El Año de la Pachamama

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El año que ahora termina acaba marcado por esa figura, ese nombre y esa tosca talla de madera que se ha colocado en el centro de una batalla por el alma de la Iglesia. 2019 ha sido, sin dudar, el Año de la Pachamama.

También ha sido, por lo mismo, el año de la destrucción de cierto catolicismo al que podríamos llamar abusivamente -por tomar prestado un término de la política- ‘conservador’ o ‘centrista’. ¿A quién llamo ‘conservadores’, en este sentido?

Hay una facción de católicos, abundantes en el gremio clerical y actividades adyacentes, que esperaban la ‘renovación eclesial’ como agua de mayo. Son los que ven en el Vaticano II un concilio ‘traicionado’, frustrado, al que el largo pontificado de Juan Pablo II y luego el más breve pero intenso de Benedicto vino a ahogar en su desarrollo, en su encuentro con ‘el mundo’. Estos son los que ven el futuro de la Iglesia en una ‘apertura’ doctrinal constante y, curiosamente, coincidente con las opiniones populares en las universidades seculares; una especie de dilución de la fe en el pensamiento progresista como culminación del mensaje cristiano y no como su destrucción.

Luego están los del otro lado, quienes piensan -pensamos- que el mundo y la Iglesia son como el agua y el aceite, condenados a la incomprensión y el conflicto mientras el mundo no sea Iglesia; los que creemos que el mensaje de Cristo es igual ayer, hoy y mañana y que andar trasteando con la doctrina perenne y haciendo del cambio la esencia de la Iglesia es un camino hacia el desastre. O una continuación, para ser más precisos, de un desastre iniciado con esas premisas hace medio siglo.

Y luego están aquellos a los que llamo ‘conservadores’. Estos tienen instintos eclesiales más cercanos, quizá, a los segundos, alejados de todo verdadero entusiasmo por la ‘renovación’, pero demasiado ultramontanos para abrir los ojos y aceptar las consecuencias. Son los que suelen decir que el Concilio Vaticano II fue una maravilla incontestable, y que lo que trajo fue fruto de una mala interpretación.

Juan Pablo II y Benedicto XVI les permitió mantenerse en esa cómoda postura. Ambos lanzaban mensajes reconociblemente católicos, haciendo énfasis continuo en realidades católicas y usando un lenguaje plagado de referencias sobrenaturales. Y que el primero fuera causa eficiente en la desaparición del Bloque Soviético ayudó, sin duda.

Son los que, desde el principio del presente pontificado, a cada gesto desconcertante del Papa responden con explicaciones no pedidas y crecientemente inverosímiles. Recuerdo especialmente, cuando Francisco declaró en entrevista con Scalfari -de las aprobadas- que “el proselitismo es un solemne disparate”. Se nos dijo por parte de estos exégetas espontáneos que en realidad el Papa se estaba refiriendo a un tipo de proselitismo muy marcado por la ideología que era común en la Italia de postguerra. Lo que vino después no les sorprenderá.

Pero a medida que pasa el tiempo y se perfila cada vez más claro el trayecto trazado, esos conservadores lo tienen más y más difícil, sus piruetas semánticas y sus equilibrismos retóricos alcanzan cotas de patético virtuosismo. Hasta que llegó la pachamama.

Su llegada vino anunciada con ese Sínodo de la Amazonía en el que lo menos importante era la propia Amazonía. Hacer un sínodo universal sobre una región del planeta no muy poblada no parecía tener demasiado sentido pero, como en el de la Juventud, que acabó yendo de sinodalidad, era fácil deducir que el epígrafe sería solo una excusa para cualquier otra cosa.

El ‘Instrumentum laboris’, con sus ditirambos nada realistas en alabanza a las ‘espiritualidades indígenas’ ya anunció un desmarque pronunciado con respecto a la visión canónica de la evangelización y del papel de la fe en el mundo. De enseñar se pasaba a aprender; de la proclamación de la Palabra, a la ‘escucha atenta’.

Pero estamos en un pontificado en el que los mensajes se dan menos con las palabras y más con los gestos, y un gesto previo a la apertura del sínodo fue aquella estrafalaria ceremonia con chamán y postración ante ídolos en presencia del Papa y varios curiales en los jardines vaticanos.

Una vez más, los buscadores de pretextos encontraron algunos. La primera versión oficiosa fue que se trataba de la Virgen María, solo que fuertemente ‘inculturada’, y que los retrógrados ni siquiera teníamos la limpia mirada necesaria para advertirlo. Duró poco: en rueda de prensa inmediatamente después, uno de los padres sinodales se encargó de desmentir categóricamente que la talla representara a Nuestra Señora.

La siguiente explicación fue que, bueno, vale, no era una imagen religiosa católica, pero tampoco un ídolo pagano, sino un ‘símbolo’ de cosas buenas, no sé, la Vida, la Maternidad, la Fertilidad: ese tipo de cosas. Y no había habido prostración, que disparate.

Para desmontar lo segundo basta el vídeo. De destrozar lo primero se encargó el propio Papa cuando, después de que un espontáneo retirara las estatuillas de una iglesia romana y las arrojara al Tíber, anunció con alegría que “las pachamamas han sido recuperadas”. Jaque mate.

La pachamama ha seguido apareciendo aquí y allá. El nuevo arzobispo de Lima la llevó en procesión a su catedral, por ejemplo, y las tallas originales (supuestamente) han honrado nuestro país con su presencia, entre otras cosas como la oración a la Pachamama distribuida por la Conferencia Episcopal Italiana. La Pachamama parece haber venido para quedarse.

Lo más reciente ha sido el espectáculo, en el concierto de Navidad del Vaticano celebrado en el Aula Pablo VI, de una chamán haciendo profesión de fe en la Madre Tierra y conminando al público a cruzar las manos sobre el pecho en honor a ella, lo que hicieron todos los prelados que aperecen en las fotos.

Y esta ha sido la partida de aguas para los conservadores. Ya no hay dónde agarrarse; ya no pueden mantenerse en su postura: solo les queda el bando de la renovación, abiertos a todo lo que siempre han negado, o la resistencia.