Manuel Bru y las paradojas de la misericordia

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La compasión, la misericordia, es una curiosa virtud. En puridad, no es en sí misma una virtud, que sería la caridad, sino el sentimiento que nos impulsa o nos facilita esa virtud.

La paradoja es que resulta fácil de confundir. No hablo de fingirla, lo que es evidente, no me refiero a la hipocresía en este caso. Me refiero a que, como sentimiento, es fácil, lo que no sucede con ninguna otra virtud.

A uno no le sale natural saberse insignificante; no le sale esforzarse en el cumplimiento de un deber pesado e ingrato, ni evitar la lujuria, ni ejercitar la paciencia. En cambio, compadecerse del sufrimiento ajeno no solo es natural, no solo ‘sale solo’, sino que a veces cuesta bastante sustraerse al sentimiento, cerrar el corazón a, digamos, la imagen de un niño que sufre o a un anciano tirado en la calle. Eso lo saben muy bien las agencias de publicidad que llevan las cuentas de la ONG.

Otra paradoja de la misericordia es que se utiliza a menudo para atacar de forma inmisericorde al rival dialéctico. Es una experiencia común que, en el debate público, los guardianes del Pensamiento Único de la modernidad hagan de la compasión bandera y acusen de desalmados a quienes se oponen a su tiranía ideológica.

Pero si la misericordia en sí es fácil, es incluso instintiva, como podemos comprobar en las lágrimas que puede suscitar una mera película, que es ficción, responder a ella no siempre lo es. Es fácil sentir compasión por el pobre, pero no deshacerte de tu dinero para remediar su pobreza; es fácil que te dé pena el marginal, pero no siempre acogerlo en tu casa; es fácil compadecerse de quien sufre una enfermedad, pero rara vez acompañarle durante horas y días y meses en su dolor. Es cuando la misericordia se hace caridad.

Pero, volviendo a ese carácter ambiguo de esta palabra tan de moda en la Iglesia de hoy, la misericordia también puede ser una coartada. Si el sentimiento es fácil, es natural, es instintivo, la respuesta también puede serlo en ocasiones. La compasión, en fin, puede usarse, y de hecho se usa con frecuencia, como pretexto para evitar el esfuerzo y eludir una virtud difícil o una situación incómoda.

En el último número del órgano de la Archidiócesis de Madrid, Alfa & Omega, Manuel Bru nos ofrece un magnífico ejemplo de lo que queremos decir en su tribuna titulada ‘¿Hemos olvidado la compasión?’, un titular que, contra lo que podría parecer, no pretende ser irónico por más que hoy sería tan difícil olvidarse de la compasión como que un árabe del desierto dejara de ver arena.

En una visión superficial, desde fuera, se diría que la misericordia ha eclipsado todo el resto del mensaje cristiano, con el riesgo del que hablábamos antes. Así, Bru no hace referencia, en su enésima llamada a la compasión, al enfermo, al hambriento o al desvalido, sino al divorciado que se ha vuelto a casar por lo civil y se niega a vivir con la segunda mujer ‘como hermano y hermano’. Lo que siempre se ha llamado ‘adúlteros’, una palabra a la que no hacía ascos Nuestro Señor, pero que Bru alarga en esta divertida y equívoca perífrasis: » personas en situaciones irregulares».

El objeto de la tribuna es un libro obra de ese espejo de príncipes de la Iglesia que es el Cardenal Coocopalmerio sobre Amoris Laetitia y, en especial, su problemático Capítulo VIII. Creo que, después de la negativa papal a responder a las Dubia de cuatro cardenales y tras las cartas de felicitación a varias conferencias episcopales por la aplicación ‘pastoral’ de la exhortación, ya sería pueril e hipócrita negar que la interpretación ‘correcta’ consiste en que los adulteros puedan acceder a la Sagrada Eucaristía. Sí, vale, con acompañamiento y discernimiento y caso por caso.

El asunto no es baladí, porque quien accede a la comunión en pecado mortal, como reza la fórmula, «come y bebe su propia condenación». Entonces, ¿habrá que pensar que el matrimonio no es indisoluble? No, naturalmente, aunque puede ser nulo, una nulidad que la Iglesia no pone excesivos obstáculos en obtener, y menos aún tras la reforma del proceso por parte del propio Francisco.

¿Entonces, es que el adulterio ha dejado de ser pecado mortal? No, bueno, no exactamente. Cedamos la palabra a Bru, pidiendo previamente perdón al lector por lo largo y alambicado del argumento: «No, si se acompaña a la persona. Y, si el fruto del discernimiento conduce al acceso a los sacramentos, este paso no pondría en cuestión ni la indisolubilidad del matrimonio, al no cuestionar la objetividad de la irregularidad de la situación, ni la doctrina de siempre sobre la sinceridad del arrepentimiento y la gracia santificante como requisito para ser admitido al sacramento de la Eucaristía, dado que lo que habría permitido ese paso es la constatación de que existe un propósito de enmienda, pero también unas limitaciones, al menos temporales, para realizar esa enmienda».

A ver si lo entiendo. Es pecado mortal, pero el pecador se arrepiente, aunque sin propósito de la enmieda ‘a corto’; no tiene la menor intención de dejar de adulterar de momento, pero sí en un vago futuro. Es, ciertamente, una idea novedosa. Me pregunto si podría aplicarse a otros pecados. Por misericordia, naturalmente.

