¿Paz o guerra litúrgica?

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Desiderio desideravi, la carta apostólica del papa Francisco, es una hermosa reflexión sobre la liturgia, pero dos breves pasajes confirman la dureza de Traditionis custodes en lugar de suavizarla.

El 29 de junio el papa Francisco publicó una carta apostólica, Desiderio desideravi, «sobre la formación litúrgica del pueblo de Dios». Después de la Traditionis custodes «escrita solo para los obispos», Francisco ha querido dirigirse «a los obispos, a los sacerdotes y diáconos, a las personas consagradas y a todos los fieles laicos» para compartir «algunas reflexiones sobre la liturgia» sin pretender ser exhaustivo y abordar la teología de la misa como había hecho Juan Pablo II en Ecclesia de Eucharistia en 2003. Estas reflexiones, en las que se cita a menudo la influencia de Romano Guardini, no carecen de inspiración.

Desde el principio, el papa explica que los primeros cristianos, en torno a los apóstoles y a la Virgen María, eran conscientes de que la Cena del Señor no era solo una representación: «Desde los inicios, la Iglesia ha comprendido, iluminada por el Espíritu Santo, que aquello que era visible de Jesús, lo que se podía ver con los ojos y tocar con las manos, sus palabras y sus gestos, lo concreto del Verbo encarnado, ha pasado a la celebración de los sacramentos» (n. 9). La liturgia es el lugar de encuentro por excelencia con Cristo: «En la Eucaristía y en todos los Sacramentos se nos garantiza la posibilidad de encontrarnos con el Señor Jesús y de ser alcanzados por el poder de su Pascua. […] El Señor Jesús que inmolado, ya no vuelve a morir; y sacrificado, vive para siempre [2], continúa perdonándonos, curándonos y salvándonos con el poder de los Sacramentos» (n. 11).

Por eso, el papa insiste en la necesidad de asombrarse ante el misterio pascual, que debe ser «asombro […] que es […] admiración ante el hecho de que el plan salvífico de Dios nos haya sido revelado en la Pascua de Jesús (cfr. Ef 1,3-14), cuya eficacia sigue llegándonos en la celebración de los ‘misterios’, es decir, de los sacramentos» (n. 25). Esto exige cuidar la liturgia sin caer en el ritualismo: «El redescubrimiento continuo de la belleza de la Liturgia no es la búsqueda de un esteticismo ritual, que se complace sólo en el cuidado de la formalidad exterior de un rito, o se satisface con una escrupulosa observancia de las rúbricas. Evidentemente, esta afirmación no pretende avalar, de ningún modo, la actitud contraria que confunde lo sencillo con una dejadez banal, lo esencial con la superficialidad ignorante, lo concreto de la acción ritual con un funcionalismo práctico exagerado» (n. 22).

El corazón del texto insiste en «la necesidad de una seria y vital formación litúrgica», para «recuperar la capacidad de vivir plenamente la acción litúrgica» que era el objetivo «de la reforma del Concilio» (n. 27). Para Francisco, el misterio de Cristo no se aborda a través de «una asimilación mental de alguna idea, sino en una real implicación existencial con su persona. En este sentido, la Liturgia no tiene que ver con el ‘conocimiento’, y su finalidad no es primordialmente pedagógica (aunque tiene un gran valor pedagógico: cfr. Sacrosanctum Concilium, n. 33) sino que es la alabanza, la acción de gracias por la Pascua del Hijo, cuya fuerza salvadora llega a nuestra vida. La celebración tiene que ver con la realidad de nuestro ser dóciles a la acción del Espíritu, que actúa en ella, hasta que Cristo se forme en nosotros (cfr. Gál 4,19). La plenitud de nuestra formación es la conformación con Cristo» (n. 41).

Francisco llega entonces a la importancia, a menudo descuidada, del ars celebrandi: «Un modo para custodiar y para crecer en la comprensión vital de los símbolos de la Liturgia es, ciertamente, cuidar el arte de celebrar. […] El ars celebrandi no puede reducirse a la mera observancia de un aparato de rúbricas, ni tampoco puede pensarse en una fantasiosa – a veces salvaje – creatividad sin reglas. El rito es en sí mismo una norma, y la norma nunca es un fin en sí misma, sino que siempre está al servicio de la realidad superior que quiere custodiar» (n. 48).

Francisco critica el subjetivismo de quienes se apropian de la liturgia como si fuera maleable según los gustos u opciones espirituales de los sacerdotes o de los fieles. Pide a los sacerdotes que, durante la misa, dejen de desempeñar un papel para ser el centro de la atención, con el fin de vivir el misterio que celebran: «No puede decir: ‘Tomad y comed todos de él, porque esto es mi Cuerpo, que será entregado por vosotros’, y no vivir el mismo deseo de ofrecer su propio cuerpo, su propia vida por el pueblo a él confiado. Esto es lo que ocurre en el ejercicio de su ministerio» (n. 60). Insiste en la importancia de los gestos y las palabras, y en particular en el silencio y el arrodillamiento, tan descuidados en Francia: «El silencio mueve al arrepentimiento y al deseo de conversión; suscita la escucha de la Palabra y la oración; dispone a la adoración del Cuerpo y la Sangre de Cristo; sugiere a cada uno, en la intimidad de la comunión, lo que el Espíritu quiere obrar en nuestra vida para conformarnos con el Pan partido» (n. 52).

