La Iglesia bergogliana, perdida entre ideologías y lugares comunes

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La entrevista que el papa Francisco ha concedido a La Stampa, y que ha sido publicada el 9 de agosto, es el pronunciamiento político más explícito y orgánico de todo su pontificado. En la conversación, el papa vuelve sobre muchos temas que ya había abordado con anterioridad. Pero nunca hasta ahora había unificado sus tesis sobre los principales temas de la política europea y mundial en una síntesis unitaria tan completa: desde el estado de la integración europea a la inmigración, de la dialéctica entre globalismo y soberanismo a la salvaguardia del ambiente.

No sólo: en los últimos decenios, al menos desde el pontificado de Pío XII, ningún papa había abordado de manera tan sistemática las principales cuestiones políticas debatidas en Occidente y en Europa, incluidos los asuntos internos de Italia. En su programa de «Iglesia en salida» y de nueva evangelización en un Occidente cada vez más secularizado e incluso anticristiano, Jorge Bergoglio está llevando a cabo un esfuerzo sin precedentes para que la Iglesia católica se cualifique como actor protagonista de los grandes cambios mundiales, una Iglesia que dé respuesta directas, que sea portadora de esperanza y de confianza para un pueblo angustiado que vive una época de incertidumbre.

Se trata de una elección decidida que fuerza hasta el extremo el límite lábil entre la predicación del Reino de Dios y el compromiso hacia objetivos concretos que atañen al ámbito secular. Un límite que, con mucha frecuencia, es ambiguo y que ha causado, en el pasado, peligrosos equívocos. Como en la fase atormentada del post-Concilio, en la que, en los años de las grandes revoluciones y subrevoluciones, la tentación de abrazar los ideales de la liberación, el progreso, la igualdad y el desarrollo, todos ellos inscritos en el signo de las ideologías, llevó a la Iglesia y al mundo católico a grandes cambios de ruta y laceraciones, que fueron frenados gracias a la sabiduría y el equilibrio del papa Pablo VI y al nacimiento de movimientos bajo el signo de una vuelta al espíritu originario de la comunión eclesial.

Por lo tanto, no hay que infravalorar los riesgos que le puede causar a la Iglesia el retomar, aunque sea en un contexto muy distinto, una línea de compromiso político totalmente «terrenal». Para evitar dichos riesgos, sería necesario que la Iglesia llevara a cabo una reflexión ponderada y profunda sobre los temas en cuestión, con el fin de elaborar respuestas política y socialmente contundentes, pero también coherentes con su historia, su magisterio y su función.

Pues bien, la impresión principal que se saca de la entrevista de Francisco a La Stampa -confirmando y amplificando la impresión generada por sus innumerables pronunciamientos anteriores- es que, precisamente desde este punto de vista, la «plataforma ideológica» de su pontificado es decididamente inadecuada. El papa, de hecho, se expresa sobre temas políticos muy complejos y divisorios con declaraciones axiomáticas, breves, generalizando de manera desconcertante, a veces incluso con inexactitudes que son claramente debidas a una falta de conocimiento sobre el tema en cuestión. Francamente, suscita gran sorpresa que el papa no tenga a su alrededor a expertos (o tal vez los tiene, pero no los utiliza) que sean capaces de proporcionarle la documentación indispensable sobre los distintos temas, para así poder orientar su reflexión.

Sobre el tema de la contraposición entre globalismo y europeísmo por una parte, y soberanismo y nacionalismo por la otra, el pontífice parte de una base interesante y potencialmente fecunda: la de la distinción entre una globalización como «esfera» (que homologa y mortifica a las distintas culturas) o como «poliedro» (capaz de tener en cuenta la especificidad de cada cultura). En la entrevista Bergoglio retoma esta teoría, subrayando adecuadamente la necesidad de partir, en el diálogo entre países y culturas distintos, de las correspondientes identidades para integrarlas entre ellas mediante el diálogo. Sin embargo, rápidamente reduce este principio tanto a la reivindicación de un europeísmo generalizado entendido como el «sueño de los padres fundadores», como a una condena generalizada del soberanismo. Respecto a la Unión europea, el pontífice se limita a decir que esta «se ha debilitado con los años, a causa también de algunos problemas de administración, a desacuerdos internos. Pero es necesario salvarla», declarando a continuación su total aprobación a la designación de Ursula von der Leyen como presidenta de la Comisión, aduciendo como motivo que «una mujer puede ser adecuada para reavivar la fuerza de los padres fundadores» porque «las mujeres tienen la capacidad de unir».

¿Realmente la cabeza de la Iglesia católica no tiene nada más específico que decir sobre la atormentada historia del paso de la Comunidad europea a la Unión europea, o sobre la compleja relación actual entre centralidad burocrática y democracia, o sobre la desigualdad en la Unión entre los Estados económicamente más fuertes y los más débiles? ¿Es suficiente que von der Leyen sea una mujer para conseguir su aprobación, pero en cambio no tiene nada que decir sobre la deriva cada vez más secularizada del popularismo alemán, del que la actual presidenta de la Comisión ha sido figura destacada llegando incluso a acomodarse totalmente a las posiciones laicistas sobre los «principios no negociables»?

Puede dar la impresión que hacer comparaciones con el pontificado anterior es poner el dedo en la llaga, pero realmente hay un abismo entre la reflexión arraigada y estructurada de Benedicto XVI sobre la crisis de Europa y las consideraciones esquemáticas del actual pontífice.

