Cardenal Müller: «¿Puede haber una suspensión del derecho absoluto a la vida?»

Cardenal Müller eutanasia
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(Entrevista publicada originalmente el 14 de marzo de 2023 en http://kath.net/. )-La Iglesia considera que el derecho a la vida es absoluto y que ninguna situación, por extrema que sea, puede relativizarlo.

No obstante, el acto de matar puede aceptarse en caso de guerra de agresión, en legítima defensa o en una situación de emergencia. Aunque en estos casos el acto de matar siempre corresponde, según nuestro ordenamiento jurídico estatal, a un delito penal -el asesinato-, este acto se justifica por determinadas razones, con el efecto de excluir toda responsabilidad penal. Esta construcción jurídica estatal garantiza la protección fundamental del derecho a la vida, aunque este derecho pueda verse limitado en el contexto de un conflicto entre los derechos del agresor y los del agredido. Así, el derecho a la vida, aunque declarado absoluto, se ve restringido en las situaciones descritas y, por lo tanto, es relativizado por la ley en relación con el agresor. El agresor debe aceptar la restricción de sus derechos debido a la violación de sus propios derechos. Con el trasfondo de la anterior descripción del derecho estatal, hablamos con el cardenal Gerhard Ludwig Müller para conocer la postura de la Iglesia.

Aunque el derecho humano a la vida es constitutivo de una sociedad y un Estado, se plantea la cuestión de si debe considerarse absoluto, es decir, como un derecho que no está sujeto a ninguna restricción. ¿Es concebible que el derecho a la vida del agresor pueda subordinarse al derecho a la vida cuando el agresor es asesinado por la persona agredida en defensa propia o por un tercero en un acto de ayuda de emergencia?

La escuela del positivismo jurídico separa completamente el derecho establecido por el Estado de su anclaje en la moral, definiéndose aquí la moral (o ética) como la orientación de nuestras acciones conscientes y libres hacia la realidad del bien. La primacía de la política sobre la moral corresponde en última instancia a la concepción cínica de Maquiavelo de la razón de Estado. Según esta concepción, los intereses del Príncipe se sitúan por encima del bienestar del pueblo al que gobierna. La ley del Estado, de la que el gobernante dispone libremente, decide lo que está bien y lo que está mal. Solo ella, y no las exigencias de la ley moral natural o divina, puede justificar la acción (cf. Thomas Hobbes, Leviatán 26). Sin embargo, el positivismo jurídico, tal y como lo perfeccionó Hans Kelsen, se mostró impotente a la hora de argumentar contra los crímenes contra la humanidad cometidos por los nacionalsocialistas o los comunistas soviéticos alegando que dichos crímenes se habían cometido de conformidad con las leyes vigentes. Y los tribunales alemanes se enfrentaron a una dificultad cuando quisieron anular sentencias dictadas durante la época nazi, porque aunque eran claramente injustas, se dictaron de conformidad con las leyes de la época. A este respecto, siguen mereciendo la pena leer los libros de Hannah Arendt (Über das Böse, 1965) y Eric Voegelin (Hitler et les Allemands, 2003).
En la doctrina clásica de la legítima defensa de un individuo o una comunidad, el mandamiento divino «No matarás» no se suspende en modo alguno, como si se concediera a la persona amenazada el derecho a matar a otro ser humano. Si el agresor resulta herido en el curso del ejercicio de la legítima defensa del agredido, esta consecuencia es solo el resultado de su propio comportamiento inmoral, por el que tendrá que responder en conciencia ante Dios.

Incluso haciendo referencia a la doctrina clásica de la legítima defensa, el hecho es que el agresor pierde la vida. En otras palabras, aunque el daño sufrido por el agresor sea el resultado de su comportamiento inmoral, la persona agredida ha matado -ignorando así el mandamiento «No matarás»- y ha negado el derecho a la vida del agresor. ¿Cómo se explica entonces teológicamente que matar en una situación de legítima defensa no pueda considerarse una violación del derecho absoluto a la vida?

La vida es el atributo natural de todo ser humano. A la luz de la fe en la Revelación, estamos convencidos de que Dios, creador del universo, ha creado a cada ser humano para que sea su contraparte y lo ha llamado a ser su hijo en Cristo Jesús. El derecho incondicional a la vida significa proteger al individuo, no exponerlo a ataques injustos. Por lo tanto, no hay derecho a que un individuo cometa daños ilimitados a otros sin que a estos se les permita defender su derecho a la vida. Una mujer cuya vida e integridad física se ven amenazadas por un violador tiene, no solo el derecho, sino también el deber moral de defenderse por todos los medios necesarios a tal fin hasta que el agresor quede incapacitado. Del mismo modo, un padre no debe permitir que una banda acabe con la vida de sus hijos cuando tiene la oportunidad de detener a los atacantes.
Los conspiradores del 20 de julio de 1944 se encontraron en la difícil tesitura de elegir entre poner fin al genocidio de Hitler o permanecer, con la «conciencia limpia», como espectadores de los crímenes de ese régimen hasta su colapso. Por horrible que sea matar a una persona (en este caso eliminar a Hitler y a todo su séquito en la Wolfsschanze), en una situación tan extrema la eliminación violenta del tirano ante Dios también puede justificarse en la conciencia cristiana. Cualquiera que sea la culpabilidad del asesino, tiene la certeza de que Dios le perdonará porque su intención es poner fin, en la medida de lo humanamente posible, a un mal radical.

