El cardenal George Pell, que ya ha ingresado en prisión tras ser hallado culpable de abusos sexuales en Australia por un tribunal, ha dejado de ser el prefecto de Economía vaticano, un cargo para el que nombró Francisco pero que apenas ha podido ejercer.
Lo corrobora el portavoz interino de la Santa Sede, Alessandro Gisotti, en un escueto comentario en su cuenta de la red social Twitter, en inglés (que, por lo visto, ha sustituido al latín como idioma de la Iglesia Católica): «Puedo confirmar que el Cardenal George Pell ya no es el prefecto del Secretariado para la Economía».
No hay que dar más explicaciones, simplemente su mandato de cinco años ha concluido y no se le renueva. Y es un alivio, porque el caso es cualquier cosa menos claro, porque a Pell lo nombró el propio Francisco y lo introdujo en su consejo asesor de cardenales, y porque no podría haber cierre más desagradable e incómodo para la banal minicumbre sobre los abusos que se ha cerrado en Roma eludiendo todos los problemas reales.
Con Pell, en el esperanzador inicio del pontificado de Francisco, se esperaba cumplir una de las promesas clave de los nuevos tiempos: limpiar esos establos de Augías que son las finanzas vaticanas y que tantos disgustos han dado a la imagen pública de la Iglesia.
El banco vaticano, oficialmente IOR, Instituto para las Obras de Religión, es un mundo aparte, una jungla donde da miedo entrar, tan transparente como un muro de cemento, regido por reglas arcanas que se compadecen mal con las que imperan en el resto del mundo. Son muchos los Papas que se han propuesto poner orden en ese nido de gusanos, pero todos han acabado dándose por vencidos tácitamente frente a la dificultad y la enloquecedora maraña de intereses.
Pero no queda otra que encararlo, porque es fuente inagotable de escándalos, e incluso ayuda a explicar muchos escándalos de otra naturaleza. Y Francisco, que tiene obsesión por situar el dinero como raíz de todo mal y ha dicho públicamente que desea una Iglesia pobre, confió al australiano esta misión imposible para la que, por lo demás, demostraba facultades.
Lo que no demostraba, más bien al contrario, era ‘romanità’, ese arte tan curial de la sutileza, el rodeo, el guante de seda envolviendo el puño de hierro y la acción oblicua. En Roma, la línea recta no es la distancia más corta entre dos puntos, sino la más peligrosa. Pell, sajón, con un carácter difícil y del novísimo mundo, nunca pareció entender que la mera eficacia no siempre es la respuesta correcta cuando pisa callos de gente demasiado poderosa.
Pronto se hizo evidente para el resto de curiales que Pell «no es de los nuestros», ganaba enemigos jurados a cada paso y no pocos respiraron aliviados cuando salió un viejo caso de hace décadas en el que se acusaba al cardenal de abusos a menores.
Pell pidió permiso para preparar su defensa y desapareció, aunque seguía formando parte del C9 -hoy, C6- y se mantenía como prefecto de Economía. Naturalmente, no volvió, y nadie le echó de menos. El Papa encargó a monseñor Ricca -el motivo de la célebre pregunta retórica del Francisco, la que para muchos define su mandato, «¿quién soy yo para juzgar?»- que se ocupara de la administración ordinaria de los dineros, y aquí paz y después, gloria.
Ante el veredicto condenatorio, sin embargo, el Vaticano no puede hacer mucho en público. No puede dejar de apartar a Pell o de poner su caso en manos de Doctrina de la Fe para que haga una investigación paralela o de decir una palabra amable sobre el australiano, porque sería contradecir demasiado pronto todos los propósitos campanudos de la recentísima cumbre. Pero tampoco pueden soltarle los perros o presentar el caso como una victoria de la transparencia por dos razones. La primera, evidente, es que ha sido la justicia civil quien lo ha hecho todo, no la romana.
La segunda es más peliaguda: Roma no acaba de creerse que Pell sea culpable. Lo insinuamos ayer y lo sugiere hoy hasta empresas informativas tan poco sospechosas como la cadena americana ABC: las pruebas son más que endebles y la defensa hizo una magnífica labor demostrando que no pudo haber sucedido como cuentan.
Y ese es el problema de la ‘tolerancia cero’, que puede ser utilísima para el mundo, pero que se da de bofetadas con los procedimientos y la propia mentalidad de la Iglesia.
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