia —y aunque ambos llevasen, como Michelet subraya repetidamente, una carga ascética en su corporeidad—, se convierte en hybris, desmesura, exceso. Pasión loca. Robespierre, cuya delgadez de cuerpo era casi una ausencia de cuerpo, se presenta bajo la pluma de Michelet como «el hijo mismo de Rousseau y del racionalismo, el lógico de la Revolución». Cuando la virtud es pasión, de la lógica a la guillotina el camino es directo. Casi sin cuerpo y, no obstante, apasionado; así es como se antojaba Robespierre a sus contemporáneos. La mayoría de los filósofos ven en las pasiones una perturbación del alma que afecta a su libertad y cuyo origen hay que buscar en el cuerpo. Sin embargo, Robespierre ofrece un caso diferente: es la idea, no el cuerpo, lo que es la fuente de la pasión, lo que se convierte así en una relación de alma a alma que acaba por olvidar el cuerpo. Una especie de inversión del sentido común, una perversión de la lógica aparece cuando la idea se convierte en pasión cuya fuente ya no se halla en el cuerpo, sino en el alma. Cuando se pliega bajo el influjo de la pasión, sobre todo la revolucionaria, cuando la pasión absorbe la lógica hasta el punto de apoderarse de ella, entonces, bien lejos de lo que Montesquieu esperaba de ella, la virtud pierde su capacidad de moderación y se consagra al encarnizamiento de la destrucción.

El político es también quien intenta legitimar su acción vinculándose a tiempos heroicos para hacer de ella su continuación. La política asume que el tiempo de los héroes ha pasado, de modo que se trata de gestionar su tibia memoria. A diferencia de la política ordinaria, cada gesto de Napoleón parece decir: vivimos tiempos heroicos. Tiempos dignos de Alejandro. Tiempos griegos, tiempos romanos. Tiempos que he hecho retornar. Los he restablecido para la actualidad. Tiempos que no son normales, tiempos que sólo reconocen lo extraordinario como única norma. Tiempos en que todas las aventuras, todas las conquistas son posibles.

La oposición entre el héroe y el político no es ni radical, ni moral. Sólo puede entenderse mediante una teoría de las pasiones. Por eso, los estoicos, Descartes, Spinoza y, más tarde, Alain ofrecen a sus lectores una filosofía del patetismo. La reflexión sobre las pasiones y su dominio es una Atlántida intelectual: ha desaparecido del mundo moderno. El patetismo, esa vasta provincia de la filosofía, se asemeja a un continente engullido cuya memoria incluso comienza a perderse. Sin embargo, tiene mucho que enseñarnos, y probablemente se deba a que genere repulsión pensar en la servidumbre que provocan las pasiones, pensar en las pasiones como esclavitud, pensar que el mundo moderno no es un mundo libre. La mayoría de las veces el político no es un hombre libre: sus pasiones y su obeso yo lo dominan. Se arrastra como un esclavo ante ellas, buscando satisfacer su voracidad. Dicho a la manera de Platón, el político se hace el siervo de su vientre. En este caso, el vientre simboliza el yo egoísta, egótico, henchido, hinchado, cual globo aerostático relleno de helio embriagador, el yo encerrado en su narcisismo. Las pasiones del político son pasiones orientadas a cebar este yo. Toman este yo por principio y término, por alfa y omega.

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Este fragmento, ha sido extraído del libro Los centinelas de la humanidad (2021) de Robert Redeker, publicado por Bibliotheca Homo Legens.

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