La guerra de agresión rusa en Ucrania vuelve a plantear la cuestión del juicio de la Iglesia sobre los actos de guerra. Aunque se entienda que la guerra de agresión no debe justificarse nunca, la cuestión del «bellum justum», de la guerra justa, se plantea siempre en el contexto de la defensa contra la agresión. Durante mucho tiempo, la Iglesia consideró legítima la guerra defensiva y aceptó las acciones derivadas de ella. Hoy en día, a la luz de esta doctrina, ¿podemos considerar que, debido a la violación masiva del derecho a la vida por parte de las fuerzas armadas rusas, la resistencia de Ucrania a esta agresión está justificada, aunque tenga como consecuencia la muerte de muchos soldados rusos?

La doctrina de la «guerra justa» desarrollada por Agustín y Tomás no pretende, como podría deducirse de una lectura imprecisa del término, establecer una relación positiva entre la guerra (que es la lucha por el poder infligiendo daño o matando al adversario) y la justicia y el derecho. Toda guerra es fratricidio, como se describe en la arquetípica historia de Caín y Abel. El mal que se hacen los hombres es el resultado de su relación perdida con Dios, mientras que esta relación hace que la creación participe de su bondad y se conforme a ella (cf. René Girard, Des choses cachées depuis la fondation du monde, 1978).
En este mundo pecador, el hecho de que un país preserve su independencia (con medios policiales o militares) contra ataques injustos no es más que una concesión y nunca puede ser aprobado como tal, pues los males y sufrimientos que sobrevienen a los hombres o que ellos mismos se infligen nunca corresponden como tales a la voluntad de salvación de Dios. Cristo, el Hijo de Dios, tomó sobre sí los pecados del mundo, aunque Él mismo estaba libre de pecado, para redimirnos del mal -en nosotros y a nuestro alrededor- y liberarnos para hacer el bien en todas las cosas. Esto significa que, precisamente en una guerra defensiva, debe hacerse todo lo posible para servir a la justa conclusión de la paz y al fin de las masacres, a fin de atender a los heridos de ambos bandos y para tratar humanamente a los prisioneros.

En una guerra ilegal de agresión, la defensa por medios militares (con la posibilidad de matar al adversario) debe aceptarse, por tanto, como una concesión por razones relacionadas con la preservación de la independencia, aunque el acto de matar no pueda aprobarse en sí mismo como un acto positivo. ¿Por qué no se puede considerar esta posibilidad de defenderse y matar en caso de agresión como una superación de la idea del derecho absoluto a la vida?

Porque, como ya he dicho, el derecho a la vida solo pretende ser una protección contra ataques injustos, pero no es una licencia para quitar la vida a los demás de manera ilimitada y sin peligro.

Aunque siempre se debe intentar poner fin a una guerra mediante negociaciones, hay situaciones en las que estas solo pueden tener éxito sacrificando los derechos de la parte agredida. ¿Debería entonces esta parte participar en las negociaciones y aceptar, por ejemplo, pérdidas territoriales en beneficio del agresor con el argumento de que así se pondría fin a la pérdida de vidas?

Sin duda existe el principio moral de que puedo -o incluso debo- aceptar una injusticia limitada por un bien mayor. Pero es cierto que, en la práctica, la línea que separa la «resistencia» de la «rendición» es difícil de definir. En Ucrania, la agresión rusa ordenada por Putin es continua e ilimitada y, por tanto, los ucranianos tienen razón al defenderse militarmente y aceptar bajas en sus filas. En tal caso, el agresor no puede condicionar el cese del derramamiento de sangre a que el agredido se someta para bien o para mal. Sin embargo, solo habrá justicia perfecta en la nueva creación de Dios, cuando «ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor, porque lo primero ha desaparecido» (Ap 21,4).

Si la Iglesia no admite, por razones dogmáticas y morales, excepciones al derecho a la vida y al mandamiento «No matarás», cabe preguntarse por qué la Iglesia, aunque en teoría no permite la pena de muerte ni la tortura, ha admitido de hecho estas prácticas, incluso en sus propios tribunales.

Como he dicho, no puede haber excepción a la dimensión universal de los derechos humanos. Por desgracia, las sociedades más o menos imbuidas de cristianismo no siempre han seguido lo que implica objetivamente la concepción cristiana del hombre.
Además, tras la caída del Imperio romano, en los Estados que le sucedieron solo se desarrolló gradualmente un sistema jurídico estatal y eclesiástico. Sin embargo, cabe señalar que ya en 866, en una carta a un príncipe búlgaro, el papa Nicolás I condenó enérgicamente como algo contrario a la ley divina y humana el sometimiento de una persona a tortura para extraerle una confesión (Denzinger-Hünermann, 648). El hecho de que en épocas posteriores, incluso en procedimientos canónicos, se permitiera y practicara la tortura como medio para descubrir la verdad es un grave fracaso, como todos los que se producen cuando la Iglesia se guía más por el Zeitgeist (el espíritu del tiempo) que por los principios que emanan de la Revelación y de la concepción cristiana del hombre. Durante la Primera Guerra Mundial, clérigos fanáticos, movidos por un nacionalismo ciego, rezaban por la victoria de su bando en lugar de por la paz. Tal actitud era nada menos que un abuso blasfemo de la autoridad espiritual, un abuso que las ilusiones del Zeitgeist no podían justificar. Porque hasta un niño pequeño instruido en la fe podía ver la contradicción entre esta postura y el mandamiento de Cristo de amar a Dios y al prójimo.

Entrevista publicada originalmente el 14 de marzo de 2023 en http://kath.net/

Para la versión española hemos utilizado la versión francesa publicada en La Nef.

Traducción de Verbum Caro para InfoVaticana

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