¿Cuándo es esencial la Eucaristía?

Imagen de la misa de despedida del cardenal Cipriani
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Uno no sabe a qué carta quedarse con los renovadores entre nuestros jerarcas eclesiásticos. Presionaron, hasta imponerla, por la interpretación más radical de Amoris Laetitia porque un cristiano de ningún modo podía quedarse sin la Sagrada Eucaristía, centro y base y eje de nuestra vida cristiana, alimento sin el que el alma languidece y muere, y lo mismo podía aplicarse a la ‘intercomunión’ propuesta y aprobada por los obispos alemanes para los luteranos casados con fieles católicos.

En esos debates no podía ni insinuarse que, al fin, sí se puede vivir sin Eucaristía, al menos sin recibirla. Esa fue también la razón aducida para los cambios verdaderamente revolucionarios que se propusieron en el Sínodo de la Amazonía: había que ordenar a casados porque los indios más alejados de la civilización en el Amazonas (una exigua minoría de los indígenas, por cierto) no podían estar sin los sacramentos, esenciales para nuestra vida de fe.

Pero ha bastado el miedo a un virus que, aunque declarado pandemia, dista mucho de ser la Peste Negra en sus efectos y en sus números, que solo parece mortal en una proporción pequeña de grupos fácilmente localizables y aislables, para que nuestros obispos prohíban el culto público y la administración de esos sacramentos, antes tan vitales para la vida cristiana. Uno les oye hablar o les lee llamando alarmistas y exagerados y hasta homicidas en potencia a quienes deseamos que se reanuden las misas y se pregunta si son los mismos que usaron la centralidad de la Eucaristía para avanzar las innovaciones citadas. Hoy nos dicen que vivamos la privación como una ocasión para avanzar, que hagamos comuniones espirituales y que nos callemos, que estamos atentando contra la unidad y dejando en mal lugar a nuestros pastores.

No hay la impresión de que les corra ninguna prisa por darnos lo único que justifica su puesto, pero se entusiasman con conversiones ecológicas y políticas sociales y de inmigración que, siendo muy respetables, no constituyen precisamente la base de su mandato evangélico.

Porque ahí está el quid de todo esto. Un clérigo debe dar ejemplo de vida cristiana, pero yo debo dar ejemplo de vida cristiana; un clérigo debe evangelizar, pero yo debo evangelizar; un clérigo debe llevar una vida de oración, pero yo debo llevar una vida de oración. Solo hay una cosa que ellos pueden y deben hacer y yo no puedo ni debo: administrar los sacramentos. Si estos no son tan, tan importantes como lo eran cuando convenía, entonces su función es redundante y superflua, son meros managers de una gigantesca ONG.