Miguel Ángel Quintana Paz es licenciado y doctor en Filosofía y Ciencias de la Educación por la Universidad de Salamanca.
Actualmente colabora publicando artículos de opinión en varios medios y es Director académico del Instituto Superior de Sociología, Economía y Política (ISSEP), en Madrid.
Quintana Paz acaba de publicar un interesante artículo en el periódico digital The Objective. Lo ha calificado como el Manifiesto a favor de la ‘Catholic Way of Life’. Compartimos los seis puntos que propone el filósofo como rasgos principales de este manifiesto:
1. Confianza en que todos podemos mejorar
Este atributo católico emergió patente en la época de la Reforma. Que no fue (como nos han contado los Villacañas y compañía) un combate entre la Ilustración (germano-luterana) y el oscurantismo (hispánico-católico), sino algo bien distinto (como ya vio Nietzsche): la lucha de un hombre desesperado (Martín Lutero) contra sus coetáneos renacentistas, enamorados del arte y de la vida (buen representante de ellos fue el papa León X).
Hemos dicho que no hablaremos del catolicismo como religión (solo), pero los orígenes de este aspecto hemos de detectarlos allí. Comparemos la idea de salvación que tienen los luteranos y la que tienen los católicos. Para los primeros, el hombre (todos los hombres: usted, sus hijos, su frutero, su alcalde) nunca dejarán de ser pecadores horrendos; lo más que les cabe es tener fe en que Cristo los salvará, sin que esa fe anule el hecho de que usted y todos sus semejantes son los pecadores horrendos que son (simul iustus et peccator, por decirlo en latín). Es fácil deducir qué visión de nuestros semejantes surge de ahí: una mirada desconfiada, hostil, preludio del homo homini lupus que en la protestante Inglaterra formulará Thomas Hobbes.
Las cosas son aún peores si uno sigue al también protestante Calvino. Para este, tanto los que se salvarán como los que se condenarán son seres del todo horripilantes en sus pecados; la única diferencia es que a los primeros Dios ha decidido, porque sí, salvarlos; mientras que a los segundos incluso Dios quiere abandonarlos a la perdición. ¡Cómo fiarse lo más mínimo de mi prójimo, si quizá sea uno de esos en los que incluso Dios ha perdido toda esperanza! ¿Por qué voy a apostar por él yo?
En la teología católica, sin embargo, Dios es capaz de hacernos mejores personas, igual que un buen fisioterapeuta es capaz de aminorar mi dolor. La única condición, tanto con Dios como con el fisioterapeuta, es que nos pongamos en sus manos. Pero no es verdad que yo solo tenga que «creer» en que ambos (Dios y el sanitario) serán capaces de hacerme cosas. ¡No son meros placebos! De hecho, uno y otro me las hacen, y puedo salir santo (de Dios) o sano (del fisioterapeuta) si me dejo curar.
Era inevitable que de esta teología surgiesen pueblos más vitalistas que los protestantes: españoles, franceses e italianos nos preocupamos de la buena vida y de mejorarla aún más. Si incluso yo, que (reconozcámoslo) no soy nada buen tipo, resulto susceptible de mejora, ¡cómo no va a serlo la vida! O todos los demás.
Tampoco es casual que el animalismo (que equipara a los animales al humano) venga de tierras protestantes: no es por elevación de los animalitos, sino debido a la desconfianza y abajamiento de nuestros pecadores semejantes, que unos y otros acaban valorados a la par.
Ser católico reside, pues, en tener cierta confianza de fondo, como un bajo continuo; la confianza en que la vida de cualquiera podría volverse excelsa. Incluida la de usted. No hay condena eterna, o al menos no la hay mientras usted ande aún por este mundo. Puede surgir la sorpresa en cualquier momento: su amigo, su portero, su vecino podrían virar cualquier día a mejor. Esto, que resultará desesperante a veces (¡pero por qué diablos no cambian todavía!), acarrea en el fondo cierto consuelo. La vida de cualquiera podría ser maravillosa: «santa», dirá un creyente; «excelente», diría Aristóteles. Que en todo esto habría sido católico; y por eso Lutero le tenía una tirria que no le podía ni ver.
