El neoimperialismo amazónico

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En el Sínodo del Amazonas, lo de menos son los indígenas. Los amazónicos son aquí convidados de piedra, hasta el punto que se puede organizar todo un sínodo para, supuestamente, estudiar sus necesidades y subvenir a ellas sin que intervengan naturales de aquellas tierras sino, en todo caso, como accesorio folclórico o elemento decorativo lleno de colorido.

Al final, la gente no se chupa el dedo, y lo evidente acaba haciéndose inocultable y nadie que le haya dedicado más de un par de minutos puede ignorar que la fascinante selva amazónica es poco más que un fondo pintoresco y un pretexto para tratar asuntos que interesan a prelados del muy céntrico y muy rico Occidente.

Pero el hecho en sí no es meramente ofensivo para aquellos a los que se intenta engañar, sino también, muy especialmente, por aquellos a los que se toma por comparsa en toda esta aventura de progresismo trasnochado. Porque, sí, es progresismo de manual, copiado a la letra del vademécum secular y simplificado hasta el ridículo con su moderna adoración de los espíritus del bosque.

Es, en definitiva, otro arrogante despliegue de neocolonialismo progre. El occidental se engañó una vez, en el imperialismo clásico, hablando de “la carga del hombre blanco”, por recurrir a Kipling, y proclamando su misión de rescatar al salvaje de su miseria y sus estúpidas supersticiones, llevándole la luz del progreso, carreteras, leyes y ciencia.

Eso era en algunos fe vivida y, quizá en los más, disfraz precipitado con que tapar su desatada codicia. En cualquier caso, el nativo era un sujeto pasivo de su buena acción, una entelequia imaginaria más que hombres y mujeres reales, una proyección de nuestra imaginación.

Pero el pensamiento progresista no ha acabado con esta arrogancia occidental; meramente, le ha dado la vuelta. El salvaje al que era nuestra sagrada misión sacar de las tinieblas de la ignorancia es ahora el buen salvaje, en comunión con la naturaleza, del que debemos aprender. Sin embargo, también en este caso lo que cuenta es lo que pensemos nosotros, los occidentales, nuestra idea. No son personas reales, son proyecciones ideológicas; son lo que previamente, a priori, deseamos ver en ellos. Por eso nunca oímos hablar de ellos como si uno fuese un ser muy distinto de este otro, un alma con un destino eterno y una salvación que puede libremente aceptar o rechazar: son todos como clones, todos muy sabios y exóticos, todos hijos indistintos de la Diosa Tierra y sus espíritus.

Ayer hablábamos del artículo que nos dedicaba el jesuita catalán Víctor Colina a quienes tenemos algunas objeciones que plantear a los aires renovadores de este pontificado, citándole ‘in extenso’, pero quiero recuperar aquí una frase que dejé sin comentario: “Lo que en el fondo molesta a sus detractores es que su teología parta de la realidad, de la realidad de la injusticia, pobreza y destrucción de la naturaleza y de la realidad del clericalismo eclesial”. Pues bien, padre, relea el documento de trabajo del sínodo y dígame con el corazón en la mano si eso es “partir de la realidad” o hacerlo de una postal idílica, absolutamente inventada, de la Amazonía.

Los amazones no existen para ilustrar nuestras teorías teológicas, pastorales o ideológicas, mucho menos como excusa vergonzante para hablar de ellos como si no estuvieran delante, como se hace con los niños muy pequeños, o para ponerlos como excusa de innovaciones caprichosas que teólogos a la moda (del mundo) quieren introducir en las parroquias de Munich o Los Ángeles. Ese panorama de indios sabios y felices en comunión con la naturaleza cuyo único problema es la invasión del malvado hombre blanco es una filfa que ignora la depauperización extrema, la desesperanza de vidas sin horizontes, la brutal ignorancia, las costumbres crudelísimas y, sobre todo, la necesidad que, como todos, tienen de escuchar la Buena Nueva de Cristo, mucho más que de ser escuchados en sus concepciones espirituals paleolíticas.