‘Libido Diminuendi’ y la Ciudad de los paganos

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(Crisis Magazine)- “Quiero hablar en esta obra sobre la gloriosa Ciudad de Dios”, dice Agustín en el prólogo de su obra maestra, La ciudad de Dios. Una obra maestra de la historiografía teológica, compuesta para refutar las acusaciones de los paganos romanos: “Los cristianos han corrompido nuestra herencia”. Por ello, decían, los dioses habían abandonado la antigua y venerable ciudad de Roma –reina del mundo antiguo– al saqueo, las violaciones y las matanzas perpetradas por los pueblos bárbaros como los godos. Estos eran cristianos arrianos, encabezados por Alarico, un ambicioso caudillo que deseaba, ni más ni menos, que ser lo que él pensaba que un gran general romano y un hombre de estado debían ser.

Así, ante la acusación de los paganos, Agustín respondió para defender la inocencia de los cristianos, para resaltar los beneficios de la enseñanza cristiana para el bien común y para distinguir las dos ciudades, enfrentadas ambas en el mismo lugar y al mismo tiempo: la ciudad de los hombres y la ciudad de Dios.

En la introducción a mi edición, Thomas Merton escribe que “la diferencia entre las dos ciudades es la diferencia entre dos amores. Los que están en la ciudad de Dios viven unidos por el amor de Dios y se aman unos a otros en Dios. Los que pertenecen a la ciudad de los hombres, por supuesto, no están unidos de ningún modo efectivo”, por lo que cada hombre alza la mano contra su vecino. Aunque esto no es porque los hombres sean malos por naturaleza. Esto sucede porque su inteligencia y su voluntad se hallan caídas, por lo que yerran, prefiriendo los bienes terrenales a los celestiales, lo terreno a lo eterno, lo humano a lo divino, en su esfuerzo por colmar un deseo que sólo Dios puede saciar. Yo entiendo la frase “alabanza divina” en ambos sentidos gramaticales. Estamos hechos para alabar a Dios, como dice Agustín en sus Confesiones, y nuestros corazones están inquietos hasta que descansan en Él. Pero también estamos destinados a escuchar la alabanza de Dios, cuando, al final, nos diga: “Siervo bueno, entra en el gozo de tu Señor”.

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“Es una ardua tarea”, dice san Agustín, “pero Dios me auxilia. Porque al rey y fundador de esta ciudad que nos ocupa, Él, en la Escritura, dio un decreto divino a su pueblo en los siguientes términos: «Dios resiste a los soberbios, y da su gracia a los humildes»”. No se puede entender como un comportamiento aleatorio de Dios. La humildad es la puerta del alma abierta de par en par al amor. «Si el Señor no construye la casa», dice el salmista, «en vano se cansan los albañiles»; y, a no ser que el Señor le construya una digna morada de fuertes dinteles y techos altos, cada hombre deberá morar en el pequeño y modesto refugio que se haya hecho para sí mismo. Y, aunque pretenda que es un palacio, pasará sus días envidiando a su vecino, cuya morada parecerá mejor, su techo más alto y sus vacas más gordas. Llamemos a esos vecinos Atenas y Esparta o Roma y Cartago.

“Y por ello”, continúa el obispo, “también debemos hablar de la ciudad terrenal que, a pesar de creerse la flor de las naciones, se rige por la única regla de la lujuria” – es libido dominandi. Leyendo estas palabras, que Merton aplica a la triunfante América de su tiempo, pienso que simplemente hemos repetido la historia de la Roma republicana, que triunfó sobre Cartago y Grecia hasta llegar a su propia decadencia moral, como dicen los historiadores romanos a los que san Agustín cita. El orgullo precede a la caída. Esto es así debido a la estructura del orgullo y a la naturaleza de las cosas grandes. Después, llegan las secuelas. “La pregunta que nadie hace y todos piensan”, dice Frost acerca de la reinita hornera, ese pájaro estoico y solitario típico del verano, “es qué hacer con algo venido a menos”.