2. Atención a cada cual por sí mismo
Del punto 1 se deriva este segundo: si todos podemos mejorar, si la vida es como una obra de arte (un work in progress, siempre en proceso de elaboración), entonces cada cual merece ser atendido justo en el punto (bajo, alto, bonito, feo) en que se halle. Ni podemos despacharlo con el rótulo de «pecador», ni con el de «condenado», ni con el de «salvado». Tampoco tienen excesivo sentido otras etiquetas (inmigrante, homosexual, mujer, pobre…): ninguna de ellas nos aporta más datos que eso que hemos dicho que es lo principal de cada cual. Tampoco «viejo», «discapacitado» o «rarito» nos dan el rasgo principal de la gente. Mientras haya vida hay esperanza (de mejora); para un católico, todos somos más importantes que los adjetivos que nos pongan los demás.
En su vertiente religiosa, el catolicismo ha llevado hasta el extremo esta faceta. De ahí dos de las cosas que mejor lo caracterizan, como notó Mario Perniola: la atención a los pobres e incluso a los muertos (del purgatorio). Es decir, el cuidado a dos grupos de los que poca compensación cabe luego esperar. Pues justo en ellos está el secreto de cómo tener una relación sana con nuestros semejantes: no como si fueran una mercancía de la que sacar beneficios, sino como algo valioso en sí mismo. Vulnerables, pero por eso estimables. Aunque su aspecto, reconozcámoslo, a menudo nos dificulte tal estima.
3. Dar y recibir razones
La razón era la prostituta del Diablo, según Lutero. Para un católico, sin embargo, razonar, discutir, explicarse, constituye una tarea ineludible. No vale dar por perdido a nuestro interlocutor desde el inicio: nos lo prohíben los anteriores puntos 1 y 2.
Esto no significa, claro está, confiar en el poder omnímodo de las buenas razones: ¡ni yo mismo sigo siempre lo razonable, como para esperar que lo obedezcan los demás! Somos también fe, emoción, oscuridades; pero ya veremos, ahora que me pongo a charlar contigo, hasta donde llegamos tú y yo aquí.
Discutamos, también en el sentido feo de la palabra; vayamos a sitios (bares, fiestas, peregrinaciones, reuniones familiares) donde nos podamos acalorar. No se trata de hacer sesudos debates académicos: a veces lo acompañaremos todo de vino (pero es que ¡in vino veritas!). El católico, incluso cuando es creyente, sabe que no puede salvarse solo: santos, vírgenes y feligreses te ayudan si tienes fe; vecinos, amigos o parientes si no la tienes. No asombra, pues, que Twitter haya triunfado en la católica España: pequeñas jaculatorias que lanzamos sea al cielo, sea a cualquier otro que desee parlotear.
4. Mirada mundana, pero sin limitarse a lo cotidiano
Un viejo epitafio ignaciano refleja bien el proyecto de vida católica: «Cosa divina es no limitarse a la hora de aspirar a lo más grande, pero a su vez concentrarse en lo más pequeño» (non coerceri maximo, contineri tamen a minimo, divinum est). De nuevo, si lo «más pequeño» es lo que tengo ahora delante, esta atención que me merece se deriva fácil de los anteriores puntos 1 y 2. Y de ahí se deduce, a su vez, que un católico deba ser mundano, aunque a veces el mundo se le quede incómodo o pequeño.
El católico se preocupa por el cuerpo (según su religión, resucitará), admira el cuerpo (incluso después de muerto: no otra cosa son las reliquias), muestra el cuerpo (las esculturas de Miguel Ángel no se destinaron a sótanos nocturnos, sino a exhibirse en plazas e iglesias).
Con lo que ya sabemos, no extrañará que esta atención al cuerpo se extienda hacia el cuerpo social: me embadurnaré en los avatares de mi pueblo, o en los de la humanidad entera. Incluso una mística como Teresa de Jesús fue una mujer bien pragmática. También, es cierto, me concentraré a veces en ese cuerpo social más pequeñito donde vivo: mi gremio, mi bando, mi corporación. De ahí uno de los pecados católicos: el corporativismo.
