(Cardenal Gerhard L. Müller en Il Timone)-Ha reforzado a los cristianos en la fe, los ha animado en la esperanza y los ha encendido de amor a Dios. Ha sido criticado, cometido y despreciado, no por faltas y errores graves en su conducta personal, sino por su fidelidad a Cristo.
El Concilio Vaticano II superó definitivamente la ambigüedad dejada por la Escolástica respecto a la diferencia dogmática entre la fase episcopal y la presbiteral de la ordenación. El sacramento del orden consta de tres fases: diácono, presbítero y obispo. El obispo, como cabeza de la Iglesia que preside (Tomás de Aquino, Suma teológica III, q. 8, a. 8) posee la «plenitud del sacramento del Orden», es decir, el «sumo sacerdocio, cumbre del ministerio sagrado» (Lumen Gentium, 21).
Según la designación bíblica de los Apóstoles como «ministros de la palabra» (Lc 1,2; Hch 6,4), el anuncio del Evangelio ocupa el primer lugar entre los ministerios de sus sucesores. «Los Obispos son los pregoneros de la fe que ganan nuevos discípulos para Cristo y son los maestros auténticos, o sea los que están dotados de la autoridad de Cristo» (Lumen Gentium, 25). Así, todos los obispos de la Iglesia, en virtud de su autoridad sacramental y de su misión, son maestro de la Iglesia en la autoridad de Cristo. De hecho, el Señor resucitado los ha enviado al mundo para hacer discípulos a todos los hombres a través de la fe y el bautismo, enseñando las cosas que el Señor mismo había enseñado (Mt 28,16-20).
Los maestros de la Iglesia
Si bien todos los obispos son iguales en su misión de maestros de la fe, existen diferencias en el celo pastoral y en la competencia intelectual y espiritual con los que cada «pastor y doctor» (cfr. Ef 4,11) han sido particularmente bendecidos. Pablo se lo dice a Timoteo, su colaborador y sucesor apostólico. Los «superintendentes» de la Iglesia (es decir, los obispos y sacerdotes según la terminología actual), «son dignos de doble honor, principalmente los que se afanan en la predicación y en la enseñanza» (1Tim 5,17).
A la luz de las generaciones precedentes en la historia de la Iglesia, se advierte a los cristianos: «Acordaos de vuestros guías, que os anunciaron la palabra de Dios; fijaos en el desenlace de su vida e imitad su fe» (Heb 13,7).
A partir del siglo VIII se convirtió en una costumbre venerar como maestros de la Iglesia a los obispos y algunos sacerdotes de la antigüedad que habían adquirido una elevada autoridad gracias a su excepcional obra teológica y pastoral. Prescindiendo de la característica de «antigüedad» (antiquitas), es decir, el tiempo anterior al final de la patrística occidental y oriental (Isidoro de Sevilla, Juan de Damasco), nos hemos tenido que dar cuenta de que también los grandes obispos y teólogos más recientes se han distinguido por la santidad de su vida, la calidad absolutamente superior a la media de su formación teológica y filosófica y, obviamente, por la ortodoxia de su enseñanza, es decir, la plena conformidad al credo católico.
Es evidente que Tomás de Aquino, el doctor communis, es equiparable a san Agustín en términos de valor. A diferencia de los Padres de la Iglesia, él también fue llamado maestro de la Iglesia (doctor ecclesiae).
Probablemente a partir del papa Benedicto XIV (1740-1758), se desarrolló un procedimiento ordenado que nombra a un hombre o a una mujer como Doctor de la Iglesia en función de tres criterios (la canonización completa de la persona en cuestión; su excepcional contribución teológica; la comprensión espiritual del misterio cristiano y su nombramiento formal). Se aconseja a los fieles el estudio de los escritos de los Doctores de la Iglesia para fortalecer la propia fe y testimoniar a Cristo en todo el mundo.
