Hace tiempo que hemos aceptado un marco equivocado, un marco que nos lleva a defendernos con argumentos de consolación ante ataques evidentes contra la fe y las expresiones religiosas.
Cada vez que ocurre una profanación, ya sea una imagen decapitada, un altar destruido o una blasfemia mediática, nos limitamos a decir: «Han herido nuestros sentimientos religiosos». Pero ¿acaso se trata solo de eso? ¿De nuestra ofensa personal? No. Es Dios quien ha sido ofendido.
El problema es que hemos interiorizado el lenguaje de nuestros agresores. El «sentimiento religioso» es un concepto reduccionista y vacío, diseñado para encasillarnos en el terreno de lo subjetivo, de lo emocional. Como si la fe se redujera a un capricho más, comparable a la afición por un equipo de fútbol o a un hobby de domingo. Pero aquí no estamos hablando de sentimientos; estamos hablando de Dios. Y cuando se decapita una imagen del Belén, no se está hiriendo simplemente una tradición o una comunidad, se está ultrajando a Aquel que es la Verdad, el Camino y la Vida.
La Ley nos quiere débiles. Al insistir en la protección de los «sentimientos religiosos», nos colocan en una posición subordinada, como niños que lloran porque les han roto un juguete. Mientras tanto, se ignora la realidad: que estos ataques son ofensas a Dios, y que quien los perpetra no hiere solo a un colectivo, sino que desafía directamente al Creador.
Es hora de cambiar el marco. No pedimos leyes para proteger nuestros sentimientos; pedimos respeto para Dios. No exigimos que se nos trate como una minoría vulnerable; exigimos que se reconozca que la ofensa no es contra nosotros, sino contra el Santísimo. Y eso debería bastar para que cualquier cristiano reaccione con firmeza y sin complejos.
El Belén de San Lorenzo del Escorial es solo un ejemplo más en una larga lista de agresiones que buscan borrar a Dios de la esfera pública. Pero el problema no es tanto que lo intenten, sino que nosotros lo permitimos al usar el lenguaje equivocado y aceptar un papel que no nos corresponde. No somos víctimas indefensas; somos hijos de Dios. Y Él, no nosotros, es el Gran Ofendido.
Es hora de poner a Dios en el centro. No se trata de nuestros sentimientos. Se trata de Su Gloria.