Ahora bien, la actitud católica reposa asimismo en no dejarse absorber del todo por esas cosas del mundo; lo cual solo desembocaría en neurosis y obsesiones. Hay que elevar la mirada más allá de estos cuerpos, o de esta postración que hoy sufre mi pueblo, o este caos en que hoy habita en la Tierra. «Curar el alma por medio de los sentidos, y los sentidos con el alma»: esa es la receta que el católico Oscar Wilde nos legó. Y otro, Santo Tomás de Aquino, no se le quedaría muy atrás: dedicaría todo un apartado de su Suma Teológica a recetas bien prácticas sobre cómo aliviar nuestra tristeza del día a día.
Con todo, lo que mejor nos permitirá aspirar a lo grande nos lo indica el siguiente punto 5, que paso ya a reseñar.
5. Aprecio de la belleza doquiera se halle
Para elevarme sobre los líos de cada día, nada mejor que ese pequeño don divino que a veces se enreda entre ellos: lo bello. Un católico lo aprecia donde quiera que se encuentre. Basta contemplar sus templos. O, al menos, basta contemplarlos antes de que, en los últimos 50 años, se protestantizaran. O antes de que asumieran un pobrismo ridículo: si a alguien satisfacían las iglesias hermosas era al pobre que solo en ellas disfrutaba de lo bello y caro. Procesiones, barroco, vestimentas sacras, mantos virginales, liturgia: el católico sabe, con Dostoievski, que la belleza nos salvará.
Me atrevería a decir incluso que hoy lo sabe mejor el católico cultural que el católico creyente, obsesionado como parece este último en hacer de su iglesia una mera ONG. No era así hace un siglo, y acaso resultó bien útil: cuentan, de hecho, que incluso el laicista Manuel Azaña sucumbió al hechizo de las cosas bellas católicas. Y que fue la calmada hermosura recordada de su infancia, su vida junto a un convento de las bernardas y otro de carmelitas, lo que le disuadió de expulsar todas y cada una de las órdenes religiosas de España (solo los jesuitas sufrieron su afán desterrador).
6. Perdonar (incluso a uno mismo) y tirar para adelante
Este es el último punto y el que permite cumplir los anteriores. Solo si perdono puedo confiar de nuevo en mi semejante; solo porque le he perdonado puedo atenderle tal y como es ahora y no como fue ayer. Frente al puritanismo protestante, que se obsesiona con mantener siempre impoluta la casa para que luzca bella, el católico se esfuerza más bien en limpiarla: no es tan grave si, en medio de los avatares mundanos, al final se nos manchó algún rincón. Friégalo y ya está.
Hemos comparado antes la vida del católico a una obra de arte que hacemos en compañía; el perdón es esa goma de borrar tan útil para que los errores no nos la estropeen. Miramos hoy al mundo y contemplamos puritanas obsesionadas con castigar un mal piropo que un tenor pronunciara hace décadas; puritanos empeñados en punir un tuit desafortunado que emitió un político cuando era joven aún. La Catholic Way of Life, en un mundo cada vez más histérico con pedirle cuentas a todos por todo, va a contracorriente: se atreve a perdonar.
Así que, para finalizar, permítame que le proponga un ejercicio práctico de catolicismo cultural a usted, lector estimado: perdóneme lo extenso de este artículo. Lancémonos ambos así a gustar, ya mismo, de las delicias de la Catholic Way of Life.
Por Miguel Ángel Quintana Paz, publicado en The Objective
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Tras su aparente superficialidad -quizá por ser muy católica- muy, muy, muy bueno.
Ocho razones porque a la Iglesia no le viene bien que existan «católicos» en Ella que no crean en Dios: 1) porque el que no junta desparrama, 2) porque Cristo es el eje de la religión católica se puede estar con él o contra él y el que no cree está contra él, 3) porque la Iglesia no es una ONG piadosa sino una comunidad de fe y en la fe está la comunidad y la Iglesia, 4) sin creer en Dios no puede santificarse nadie ni formar parte de la Iglesia ni ser católico y será un «falso católico», alguien que no cree en Dios no es católico, 5) porque no es conveniente tener herejes, cismáticos, cortesanos o hipócritas dentro de la Iglesia y 6) porque la finalidad de la Iglesia es colaborar en la obra de salvación de Dios y no otra cosa, 7) porque la Iglesia no puede depender del dinero de un ateo que es convertir piedras en pan sino de todo lo que viene de la boca de Dios. Una vergüenza el artículo y podría seguir.
