Revuelta de Mujeres en la Iglesia: hasta que la igualdad se haga costumbre

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El nuestro es un tiempo dominado por grupos de víctimas autodesignadas que hacen de esa supuesta opresión el arma para lograr cuotas de poder. Se trata de colectivos presuntamente marginalizados -mujeres, homosexuales, inmigrantes- que invocan esa condición a modo de proletariado en el análisis marxista para forzar una ‘revolución’ que les dé influencia política.

Y es perfectamente lógico. En una sociedad abierta, la política es la palestra donde distintos grupos luchan pacíficamente para obtener la mayor influencia posible y la mayor atención a sus propias necesidades. Lo peliagudo es transplantar ese modelo a la Iglesia. Porque si la Iglesia es solo o principalmente una estructura de poder, entonces contradice frontalmente el mensaje de su Fundador.

Hay un grupo en redes sociales -es difícil saber hasta qué punto es una mera operación de marketing político-eclesiástico y cuánto tiene de mínimamente representativo- que se llama ‘Revuelta de mujeres en la Iglesia’ y que hace exactamente eso. La misma estética del grupo, con su morado y la grafía característica de Podemos, ya hace pensar que es más bien un caballo de Troya del podemismo en la Iglesia, y no tanto esa supuesta ‘revuelta’ de mujeres activas en la institución eclesial.

No sacamos este grupo, pues, porque nos parezca representativo en absoluto, sino porque es significativo de una tendencia en la Iglesia que resulta, cuanto menos, extraña en sus propios planteamientos.

Por ejemplo, leo en su manifiesto: “Somos las manos y el corazón de la Iglesia, pero se nos niega la palabra, tener voz y voto, la toma de decisiones y el liderazgo en los ámbitos oportunos”. No sé, dicen vivir “con pasión el seguimiento de Jesús de Nazaret”, pero el Evangelio no parece, así, a simple vista, un manual para reivindicar “liderazgo” o puestos de “toma de decisiones”.

Ese es el problema constante en tratar de adosar este lenguaje de reivindicación sesentayochista a la Iglesia de Cristo: que para lograrlo hay que hacer exactamente lo contrario de lo que pide el propio Maestro. La nuestra es una ética de servicio, de no ambicionar los primeros puestos, de ser el último cuando se quiere ser el primero y ser el servidor de todos para ser maestro.

Naturalmente, la Iglesia, como institución humana, es también una estructura de poder, y a lo largo de su historia y también en el presente hay muchos que han buscado subir en su ‘escalafón’ para satisfacer ambiciones humanas. Pero, hasta ahora, a nadie se le ha ocurrido hacerlo abiertamente, precisamente por la contradicción evidente que supone con el propio mensaje. De hecho, tradicionalmente se esperaba del designado como nuevo obispo que respondiera a la sugerencia con un “Nolo episcopari”, “no quiero ser obispo”, porque si lo deseaba, entonces no era adecuado para serlo.

El Papa Juan Pablo II, con quien el actual Pontífice se ha declarado en perfecta armonía en cuanto a su concepción del sacerdocio, desgranó las razones teológicas por las que es imposible ordenar mujeres, ahora o en algún momento en el futuro, en un documento que incluía esa misma declaración solemne. Eso debería bastarle a un católico, hombre o mujer. Pero hay más.

Hay que todo ese lenguaje reivindicativo, en sí mismo, es antitético al mensaje de Jesús. No dudo que esas mujeres -miento: sí dudo- se hayan ocupado mucho de las labores de la Iglesia, pero no parecen haber entendido su sentido. Por ejemplo, dicen que seguirán “trabajando en ella hasta para recuperar la comunidad de iguales que trajo Jesús”, pero Jesús no trajo ninguna comunidad de iguales. ¿Dónde se lee eso? Por el contrario, cuando San Pablo describe el Cuerpo Místico de Cristo de la Iglesia, insiste con perfecta claridad en la desigualdad de sus miembros, necesaria precisamente para que funcione.