Cómo podría Francisco cumplir su sueño de hacer irreversibles sus reformas

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«Le pido al Buen Dios que me lleve cuando los cambios sean irreversibles», confesaba hace unos años Francisco a quien fuera superior general de los jesuitas entre 2008 y 2016, el palentino Adolfo Nicolás Pachón. No es exactamente una revelación particular: Su Santidad ha declarado lo mismo, con idénticas o parecidas palabras, en numerosas ocasiones. 

En su momento insinuó incluso imitar a su predecesor y abdicar cuando considerara logrado ese objetivo de hacer ‘el cambio incambiable’, como confesaba en 2014 en una rueda de prensa a su regreso de Corea del Sur: «¡Haría lo mismo! [Benedicto] abrió una puerta que es institucional, no excepcional».

Y eso es lo que pretende para su Pontificado: que sus reformas sean institucionales, no excepcionales. E irreversibles.

Es legítimo, creo, preguntarse qué reformas son esas. De las que podríamos llamar ‘prácticas’, hay pocas y poco profundas. Si el pontificado de Francisco puede calificarse de ‘disruptivo’ -y creo que hay pocas dudas de que lo es-, su novedad parece depender más de un estilo, de una atmósfera, de una tendencia doctrinal que todos intuyen pero que hasta ahora se ha movido en la ambigüedad de las formas y la confusión de los mensajes, de modo que todos ellos puedan interpretarse, forzando un poco, en línea con todo lo anterior.

Pero hay partido, y nadie duda de que el Santo Padre, como él mismo insiste constantemente, ha venido a ‘renovar’ la Iglesia y a hacerlo de modo que sus reformas sean ‘irreversibles’.

Aquí, por tanto, no vamos a preguntarnos por el qué, sino por el cómo. Si las reformas que aplique Francisco se basan en su autoridad magisterial reconocida por la doctrina multisecular y derivada de su condición de Papa, ¿qué impide al próximo Papa, o al siguiente, volver a dejarlo todo como estaba? Si él mismo, y otros Papas anteriores, han logrado revertir lo que algunos de sus predecesores consideraban ‘irreversible’, ¿cómo podría Francisco asegurarse de que su legado no correrá la misma suerte, dejando su Papado y las reformas que salgan de él como un excéntrico paréntesis en la historia de la Iglesia?

El paso obvio es, por tanto, asegurarse de que el próximo Papa y, a poder ser, los siguientes, estén en línea con el pensamiento de Francisco; que sean, por emplear una expresión vulgar pero muy expresiva, ‘de su cuerda’. ¿Cómo lograrlo?

Para responder a este punto hemos consultado diversas fuentes cercanas a Santa Marta que, por motivos perfectamente obvios, prefieren permanecer en el anonimato. Estas son las opciones que se barajan y que, aun descreyendo de la fiabilidad de nuestras fuentes, parecen objetivamente las más eficaces para alcanzar el objetivo que se ha fijado Francico.

Al Papa lo elige en cónclave un colegio de electores que son nombrados, a su vez, por el Papa. El Colegio Cardenalicio cuenta actualmente con 120 cardenales con menos de 80 años de edad y, por ello, con derecho a votar en un eventual cónclave para elegir al Papa. De estos, Francisco ha designado hasta ahora al 40% del Colegio Cardenalicio, un poco menos que el 44% designado por Benedicto. El 16% restante son cardenales elegidos por Juan Pablo II.

Además, Francisco ha roto con la tradición (con minúsculas) de elegir para el cardenalato solo a arzobispos de áreas metropolitanas. Ha hecho cardenales incluso a obispos auxiliares. Esto ya da al pontífice la total libertad de escoger el obispo que él quiera, alguien que esté totalmente en línea con su espíritu reformista, algo más difícil de encontrar entre un número relativamente reducido de arzobispos nombrados en su mayoría por sus predecesores.

Pero quizá no baste, con lo que podría optar por nuevos cambios en el colegio de cardenales. Una primera opción sería elevar su número como ya hiciera Pablo VI en su día. De este modo no tiene que esperar a la muerte o jubilación de alguna de sus Eminencias. Se habla de una ampliación que podría alcanzar entre 180 y 200 cardenales, con lo que le resultaría fácil alcanzar una mayoría holgada.

Una segunda ‘reforma para asegurar las reformas’ sería cambiar las normas estipuladas por Juan Pablo II en Universi dominici gregis para la elección del pontífice. Podría, se especula, dar voto en el cónclave a todos los presidentes de la conferencias episcopales. Eso sumaría decenas de votantes sobre los que Francisco ejerce ya un control.

Todo esto, naturalmente, puede fallar. No hay que olvidar que los cardenales, una vez en el cónclave, solo responden ante su conciencia, o el hecho de que el propio Francisco fuera nombrado cardenal por Juan Pablo II, cuyo estilo y orientación no parecen perfectamente coincidentes, por decirlo suave.

Para ello, un grupo de canonistas propone una tercera opción, que podríamos denominar de Opción Nuclear. Es la más especulativa, arriesgada e improbable, pero también la que mejor garantizaría la irreversibilidad de las reformas de este Papado: modificar radicalmente las normas de elección del Papa.

No es ‘de fide’ el proceso de nombramiento de Papa, ni ha sido en absoluto igual a lo largo de toda la historia. De hecho, durante su primer milenio la Iglesia tuvo otros modos, a menudo más caóticos, de elegir al romano pontífice.

Es decir, puede cambiarse sin objeciones doctrinales, y la persona que puede hacerlo es justamente el Papa.

La idea, en este caso, sería que el Papa designara a su propio sucesor. Su Santidad podría justificar la medida de muchas formas (o no hacerlo en absoluto); por ejemplo, alegando que buena parte del colegio cardenalicio sigue renuente a aceptar las reformas del Concilio Vaticano Segundo.

Así, Francisco podría nombrar un coadjutor de su absoluta confianza que llevaría aparejado a su cargo el derecho de sucesión apostólica al Papado.

Es, decimos, una posibilidad absolutamente remota, de todo punto improbable y, además de arriesgada, casa mal con el alejamiento que el propio Francisco quiere resaltar con respecto al carácter ‘monárquico’ de la institución. Es, también, el modo más seguro de que sus reformas quedan ‘en buenas manos’.