¿Qué es, exactamente, un «cristiano rígido», Santo Padre?

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La obsesiva advertencia del Papa Francisco contra los cristianos «rígidos y excesivamente cumplidores de las normas» parece enfrentarse a un problema casi inexistente, cuando el peligro parece masivo en la dirección opuesta.

En la película de Paolo Sorrentino ‘La Gran Belleza’ -una aguda pero desesperanzada crítica a la modernidad-, hay una escena en la que el protagonista, Jep Gambardella, hace una entrevista a una ‘artista’ moderna cuya obra consiste en estamparse la cabeza contra un muro hasta sangrar. Un fraude, como tantos, que dice basar su ‘obra’ en las vibraciones: las vibraciones lo son todo, están en todas partes y ella las siente y las refleja en su ‘arte’. En ese momento, Gambardella le interrumpe, con el bloc en la mano, para espetarle una pregunta: «¿Qué son las vibraciones?».

La artista balbucea, intenta zafarse, le pide que le pregunte por otros aspectos de su vida, pero el periodista insiste: «No, quiero saber qué demonios son las vibraciones». La entrevista, naturalmente, acaba ahí, con la esperable irritación de la timadora artística, que se ve descubierta así en su vaciedad.

No se me entienda mal si digo que se me ha venido esa escena a la cabeza leyendo la última homilía del Santo Padre en la que, una vez más, nos advierte contra los “cristianos rígidos”.

“Tengan cuidado de los rígidos”, alerta Su Santidad. “Estén atentos ante los cristianos -ya sean laicos, sacerdotes, obispos- que se presentan tan ‘perfectos’, rígidos. Estén atentos. No está el espíritu de Dios allí”.

Sí, de acuerdo, lo entendemos. Hay que guardarse del fariseísmo, y el Evangelio del día no podía ser más oportuno en este sentido, con Jesús en casa del fariseo al que acusa de limpiar la copa por fuera y dejarla sucia por dentro.

Pero no se puede decir que el Papa innove mucho en este aspecto. La palabra ‘fariseísmo’ es invento nuestro, y desde que existe Iglesia se predica contra la hipocresía y  un cumplimiento de la Ley ayuno de caridad y sin una correspondencia interior.

Es solo que en Francisco el mensaje es ya obsesivo, a todas horas se nos advierte contra ese católico ‘rígido’ y obsesionado con el cumplimiento de los preceptos, hasta el punto de que, como con tantas ‘palabras-fetiche’ del pontífice, sentimos la desesperación inquisitiva de Jep Gambardella: pero, Santo Padre, ¿qué es exactamente ‘rígido’? ¿A qué se refiere?

¿Cree de verdad el Santo Padre que el problema de la gente hoy es “un excesivo apego a las reglas”? ¿En serio? En estos momento se celebra aún en Roma un sínodo que tiene como objetivo, aunque a veces parezca coartada, a los ‘jóvenes’, la generación que, por ley de vida, nos sucederá y decidirá cómo va a ser la práctica católica de los próximos veinte, cuarenta, sesenta años. ¿Le parece que su mayor riesgo es el de un excesivo moralismo, un rígido cumplimiento de las reglas morales?

El otro día intervino la más joven de las particpantes en una rueda de prensa del sínodo, la auditora chilena Silvia Teresa Retamales. En su intervención, como hemos contado, Retamales dijo de sus coetáneos ‘los jóvenes’ que “quieren que la Iglesia sea más abierta […] una Iglesia multicultural que esté abierta todos, que no juzgue, una comunidad que haga que todos se sientan en casa”.

Retamales, Santo Padre, es representativa. Usa exactamente las mismas palabras que el pontífice: apertura, diálogo, escucha, acompañamiento, abstenerse de juicio. Palabras todas ellas muy hermosas, pero que designan, por así decir, un talante, no un contenido. Un diálogo tiene que partir de algún sitio y llegar a algún sitio para que tenga algún valor; un debe tener algo que decir para poder dialogar, y ese algo, el contenido, es lo que querríamos conocer.

Su invectiva continua contra los ‘cristianos rígidos, obsesionados con el cumplimiento’ roza la manía, más aún cuando en el soliloquio vuelve a hacer referencia a lo que solo un ciego podría dejar de ver como una referencia a su situación personal, una defensa velada de su relativo silencio, como cuando en esa misma homilía dice: «“Jesús califica a esta gente con una palabra: ‘hipócrita.” Gente con un alma codiciosa, capaz de matar. Y capaz de pagar para matar o calumniar, como se hace hoy. Incluso hoy se hace así: se paga para dar malas noticias, noticias que ensucien a los demás».

Hasta ese párrafo la argumentación parecía seguir la escena evangélica, la acusación que hace Jesús de hipocresía a los fariseos. Pero el salto a «se paga para dar noticias que ensucien a los demás» se aparta bastante y se acerca, en cambio, a lo que ya parece una herida que no para de sangrar.

Porque tanto desprecio al cristiano ‘rígido’, que juzga, no deja de ser un juicio; de hecho, una condena constante, y sin otra sustancia que contrapese esa alarma contra quienes «cumplen obsesivamente las normas» se diría que el mismo cumplir fuera algo malo. Jesús criticaba que limpiasen la copa por fuera y la dejasen sucia por dentro, no meramente que la limpiasen por fuera. Y cualquier podría acabar deduciendo que no importa demasiado cómo esté la copa por dentro con tal de que esté sucia por fuera.

Jesús leía los corazones. Los demás hombres no tenemos ese don, ni podemos presumir de ejercerlo: de internis neque Ecclesia, ni la Iglesia puede juzgar las intenciones. Y la hipocresía tiene, además, una característica muy curiosa, y es que al tratar de impresionar a los demás con nuestra supuesta virtud, al querer ser admirados por los hombres, tiene que cambiar de comportamiento de una época a otra porque también de una época a otra cambia lo que se considera admirable.

El fariseo de la época de Jesús se alargaba las filacterias y anunciaba con trompetas sus limosnas y fingía una piedad que no tenía correspondencia interior. Pero nadie que hiciera eso hoy se ganaría la admiración y el aplauso del mundo. Y esos cristianos que, como pueden, intentan cumplir con sus obligaciones morales, difícilmente pueden ser hipócritas, o no en un círculo muy amplio, porque sus virtudes no son las que el mundo admira.

Nadie hoy, por referirnos a una virtud tan ausente de todo mensaje eclesial que parecería haber dejado de serlo, va a ser aplaudido por el mundo a causa de su castidad. Recientemente, la prensa norteamericana se ha burlado a placer de la ‘confesión’ del ya nuevo miembro del Tribunal Supremo, Brett Kavanaugh, de que se mantuvo virgen antes de casarse. Eso es hoy objeto de sorprendida burla, y es extraño que una jerarquía tan abierta al mundo no lo sepa.

No es fácil, en absoluto, en un mundo que grita en el oído del cristiano para que cambie de dirección y que ofrece una panoplia interminable de tentaciones, tratar de ajustar la conducta a lo que pide Jesús -«quien me ama, cumplirá mis mandamientos»-, algo que puede hacer, que suele hacer, por amor, con la copa razonablemente limpia por dentro. Pero lo hace todo más difícil que nuestro padre, el Vicario de Cristo, haga, con su insistente advertencia, sospechoso el mero intento de hacer las cosas bien.