“Ha sido una larga etapa de escucha porque, hasta ahora, lo que considero más profundo de la reforma es la sinodalidad, que no es una palabra de moda, sino una escucha mutua donde todos tienen voz y, sobre todo, el laicado que es la mayoría de los miembros de la Iglesia”, ha declarado el coordinador del Consejo de Cardenales y arzobispo de Tegucigalpa, en la presentación del libro-entrevista sobre la Praedicate Evangelium. “Hemos escuchado a todos y de todo sobre la nueva constitución, voces disonantes, contradictorias, pero eso es la vida de la Iglesia. Y el proceso sinodal que vive la Iglesia universal es el nuevo camino de la reforma”.
El cardenal Madariaga, bajo el fuego graneado de denuncias de todo tipo, no hace aquí más que repetir lo que todos en la jerarquía repiten sobre ese sínodo que quieren jalear pero que, como explicaba un artículo en estas mismas páginas, no acaba de calar en la conciencia del católico común.
Lo primero es captar el concepto, que el Santo Padre no ha hecho mucho por aclarar. Más bien, el Papa ha insistido en lo que no es la sinodalidad. Pero lo que sea en la práctica, más allá de vagas fórmulas metafóricas que sirven para casi cualquier cosa, todavía se nos escapa a muchos.
Pero es más preocupante la segunda parte de la declaración del cardenal. En primer lugar, porque es falso. Es falso que Roma haya escuchado a todos. Que el Papa se haya reunido dos veces y en extenso con el CEO de la farmacéutica Pfizer y ninguna con los cuatro de sus hermanos cardenales que les solicitaron hace ya años aclaraciones sobre Amoris laetitia, las famosas Dubia, explica a qué nos referimos.
Roma está escuchando a quien quiere escuchar. Y quiere escuchar a los ‘renovadores’, a quienes exigen a gritos una reforma que alinee el mensaje católico con el que domina en el siglo. No es que se les vaya a hacer caso, pero son las voces que prefiere oír porque, por un lado, a atender a los disidentes dan la buscada impresión de apertura y tolerancia y, por otro, los jerarcas pueden presentar sus reformas como una generosa cesión a la ‘voz del Pueblo de Dios’.
Pero ese mismo énfasis en la ‘escucha’, sin matizar y definir para qué, acaba inevitablemente diluyendo a ojos de muchos la verdad central de que nuestra fe no es un consenso ni la Iglesia una democracia asamblearia. Porque el mensaje, o es de Dios, fuera del tiempo y las circunstancias cambiantes, y por lo tanto eterno, o nada de todo esto tiene el menor sentido.