Porque ese es, para Bru y tantos otros renovadores de ocasión, la manta que tapa cualquier, digamos, irregularidad. Cita para ello el libro de Su Eminencia, el mismo cardenal que consiguió para su secretario un apartamento en las estancias vaticanas donde organizó una orgía con droga y prostitutos que tuvo que interrumpir la Gendarmería, y que a su vez hace referencia al Evangelio: «el Papa «se enfrenta a los conocidos riesgos del pastor de la oveja perdida y del padre del hijo que regresa. El pastor puede herirse, el padre puede sufrir la contestación del hijo mayor –tal vez más dolorosa que la herida–, que no comprende por qué el padre acoge con amor al hijo pecador».

Ayúdenme en esto, porque mi memoria es notoriamente flaca, pero: ¿no pidió el Hijo Pródigo perdón con un propósito de la enmienda tan evidente que estaba dispuesto a ser tratado por el Padre como el último de sus jornaleros? La analogía sería más útil para las tesis de Coccopalmerio y Bru si el hijo hubiera mandado recado al Padre solicitando su perdón y su vuelta a los derechos de filiación, añadiendo que no volvería de inmediato porque aún le quedaban prostitutas por probar y francachelas que disfrutar.

Y ahí viene lo que arriba llamo ‘misericordia fácil’. ¿Quién no prefiere, realmente, no quedar mal con el amigo que se ha divorciado celebrando su segundo matrimonio? ¿Hay alguien a quien le cueste más el «que cada cual viva como quiera» que predicar la Cruz? ¿Qué mérito tiene una misericordia que se transforma en cesión, en dejar hacer, en ganarse la simpatía del mundo?

Ese es el quid: el mundo. Bru traiciona a medias esta razón cuando dice: «¿Y en qué consisten estas posibles limitaciones? Todos las conocemos a no ser que vivamos en otro planeta». Efectivamente, a no ser que vivamos en otro planeta sabemos que es altísimo el número de católicos nominales que se vuelven a casar civilmente. Tantos que es indudablemente más fácil, más cómodo, más agradable y más sencillo decirles que todo está bien.

El mundo, además, te va a amar y aplaudir mucho más, tendrás menos problemas para encontrar empleo o codearte con gente importante si sigues ampliando esa misericordia a los homosexuales -¿por qué no habrían de reconocerles la Iglesia los mismos ‘derechos’ a expresar su sexualidad que a todos los demás?-, a las relaciones sexuales fuera del matrimonio, a la contraconcepción artificial, al aborto…

Sí, la misericordia puede ser un instrumento magnífico. Aunque quizá cuando haya terminado de vaciar la doctrina de sentido, haciendo a la Iglesia inútil por redundante, ya sea demasiado tarde para ellos.

A continuación, el artículo de Bru:

No hay mal que por bien no venga y, de la penosa polémica suscitada por el capítulo VIII de la exhortación apostólica Amoris laetitia, cien por cien magisterio del Papa, hemos aprendido algo: que no quedó para los anales del siglo XIX y XX el integrismo en la Iglesia, sino que pulula a sus anchas en pleno siglo XXI, sobre todo esa forma de integrismo que consiste en la cansina contradicción entre una defensa a ultranza de la tradición y el ataque al último garante de la tradición que es el magisterio del Sucesor de Pedro. O, como dice el refrán castellano, ser más papista que el Papa.

El cardenal Francesco Coccopalmerio, presidente del Consejo Pontificio para los Textos Legislativos, ha tenido a bien regalarnos este pequeño libro para aclarar las cosas, con un meritorio y logrado esfuerzo divulgativo. En el contexto de la exposición de la doctrina de la Iglesia con respecto al matrimonio y la familia, nos explica cuál es la actitud pastoral de la Iglesia hacia aquellas personas que se encuentran en situaciones familiares irregulares, así como cuáles son las condiciones subjetivas o de conciencia de las diferentes personas en las diversas situaciones y el concomitante problema de la admisión a los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía. También la relación entre doctrina, norma general y personas individuales en situaciones particulares, y el significado de la integración y participación en la vida de la Iglesia de las personas en situaciones irregulares, para terminar con un breve apunte sobre la hermenéutica de la persona en el Papa Francisco.

Este último punto es el quid de la cuestión: que el Papa «se enfrenta a los conocidos riesgos del pastor de la oveja perdida y del padre del hijo que regresa. El pastor puede herirse, el padre puede sufrir la contestación del hijo mayor –tal vez más dolorosa que la herida–, que no comprende por qué el padre acoge con amor al hijo pecador». Y se pregunta el autor: «Acogiendo al pecador, ¿justifico el comportamiento y abjuro de la doctrina?». No, si se acompaña a la persona. Y, si el fruto del discernimiento conduce al acceso a los sacramentos, este paso no pondría en cuestión ni la indisolubilidad del matrimonio, al no cuestionar la objetividad de la irregularidad de la situación, ni la doctrina de siempre sobre la sinceridad del arrepentimiento y la gracia santificante como requisito para ser admitido al sacramento de la Eucaristía, dado que lo que habría permitido ese paso es la constatación de que existe un propósito de enmienda, pero también unas limitaciones, al menos temporales, para realizar esa enmienda. ¿Y en qué consisten estas posibles limitaciones? Todos las conocemos a no ser que vivamos en otro planeta. Pero para seguir el hilo argumentativo, mejor es leerse este librito, para salir de dudas y, sobre todo, para no entrar en la vieja trampa de poner en contradicción caridad y justicia, corrección fraterna (no como espacio, sino como proceso, es decir, como acompañamiento) y compasión cristiana.