La paradoja del progresismo eclesial

Papa Francisco uniones homosexuales
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Francisco ha tratado últimamente de la bendición de parejas homosexuales y del diaconado femenino, las dos próximas y poco sorprendentes sorpresas del ‘Dios de las sorpresas’ para la Iglesia. Porque, al parecer, el futuro pertenece a esas añosas ideas que se describieron en su día como ‘liberalismo eclesial’ y que coinciden grosso modo con los anhelos de la izquierda política.

El Papa, este Papa, ama el cambio. No podría recopilar todas las veces que nos ha invitado a acoger el cambio y nos ha regañado agriamente cuando nos ve reacios a sus revoluciones o nos demoramos en el camino mirando atrás. Hay que ‘avanzar’, siempre.

Ese prurito por ‘ir adelante’, por superar el pasado como inevitablemente imperfecto, si no directamente insalvable, en política tiene un nombre, progresismo, que encierra una paradoja que también afecta a su rama eclesial: quien habla de ‘avanzar’, tiene que estar seguro de la dirección y la meta, o si no el verbo carece de sentido. Si empiezo a andar, solo sabré si estoy avanzando o retrocediendo si tengo claro cuál es el destino.

Esa es la primera paradoja: todo tiene que cambiar, menos la dirección del cambio. Aquí no hay “Dios de las sorpresas” que valga. Y, más paradójico aún, esa dirección es la marcada por un ‘espíritu del Concilio’ que tiene ya más de medio siglo y que es el marco mental en el que se mueve el papa octogenario.

Uno de los grandes atractivos de la Iglesia Católica para los conversos de otros tiempos era su pretensión de ser custodia, no de verdades, sino de la Verdad, una verdad que, por venir de Dios, ni cambia ni puede cambiar. Eso, si me permiten el juego de palabras, ha cambiado. O, al menos, el líder de la Iglesia, el Vicario de Cristo, actúa como si así fuera.

La paradoja -una de ellas- es que su futuro está ya pasado, es sobradamente conocido y, por decirlo suave, ha tenido escaso éxito de público. La novedad no es nueva, y la prueba de fuego es que las nuevas remesas de sacerdotes, los que habrán de aplicar ese o cualquier otro cambio cuando lleve ya años en el sueño de los justos, son mucho menos amigas de la revolución, más amantes de la Tradición, que el clero anciano.

Más paradojas: el Papa sabe, o intuye, este dato, así que trata de quitar a los sacerdotes su papel preeminente en la vida de la Iglesia en favor del laicado, filtrar en lo posible a los ‘rígidos’ y blindar sus reformas, hacerlas (paradójicamente, una vez más) irreformables, una misión imposible.

Pero quizá la última paradoja de esta trágica carrera por convertir la Iglesia más inmutable en la más líquida esté en quienes en ella jalean al pontífice. Me refiero a que en este afán por despreciar la doctrina en nombre de la ‘pastoralidad’, de relativizar verdades porque “solo una cosa importa”, el fiel sencillo se pregunte cómo es posible que se discutan verdades esenciales no discutidas en milenios, algunas mucho más antiguas que el propio cristianismo, y se dé por sentada, por inamovible, una que ha tardado mucho más en definirse y que se ha discutido tumultuosamente a lo largo de los siglos: la primacía papal.