Y sobre el arrodillamiento: «Nos arrodillamos para pedir perdón; para doblegar nuestro orgullo; para entregar nuestras lágrimas a Dios; para suplicar su intervención; para agradecerle un don recibido» (n. 53).

Una visión clásica de la liturgia

El papa desarrolla una visión muy clásica de la liturgia que, hay que decirlo, no ha sido siempre el caso en el pasado desde la reforma de san Pablo VI en 1969. Por tanto, no podemos sino alegrarnos de estos recordatorios tan oportunos. Y también esta exhortación a la paz hacia el principio del texto: «Quisiera que la belleza de la celebración cristiana y de sus necesarias consecuencias en la vida de la Iglesia no se vieran desfiguradas por una comprensión superficial y reductiva de su valor o, peor aún, por su instrumentalización al servicio de alguna visión ideológica, sea cual sea. La oración sacerdotal de Jesús en la última cena para que todos sean uno ( Jn 17,21), juzga todas nuestras divisiones en torno al Pan partido, sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad» (n. 16).

Sin embargo, a pesar de este llamamiento a la unión, Francisco confirma la dureza de la Traditionis custodes en dos breves pasajes: «No veo cómo se puede decir que se reconoce la validez del Concilio – aunque me sorprende un poco que un católico pueda presumir de no hacerlo – y no aceptar la reforma litúrgica nacida de la Sacrosanctum Concilium, que expresa la realidad de la Liturgia en íntima conexión con la visión de la Iglesia descrita admirablemente por la Lumen Gentium. Por ello – como expliqué en la carta enviada a todos los Obispos – me sentí en el deber de afirmar que ‘los libros litúrgicos promulgados por los Santos Pontífices Pablo VI y Juan Pablo II, en conformidad con los decretos del Concilio Vaticano II, como única expresión de la lex orandi del Rito Romano’ (Motu Proprio Traditionis custodes, art. 1)» (n. 31). E insiste aún más al final: «Estamos continuamente llamados a redescubrir la riqueza de los principios generales expuestos en los primeros números de la Sacrosanctum Concilium, comprendiendo el íntimo vínculo entre la primera Constitución conciliar y todas las demás. Por eso, no podemos volver a esa forma ritual que los Padres Conciliares, cum Petro y sub Petro, sintieron la necesidad de reformar, aprobando, bajo la guía del Espíritu y según su conciencia de pastores, los principios de los que nació la reforma. Los santos Pontífices Pablo VI y Juan Pablo II, al aprobar los libros litúrgicos reformados ex decreto Sacrosancti Œcumenici Concilii Vaticani II, garantizaron la fidelidad de la reforma al Concilio. Por eso, escribí Traditionis custodes, para que la Iglesia pueda elevar, en la variedad de lenguas, una única e idéntica oración capaz de expresar su unidad. Esta unidad que, como ya he escrito, pretendo ver restablecida en toda la Iglesia de Rito Romano» (n. 61).

Criticar pero no rechazar

Es natural que el papa fustigue a quienes no aceptan la reforma de la misa: si el debate y la crítica son libres en la Iglesia, están sin embargo limitados por el sensus Ecclesiae que impone un espíritu de obediencia y, en un tema tan central como la Eucaristía, una recepción filial de la liturgia dada por la Iglesia que no puede ser deficiente, y menos aún incelebrable -¿podría dar una piedra a sus hijos (cf. Lc 11,11)? El propio cardenal Ratzinger ha criticado duramente algunos aspectos de la reforma litúrgica, por lo que son cuestiones que pueden ser debatidas; aunque sus críticos nunca cuestionaron la legitimidad de la misa de san Pablo VI ni siquiera la necesidad de la reforma, una reforma que los Padres del Concilio consideraron unánimemente (incluido, por tanto, el arzobispo Lefebvre) absolutamente indispensable, lo que demuestra cómo el venerable misal de san Pío V (o mejor dicho, de san Juan XXIII) también es criticable y debe ser susceptible de evolución.

En otras palabras, la mayoría de los sacerdotes tradicionalistas celebran hoy la misa con un misal que todos los obispos consideraban en 1963 que debía ser reformado: busquen el error… Sin embargo, cuando se promueven principios litúrgicos tan tradicionales como los de Desiderio desideravi, ¿qué inferencia lógica hay para excluir una forma venerable que los implementa esencialmente? ¿Es pertinente sostener la unicidad de una lex orandi que exprese una lex credendi diferente de la que se profesaba antes de la reforma litúrgica? ¿No es para dar la razón a los adeptos a la ruptura entre el pre y el postconcilio? Francisco no puede desconocer que está expresando una opinión diametralmente opuesta a la de Benedicto XVI, lo que relativiza el alcance magisterial tanto de lo que dice uno como de lo que sostiene el otro, ¡a favor de un positivismo jurídico arbitrario!

