Cupich y la migración: ¿Una prioridad desproporcionada?

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El cardenal Blase Cupich, arzobispo de Chicago y uno de los prelados más alineados con el Papa Francisco en Estados Unidos, ha vuelto a pronunciarse sobre la política migratoria de su país.

En declaraciones a Vatican News, ha afirmado: «Aprecio profundamente el testimonio profético del Papa Francisco. El Santo Padre ha identificado claramente para los obispos y la Iglesia en Estados Unidos que la protección y la defensa de la dignidad de los migrantes es la urgencia preeminente en este momento».

Y ha añadido: «Estoy agradecido por su apoyo a los obispos que han criticado las deportaciones masivas e indiscriminadas y la criminalización de los inmigrantes, así como por su llamado a que todos los obispos caminen juntos y defiendan la dignidad humana de los migrantes en nuestro país».

Cupich también ha subrayado que los católicos deben desarrollar una «conciencia bien formada» para juzgar críticamente políticas que se basan en «la fuerza y las distorsiones». Según él, «La regulación legítima de la migración nunca debe socavar la dignidad esencial de la persona».

La inmigración como tema prioritario

Las palabras de Cupich no son sorprendentes, pero sí reveladoras. ¿Por qué la cuestión migratoria es, según él, la «urgencia preeminente» para la Iglesia en Estados Unidos? ¿No hay otras cuestiones graves que requieren la misma o mayor atención? La descristianización del país, la crisis vocacional, el desplome de la asistencia a Misa, el avance de la ideología de género en las escuelas católicas…

Parece que todo eso queda relegado a un segundo plano en favor de un discurso que se alinea más con la agenda política progresista que con la defensa integral de la fe.

¿Qué dice realmente la Doctrina Social de la Iglesia?

La Iglesia siempre ha defendido la dignidad de toda persona, independientemente de su origen. Sin embargo, eso no significa que los Estados no tengan derecho a regular la inmigración de manera justa y prudente. El Catecismo de la Iglesia Católica (n. 2241) establece que las naciones «pueden hacer valer condiciones requeridas por el bien común» para la admisión de extranjeros.

En otras palabras, la política migratoria no puede ser una cuestión de fronteras abiertas sin más, sino que debe equilibrar el derecho a emigrar con la seguridad y el bienestar de los ciudadanos.

Pero en el discurso de Cupich y de otros prelados que siguen esta línea, la cuestión parece reducirse a una moralina simplista: los que defienden regulaciones más estrictas son insensibles, los que abogan por la apertura total, los verdaderos discípulos del Evangelio. Como si la prudencia y la caridad fueran incompatibles.

La omisión de Cupich

Otro punto llamativo es lo que Cupich no dice. No habla de la instrumentalización política de la Iglesia en este asunto. No menciona cómo muchas ONG católicas, financiadas con fondos gubernamentales, han convertido la inmigración en un negocio lucrativo. No dice nada sobre cómo el éxodo masivo de países latinoamericanos está dejando a sus naciones sin fuerzas jóvenes y sin esperanza de reconstrucción.

Y, por supuesto, no menciona el problema de la criminalidad asociada a ciertas formas de inmigración ilegal, ni el sufrimiento de las comunidades locales que se ven desbordadas por una afluencia incontrolada.

El silencio sobre lo esencial

El Papa Francisco, en su carta del 10 de febrero de 2025 a los obispos de EE.UU., les recuerda que «la medida de una sociedad justa es cómo trata a sus miembros más vulnerables». Pero la pregunta sigue en pie: ¿quiénes son los vulnerables en este debate? ¿Solo los inmigrantes? ¿O también los ciudadanos que ven transformadas sus comunidades sin que nadie les consulte? ¿Y qué hay de los cristianos perseguidos en todo el mundo, de los no nacidos amenazados por el aborto, de los fieles que buscan una Iglesia que les guíe con claridad en medio de la confusión moral?

Cupich y otros obispos han elegido su batalla, pero el silencio sobre otros temas esenciales de la fe y la moral resulta ensordecedor. Y es en ese silencio donde la Iglesia pierde su voz profética.