Memento Mori

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La semana pasada murió Kirk Douglas y, como siempre que muere una vieja gloria, los medios y las redes se llenaron de recuerdos y panegíricos, pero ningún ‘memento mori’. Después de todo, a los 103 años es un poco difícil escribir “la muerte le sorprendió…”, porque lo sorprendente a esa edad es más bien seguir vivo.

Pero ayer murió el extraordinario columnista David Gistau, y eso ya es otra cosa. Porque nos impresiona de un modo muy diferente la muerte de los personajes públicos según estén o no en esa ‘premuerte’ para el mundo que es vivir retirado de la actividad que le ha hecho famoso. Gistau muere a los 50, podría decirse que entre dos columnas, la última que escribió y la siguiente que todos esperábamos y que ya no escribirá. Y eso sí es un potente recordatorio.

Todos vamos a morir. Y ya termine la vida de forma previsible a los 103 o de forma inesperada a los 50, va a ser siempre infinitesimalmente breve. Dicho de otro modo: nuestra vida es apenas un parpadeo si la comparamos con el tiempo antes de venir al mundo y con el tiempo que pasemos muertos. La comparación que hace el salmista con la hierba no es poética, sino intensamente real.

De las muchas definiciones que se han hecho del hombre, una especialmente relevante es que es el animal que sabe que va a morir. Ese es el sucio secreto cuya negación está en la base de todas las ideologías.

En una visión materialista, la comparación con la hierba es literal: ahora estamos, ahora no estamos; no hay más. Desaparecemos por completo y en muy poco tiempo es como si nunca hubiésemos vivido. La Madre Teresa y Adolf Hitler; Genghis Khan y San Francisco de Asís tienen un destino idéntico, la nada. El bien no obtiene premio, ni el mal castigo.

No es así como lo vemos los católicos y aquí, en principio, escribo para católicos. Nosotros creemos que esta vida es una cancha donde decidimos nuestro destino eterno, qué va a ser de nosotros para siempre, dónde vamos a estar cuando la última estrella se haya apagado y Dios haga nuevas todas las cosas. Creemos que cada día, cada hora, cada minuto, lo que hacemos o dejamos de hacer nos acerca o aleja de ese destino eterno, que literalmente nos estamos jugando con cada acto u omisión una eternidad de dicha inefable o un inacabable tormento.

Parece importante, ¿verdad? Parece, en realidad, LO importante, comparado con lo cual todo es paja y humo. Alguien que crea esto, alguien que sepa esto, ¿no debería recordarlo de continuo? ¿No tendría una espantosa responsabilidad frente a sus hermanos no alertarles?

Por eso el efecto más preocupante de la deriva de la institución eclesial, de los nuevos énfasis y nuevas formas, no es necesariamente una herejía nueva o la negación de una verdad, sino un olvido, y un olvido gravísimo. Hablo del inmanentismo que parece anegar los mensajes eclesiales de un tiempo a esta parte, de este último medio siglo, que sin decirlo parecen predicar que lo único que hay es el aquí y el ahora, que esto es lo que importa, y que lo otro, bueno, como dicen los anglófonos, es un “pastel en el cielo”, un “qué largo me lo fiáis”.

El inmanentismo es tomar el concepto de cielo y tratar de implantarlo en la tierra. Pero el cielo (este cielo de aquí abajo) y la tierra pasarán. Para la creación, dentro de miles de millones de años, quizá. Para nosotros, muchísimo antes. La tierra puede calentarse o enfriarse, pero eso no debería centrar la atención de ningún cristiano, que sabe que todo está llamado a la destrucción y que hasta el más pequeño e insignificante de los que le rodean está llamado a vivir, en cambio, para siempre.

Contemplar la muerte, recordar con frecuencia la muerte -un ejercicio que han aconsejado vivamente todos los santos- lleva indefectiblemente a vivir ‘in contemptu mundi’, en desprecio del mundo, de un mundo que va a acabar en cualquier caso, hagamos lo que hagamos, y a concentrarnos en vivir de modo que nuestro destino eterno sea el que Cristo murió para procurarnos.