La unidad del rito romano es ciertamente deseable a largo plazo, pero buscarla mediante un «golpe de fuerza», afirmando, en contra de las posiciones de Benedicto XVI en Summorum Pontificum, que el misal de san Pablo VI es «la única expresión de la lex orandi del rito romano», Así, programar la desaparición de la forma anterior, a pesar de que Benedicto XVI había afirmado que nunca había sido abrogada, es la forma más segura de relanzar una guerra litúrgica fratricida que se esperaba estaba acabada.

En cuanto a las medidas vejatorias de los Responsa, solo cristalizan el resentimiento y refuerzan a los más inflexibles cuya obediencia no es su punto fuerte. La jerarquía no debe engañarse a sí misma: no hará desaparecer el antiguo rito con medidas autoritarias; la experiencia de la historia del mundo tradicionalista debería haberla vacunado contra este tipo de ilusiones.

Nadie sobra en la Iglesia

Por otra parte, cabe preguntarse si el misal reformado por san Pablo VI responde en todos los aspectos a las recomendaciones de la Sacrosanctum concilium, según la cual no se deben introducir «innovaciones si no lo exige una utilidad verdadera y cierta de la Iglesia, y sólo después de haber tenido la precaución de que las nuevas formas se desarrollen, por decirlo así, orgánicamente a partir de las ya existentes» (SC 23); o también, aunque invita a recurrir a la lengua vernácula en ciertas partes de la misa, la Sacrosanctum concilium prescribe el mantenimiento del latín como lengua litúrgica (SC 36) y reconoce el canto gregoriano como «el canto propio de la liturgia romana» (SC 116); tampoco contiene una invitación a girar los altares para una celebración «de cara al pueblo», etc. Es perfectamente normal que se produzcan debates sobre estas cuestiones controvertidas que contribuyen a hacer avanzar la reflexión teológica y litúrgica.
Dicho esto, ¿por qué no es posible, una vez que se acepta la misa reformada, mantener el rito antiguo que satisface las necesidades espirituales de muchos sacerdotes y fieles, la única forma actual de volver a la paz litúrgica?

«Nadie sobra en la Iglesia, ¡nadie! Todos pueden y deben encontrar su lugar en la Iglesia», dijo Benedicto XVI en París el 12 de septiembre de 2008. Los tradicionalistas no son una excepción; aportan a una Iglesia occidental envejecida familias numerosas, jóvenes dinámicos y militantes, y vocaciones y sería suicida, injusto y muy poco caritativo ignorar o perseguir. Sus posiciones pueden ser criticadas, pero su contribución al debate es útil -han participado en gran medida en su existencia y enriquecimiento- y sus objeciones deben ser contestadas con demostraciones convincentes en lugar de intentar silenciarlas en nombre de un argumento de autoridad.

Por su parte, ciertas «cabezas pensantes» del mundo tradicionalista harían bien en interrogarse sobre las exigencias del papa, ya que un motu proprio o una carta apostólica no son documentos que se puedan ignorar sin intentar comprender lo que el Sumo Pontífice espera de cada uno de nosotros. También es hora de que algunos dejen de tomar la lucha del arzobispo Lefebvre como referencia o modelo, como si el problema fuera solo una divergencia táctica. En En toute simplicité, un libro poderoso y conmovedor, Dom Antoine Forgeot escribe: «Uno no puede reescribir la historia; pero creo que si el arzobispo Lefebvre hubiera obedecido al papa, las cosas serían muy diferentes ahora. No habríamos tenido esta guerra que aún hoy continúa, y cuyo final no podemos ver; y creo que el acto de obediencia, de sumisión perfecta, habría cambiado muchas cosas». De hecho, la «resistencia» del arzobispo Lefebvre, a pesar del grave contexto de la época, se desbordó en 1974 con su «declaración» contra la «Roma modernista» y sus incesantes y vehementes acusaciones contra el Concilio y la «Misa de Lutero». Si se hubiera contentado con mantener la antigua liturgia, sin rechazar amargamente la nueva o el Concilio, ¿quién puede decir que Pablo VI no habría aceptado que continuara la «experiencia de la Tradición» como él mismo pedía?

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Cuando se asiste al extraordinario entusiasmo de los 15.000 peregrinos de Chartres, uno se pregunta si la urgencia, en nuestra Iglesia occidental en profunda decadencia, es realmente tratar de erradicar una forma litúrgica venerable acosando a los sacerdotes y a los fieles que se apegan a ella. ¿No es más bien para contribuir a la unidad en todas partes y así restablecer la paz en la Iglesia, y especialmente la paz litúrgica? Pedimos que se establezca un verdadero diálogo entre los representantes de los tradicionalistas y las autoridades eclesiásticas: hablar entre sí e intercambiar fraternalmente es la única manera de entenderse, de estimarse y aún más de amarse, y así, finalmente, avanzar hacia la unidad y la paz.

¿Es esto demasiado pedir a los discípulos de Cristo?

Publicado por Christophe Geffroy en La Nef
Traducido por Verbum Caro para InfoVaticana