El sensus fidei reconoce el don
Tras la muerte del papa Benedicto XVI (2005-2013), se han elevado voces relevantes que, considerando su eminente contribución a la teología científica y su servicio al magisterio papal (como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe), le han conferido el título de Doctor de la Iglesia (entre ellos, el cardenal Sarah y yo), como maestro supremo de la cristiandad en la sucesión de Pedro.
Y no hay duda de que lo sea si consideramos los 16 volúmenes de sus escritos de 20.000 páginas, la extraordinaria calidad de sus encíclicas sobre la caridad, la esperanza y la fe, sin olvidarnos de la encíclica social Caritas in veritate.
El gran aprecio expresado por los fieles de todos los niveles de instrucción dan testimonio de su «aplicación a la enseñanza» (cfr. Rm 12,7), que refuerza a los cristianos de hoy en la fe, los anima en la esperanza y los enciende de amor por Dios. El Dios Trino, en su Palabra hecha carne y en el Espíritu infundido sobre todos, es el centro de los hijos de Dios que siguen al Señor crucificado y resucitado. Las últimas palabras de Joseph Ratzinger, el humilde siervo de su amo, en su tránsito a la morada eterna, han sido: «Jesús, te amo».
En especial, muchos jovenes cristianos han expresado la experiencia de una vida comprometida en el amor de Dios cantando en la plaza de San Pedro: «Santo súbito».
Ciertamente nos podemos fiar del sensus fidei del pueblo de Dios, por el hecho que los hombres reconocen la abundante obra de la Gracia de Dios en la vida y la muerte de Joseph Ratzinger, al que ha ampliamente comunicado el «espíritu de sabiduría y revelación» (Ef 1,17) y «el conocimiento de la gloria de Dios reflejada en el rostro de Cristo» (2 Cor 4,6).
Obstaculizado por su fidelidad a Cristo
Joseph Ratzinger ha sido criticado, combatido y despreciado, no por faltas y errores graves en su conducta personal, sino por su fidelidad a Cristo y a la verdad de su revelación en la enseñanza católica y apostólica de la Iglesia del Dios Uno y Trino.
La santidad de vida no está determinada por un procedimiento canónico; como mucho, este la reconoce y confirma. Se basa sobre la experiencia del hombre espiritual que no juzga según los estándares del mundo, sino en virtud de la fuerza del Espíritu de Dios. «En cambio, el hombre espiritual lo juzga todo, mientras que él no está sujeto al juicio de nadie. ‘¿Quién ha conocido la mente del Señor para poder instruirlo?’. Pues bien, nosotros tenemos la mente de Cristo» (1 Cor 2,15 ss).
Mirando al cristiano Joseph Ratzinger (1927-2022), profesor de teología, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe y pastor supremo de la Iglesia, al que nunca se le ahorró «la hostilidad intermitente» de los enemigos de la cruz de Cristo, es oportuno que se garantice la beatitud de los mártires y confesores de Cristo. De hecho, Jesús nos dice a nosotros, sus discípulos, «Bienaventurados vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo, que de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros» (Mt 5,11 y ss).
En su Introducción al cristianismo (1968), libro publicado hace cincuenta años, donde describe, en definitiva, una vida inspirada por la fe, la esperanza y la caridad, Joseph Ratzinger concluye con estas palabras: «La meta del cristiano no es la bienaventuranza privada, sino la totalidad. El cristiano cree en Cristo y por eso cree también en el futuro del mundo, no solo en su propio futuro. Sabe que ese futuro es más de lo que él puede hacer. Sabe que existe un sentido que él no puede destruir. […] El mundo nuevo que se describe al final de la Biblia con la imagen de la Jerusalén celestial, no es una utopía, sino la certeza que nos ofrece la fe. El mundo ha sido redimido. Esta es la certeza que sostiene a los cristianos y que hace que hoy siga valiendo la pena ser cristianos».
Publicado por el cardenal Gerhard L. Müller en Il Timone
Traducido por Verbum Caro para InfoVaticana