Mc 9,40.
sabias palabras
Lo que dice es una perogrullada: nadie propone que haya católicos en la Iglesia que no crean en Dios (además no existe tal cosa, salvo, si acaso, aquellos católicos nominales -meros bautizados que han apostatado-, que en realidad no son tales, como por ejemplo los sinodales alemanes). ¿Se ha leído usted el artículo? Porque no lo parece: ha escrito usted un montón de palabras refutando… lo que nadie ha sostenido. Enhorabuena: ha ejemplificado usted perfectamene en qué consiste el empleo de la «falacia del hombre de paja».
Algunas pequeñas objeciones. Debemos sentirnos pecadores horrendos, porque en realidad lo somos («Es justo ante Dios algún mortal? ¿ante su Hacedor es puro un hombre? Si no se fía de sus mismos servidores, y aun a sus ángeles achaca desvarío». Job 4:17,18); si alguno dice que no peca está llamando a Diós mentiroso (I Juan 1:10). Lutero lo que negó fue que el bautismo borrara el pecado original y que el hombre, ni aún con la Gracia de Dios, pueda realizar obra buena alguna que le sirva para la salvación; según Lutero el hombre se salva por la sola fe, pues el hecho de tener fe es un signo de predestinación, de que se encuentra entre los elegidos.
(«En la teología católica, sin embargo, Dios es capaz de hacernos mejores personas, igual que un buen fisioterapeuta es capaz de aminorar mi dolor. La única condición, tanto con Dios como con el fisioterapeuta, es que nos pongamos en sus manos»).
Esto es erróneo, y más protestante que católico. La Gracia nos ayuda a vencer nuestra naturaleza, pero no la cambia. Es el católico quien, ayudado de la Divina Gracia, debe esforzarse, con temor y temblor que diría San Pablo, para alcanzar un reino de los cielos que está en tensión y que no se regala, se arrebata, se conquista. En la visión luterana de la salvación Cristo es la gallina que carga a la espalda a sus polluelos, basta agarrarse a Cristo y dejarse llevar por él.
(«No hay condena eterna, o al menos no la hay mientras usted ande aún por este mundo»).
Si hay condena eterna si te la ganas, y aun lo de que en este mundo no, es cuestionable para algunos teólogos, como San Alfonso María de Ligorio, quienes sostienen que hay hombres que habiendo alcanzado ya un grado de maldad y un número de pecados predeterminados por Dios antes de nacer, con claro abuso de la Misericordia Divina, ven retirada de ellos la Gracia (Dios permite que la cerca de la viña se destruya y que las alimañas entren en ella) con lo cual quedan en la posición de los demonios, incapaces por sus propias fuerzas y naturalezas de arrepentirse y alcanzar la salvación; podría decirse que están condenados eternamente en vida.
(«… la atención a los pobres e incluso a los muertos (del purgatorio). Es decir, el cuidado a dos grupos de los que poca compensación cabe luego esperar»).
Craso error. En el caso de los ánimas del purgatorio porque es clarísimo que de ellas sí puede esperarse, al menos una vez gocen de la visión beatífica de Dios, un pago por nuestra ayuda. Y en ambos casos, porque las obras realizadas por pura filantropía son como una campana que resuena, vacías, solo son meritorias cuando realmente se hacen por Caridad, es decir, por amor a Dios que las recibe como realizadas a Él mismo, y que en modo alguno desmerecen por la espera del pago seguro que conllevan, ya que el mismo Cristo nos anima a realizarlas a la espera de ese pago.
Lo dejo aquí.
No se puede ser católico sin ser católico, lo mismo que yo no puedo ser griego por mucho que me guste la filosofía griega.
Excelente artículo que presenta la Fe católica incardinando e incardinada en la Ciencia, (Universidades) la Cultural, la Belleza, la acción social y la alegría social de nuestra cotidianeidad, que asombra a los protestantes con nuestras celebraciones y Fiestas populares desaparecidas entre ellos.
El protestantismo es una hemiplejia moral.
La Fe católica es de misa y mesa.
¡Con pan y vino se anda el camino!, tanto el Uno, como el de más acá.