Esto requiere un cierto análisis. Pensemos en el concepto de libido dominandi. ¿Qué es? ¿Qué hace? Es masculino, inabarcable y con grandes ambiciones: Alejando, con mundos a conquistar, construyendo una calzada hasta Tiro para destruirla; César en el Rubicon, con sus ejércitos listos para cargar contra los senadores; Edison, llenando el continente de luz (con la consecuencia de que ahora nuestras ciudades no duermen); Armstrong, plantando la bandera de Estados Unidos sobre la luna, aunque me pregunto si Estados Unidos seguirá siendo uno cuando el próximo hombre pise ese mundo antiguo. Edgar Allan Poe cantaba sobre “la gloria de Grecia y la grandeza de Roma”, ¿y quién podría negarlo? Los romanos unieron Europa con calzadas, puentes, acueductos, canales, puertos, edificios públicos y le dieron las leyes. Y, sin embargo, bajo esa capa de mármol, había ladrillos. Debe ser así, pues el hombre es hombre, y –

               – los imperios tienen su día y hora,

y si se difiere su solemne fallecimiento,

corren el riesgo de caer en el absurdo.

Pesados gigantes inútiles en su poder:

sus parodias, y no sus triunfos, son los que destacarán.

De este modo, la libido dominandi, fruto del orgullo, se marchita, dando lugar a la libido diminuendi, nacida del odio y la envidia. ¿A qué se parece esta libido? Es afeminada, entrometida, nerviosa y llena de pesadillas; es como una pequeña Simone de Beauvoir, que odia la felicidad de las mujeres fértiles; es la petit moderne, riéndose de las grandes obras del intelecto imperecedero y derribando todas las formas de arte que el hombre se empeña en construir; es una Iglesia que desprecia las cruzadas, pues la cruz es pesada y sus astillas se clavan en el hombro. No es un león, sino un chacal; no es un general, sino un empalagoso burócrata; no es el bramido de un valiente, sino el susurro de un mentiroso. Se gloría en una debilidad que no es la humildad, y detesta lo magnánimo y lo magnificente, llamándolo arrogancia y orgullo.

Creo que ahora mismo nos encontramos así – en la raquítica libido diminuendi. Es la humildad de los demonios. Es lo inverso a esa condición de obediencia hacia la cual el hombre debe aspirar. Pensemos en las palabras de Jesús: los que le aman, obedecen sus mandamientos, y el Padre, por ello, les iluminará. Homo oboediens, el hombre debe obedecer. La cuestión no es si el hombre obedece o no, sino a quién – o a qué. El hijo recio y responsable obedece a su padre durante toda su vida, creciendo al amparo de la autoridad de su padre; así, trabajando juntos la tierra, padre e hijo son uno. Obedecer al padre es bueno y sabio, lo eleva a su altura y trae grandes beneficios. El hombre es esa criatura, decía Chesterton, que cuanto más se abaja, más crece. Pero la libido diminuendi le ha infectado, el hombre ya no se inclina, sino que se encoge de hombros – buscando algo grande para graffitearlo o derruirlo. Se regocija despreciando a sus antepasados. Este juego le merece la pena, pues no podría adquirir la autonomía de otro modo. El que desprecia a sus antepasados se alegra cuando tú desprecias a los tuyos y te unes a él en su mediocre empresa. En cierto modo, ejerce cierto poder sobre ti. No puede creer, así que se asegura de que tú tampoco puedas creer. No puede apreciar las grandes obras, así que se asegura de que pierdas todo aprecio por ellas. Lo llama crítica, y te invita a unirte a él en sus distinguidos “gustos”. Cambia las páginas de la Escritura por las de las editoriales de periódico, cambiando a santo Tomás de Aquino por Madison Avenue. Los castrados odian a los hombres llenos de espíritu y, por ello, les castran y les obligan a darles las gracias.

Alguna gente piensa que la libido dominadi debería levantarse contra la libido diminuendi, a fin de que esta se escondiese de nuevo en su madriguera. No creo que suceda. Satán y Belial están en el mismo equipo. Sólo un hombre puede salvarnos. Un hombre –un vir– más poderoso que cualquier César, más tierno que cualquier mujer, más recio que la muralla de cualquier ciudad y más brillante que cualquier astro creado por el hombre.

La ciudad en la que esperamos habitar eternamente “no necesita al sol, tampoco a la luna, para brillar, pues la gloria de Dios la ilumina, y su lámpara es el Cordero”.

Publicado por Anthony Esolen en Crisis Magazine.

Traducido por Verbum Caro para InfoVaticana.

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Comentarios
3 comentarios en “‘Libido Diminuendi’ y la Ciudad de los paganos
  1. Mama, son malos. No hacen mas que poner publicidad para ganar dinero. Si me hubieses abortado no perdería el tiempo con ellos.

    Pero hijo, qué pasa por perder el tiempo? Si el tiempo no existe.❤

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