El Papa Francisco ha enviado una carta a los obispos de Estados Unidos en la que, con su habitual retórica sobre la migración, introduce un marco teológico y moral que pretende anular cualquier respuesta soberana de las naciones a la crisis migratoria.
La misiva, fechada el 10 de febrero de 2025, es una clara enmienda a la política de deportaciones anunciada recientemente por el gobierno estadounidense y promovida por el VP J.D. Vance, una figura clave en la administración actual. Pero más allá de la evidente intención política del texto, lo preocupante es la manipulación teológica y filosófica que lo sustenta.
Un Dios “migrante y refugiado”: error teológico de base
Francisco abre su carta afirmando que la migración es “un momento decisivo de la Historia” para reafirmar la fe en un Dios “siempre cercano, encarnado, migrante y refugiado”. Este es el primer error conceptual: Dios no es migrante ni refugiado. El cristianismo enseña que Dios es inmutable, omnipotente y trascendente. La Encarnación de Cristo no puede reducirse a un fenómeno sociopolítico como la migración.
Ciertamente, la Sagrada Familia huyó a Egipto (Mt 2,13-15), pero interpretar esto como una justificación de la inmigración masiva y descontrolada es un abuso exegético. José y María no estaban huyendo de la pobreza, sino de un intento de asesinato. No pidieron asilo, no se instalaron permanentemente en Egipto y, tan pronto como fue posible, regresaron a su patria. Usar este episodio para presionar a los países a aceptar flujos migratorios sin restricciones es una tergiversación burda del Evangelio.
La “dignidad infinita” como absoluto suprapolítico
Otro error recurrente en la carta es la absolutización de la “dignidad infinita y trascendente” del ser humano como criterio único para juzgar las políticas migratorias. La dignidad humana es inalienable, pero no implica que cualquier persona tenga derecho automático a residir en el país que elija.
Francisco sostiene que las leyes deben juzgarse a la luz de la dignidad humana, y no al revés. Esto es un sofisma. Toda sociedad organizada necesita leyes para regular la convivencia. La dignidad humana no desaparece cuando un Estado protege sus fronteras. Confundir la dignidad con un derecho absoluto a la movilidad es eliminar de facto cualquier posibilidad de soberanía nacional.
El propio Santo Tomás de Aquino enseña que el bien común exige orden y justicia, lo que implica que los gobernantes tienen el derecho y el deber de regular la inmigración para preservar la cohesión social (Suma Teológica, I-II, q. 105, a. 3). Pretender que las políticas migratorias deben someterse a una interpretación sentimentalista de la dignidad humana es desmantelar el concepto mismo de Estado.
Criminalizar la deportación: un argumento tramposo
El Papa critica que la condición de ilegalidad de algunos migrantes se equipare a criminalidad. Sin embargo, omite que la violación de la ley es, por definición, un acto ilegal. No todos los inmigrantes ilegales son criminales violentos, pero sí han cometido una falta contra el orden jurídico del país al que ingresaron sin permiso.
Además, Francisco condena las deportaciones masivas sin ofrecer una alternativa realista. ¿Qué sugiere entonces? ¿Que los países simplemente ignoren sus propias leyes? ¿Que los ciudadanos soporten indefinidamente el coste económico y social de una inmigración sin control? El derecho a emigrar no es un derecho absoluto, y el derecho de una nación a proteger sus fronteras no es inmoral.
“Evitar muros de ignominia”: la falacia emocional
El Papa insta a “construir puentes” en lugar de “levantar muros de ignominia”. Este es un argumento puramente emocional. Los muros no son en sí mismos buenos ni malos; son herramientas para regular el flujo migratorio y garantizar la seguridad de los ciudadanos. La Ciudad del Vaticano, paradójicamente, está rodeada de murallas. Israel tiene un muro que ha reducido drásticamente los ataques terroristas. Hungría ha protegido su territorio con barreras físicas.
Hablar de “muros de ignominia” sin matizar las circunstancias es simple demagogia. Ningún país puede acoger indefinidamente a cualquier número de personas sin que esto afecte su estabilidad interna.
El falso dilema de la acogida sin límites o deshumanización
Finalmente, Francisco plantea un falso dilema: o se aceptan las tesis globalistas sobre la migración o se cae en la deshumanización. No hay término medio. Según esta lógica, cualquier defensa del derecho de un país a regular su inmigración equivale a despreciar la dignidad humana.
Sin embargo, la enseñanza social católica siempre ha reconocido el principio de subsidiariedad, que implica que la ayuda debe prestarse de manera que fortalezca a las comunidades de origen, no que incentive el éxodo masivo. Es más cristiano ayudar a los migrantes en sus países de origen que forzar a las naciones a absorber flujos migratorios incontrolados.
Un mensaje ideológico disfrazado de Evangelio
La carta de Francisco a los obispos estadounidenses no es un documento pastoral, sino un manifiesto ideológico. No distingue entre la caridad cristiana y la política migratoria, no tiene en cuenta el derecho de los pueblos a preservar su identidad y seguridad, y reduce el Evangelio a un eslogan humanitarista.
El problema no es que el Papa hable de migración, sino que lo haga con una retórica que desarma a los fieles y exime de responsabilidad a los gobernantes que han permitido el caos migratorio. La Iglesia no puede convertirse en una sucursal de la ONU, y la teología no puede reducirse a un instrumento para avalar políticas globalistas.
Si de verdad queremos ayudar a los migrantes, lo primero es hablar con verdad y sin demagogias. Y en este caso, la verdad es que la soberanía de las naciones es legítima, que la caridad no implica anular la justicia y que el amor cristiano no puede reducirse a un cheque en blanco para la inmigración descontrolada
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