Respecto al tema del soberanismo, y sobre el del populismo vinculado a este, el pontífice llega, en la entrevista, a ulteriores niveles de superficialidad. El fenómeno soberanista -que no se entiende sin la referencia a la rebelión contra los inconvenientes causados por la globalización y la deriva elitista de la Ue-, es liquidado con gran celeridad no sólo como mera expresión de egoísmo nacionalista («primero nosotros. Nosotros… nosotros…»), sino incluso como la posible reencarnación del fascismo y el nazismo («se oyen discursos que se parecen a los de Hitler de 1934»). Decir esto es un despropósito desde el punto de vista histórico y politológico, además de ser una afirmación que induce a fuertes divisiones en gran parte de las sociedades civiles europeas, en las que los partidos soberanistas consiguen grandes consensos electorales, también por la gran cantidad de católicos que los votan. Y no menos relevante, es una toma de posición explícita respecto al contexto político italiano, ya que demuestra una gran hostilidad hacia Salvini y la derecha. El resultado es presentar a la Iglesia -con un tono drástico que no se veía desde la época en la que los comunistas eran excomulgados- como un actor político claramente alineado con una parte.

Una visión aún más desenfocada del fenómeno, basada en un conocimiento decididamente escaso y poco meditado, surge cuando el papa dice que «el soberanismo es una exageración que siempre acaba mal: lleva a la guerra». Como es bien sabido, los movimientos y los partidos soberanistas han surgido en la historia europea sólo en los últimos decenios; además, nacionalismo y soberanismo son dos fenómenos distintos que no se superponen. Por no hablar de cuando el papa se aventura en una temeraria distinción entre popularismo y populismo con el fin de apoyar al primero en detrimento del segundo, concluyendo que «los populismos nos llevan a los soberanismos; ese sufijo, ‘ismos’, no lleva a nada bueno». Es evidente que el popularismo es un «ismo», por lo que no se comprende en base a qué debería preferirse uno y no el otro. Ciertamente, son las bromas que causa la lengua italiana cuando es hablada por un extranjero; este es un problema ulterior que, en un contexto de comunicación tan crucial, no debería descuidarse.

En relación a los fenómenos migratorios, el pontífice retoma y radicaliza aún más su posición, repetidamente expresada sobre esta cuestión. Su conocida fórmula según la cual la política de los Estados sobre este tema se resume en las cuatro palabras «recibir, acompañar, promover, integrar», interpretadas a la luz de la «prudencia» por parte de los gobiernos, que deben tener en cuenta sus posibilidades concretas de acogida, aquí es explicada sosteniendo que los Estados de la Unión europea deberían ponerse de acuerdo para distribuir a los inmigrantes entre ellos según la correspondiente densidad de población. El papa desea incluso que los inmigrantes puedan ser utilizados para repoblar las ciudades y las zonas demográficamente deprimidas: una declaración que alimenta la impresión de su adhesión a la muy impopular idea de «sustitución étnica».

Uno se pregunta, ¿realmente es posible que el papa ni siquiera se plantee el problema que puede causar sobre la resistencia de las sociedades del Viejo Continente el impacto de una inmigración no europea cada vez más masiva? ¿Es posible que no tenga la más mínima duda sobre el hecho de que el aumento progresivo de inmigrantes ilegales, procedentes de países cuyos estándares de convivencia están muy lejos de los estándares europeos, pueda crear -o esté ya creando- problemas muy graves de orden público, de compatibilidad cultural, de convivencia y tolerancia religiosa?

Para acabar, el tema del medio ambiente. También sobre este punto las declaraciones de Bergoglio -aún más que en la encíclica Laudato sì, completamente dedicada a este tema- son lapidarias, acríticas, sin ningún tipo de matices. De hecho, el pontífice apoya con total convicción las tesis catastrofistas sobre el agotamiento de los recursos del planeta y, sobre todo, del calentamiento global antrópico y proporciona su firme apoyo al movimiento fundado por la joven Greta Thunberg, de la que cita con complacencia un eslogan más bien anónimo como «El futuro somos nosotros». También en este caso uno se pregunta por qué una autoridad espiritual mundial de este nivel pone en riesgo, sin ningún tipo de reservas, la credibilidad de la institución que él guía para apoyar opiniones que son objeto de gran discusión, sobre las que no hay un consenso unánime entre los expertos, ni tampoco a nivel del debate político internacional.

Concluyendo: nunca como hoy, con esta entrevista de Francisco, la Iglesia se ha propuesto a sí misma como un «partido» puro y duro, y no como «católica», es decir, universal. Dictada por la noble intención de evangelizar a los pueblos proponiéndose como institución cercana a los problemas más angustiosos y urgentes de nuestro tiempo, esta actitud produce, sin embargo, el efecto contrario: elimina -o hace creer que han sido eliminados-, a todos esos fieles que no están de acuerdo con la «línea» ideológica dictada por el Vaticano. Y elimina también a una muy amplia parte de las sociedades occidentales a las que, en cambio, se podría implicar para llevar a cabo una obra de revitalización de la dimensión comunitaria y la búsqueda de un sentido más elevado de la vida que vaya más allá de la dimensión de los bienes materiales, del poder, del consumismo.

En resumen, es paradójico que justo el papa que al inicio de su pontificado había puesto en guardia a la Iglesia para que no se redujera a una ONG, sea el que corra el riesgo concreto de favorecer un resultado aún peor del que temía al intentar llevar su predicación siempre más dentro del «fuego de la controversia» del mundo contemporáneo. Pone la institución al servicio de un «programa» totalmente mundano y deja de lado -quitándole eficacia y fuerza de convicción- su razón de ser principal: el kérygma, que ningún debate político podrá jamás llegar a cabo, ni siquiera acercarse, en su relación plena con todos los aspectos de la experiencia humana.

Publicado por Eugenio Capozzi en L’Occidentale.

Traducido por Verbum Caro para InfoVaticana.