Estupor por la actitud de los obispos ante el comunicado de ETA

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Para muchos católicos ha sido la gota que colma el vaso, la paja que derrenga al camello, lo que les ha acabado por decidir a omitir la X a favor de la Iglesia en la presenta campaña de declaración de la renta.

La noticia, tal como la dan todos los medios, es que los obispos vascos y navarros piden perdón por sus “complicidades” con el terrorismo etarra, mientras Gil Tamayo, portavoz de la Conferencia Episcopal Española considera que el comunicado de ETA anunciando su disolución es “una victoria de la democracia”, como contamos aquí.

La combinación es explosiva.

Empecemos por los obispos vasco-navarros, que declaran en su comunicado: «A lo largo de todos estos años, muchos de los hombres y mujeres que conforman la Iglesia han dado lo mejor de sí mismos en esta tarea, algunos de forma heroica. Pero somos conscientes de que también se han dado entre nosotros complicidades, ambigüedades, omisiones… por las que pedimos sinceramente perdón».

En principio, pocas cosas hay más cristianas que pedir perdón, al nivel mismo de la actividad recíproca de perdonar. ¿Cómo podría, pues, una confesión de arrepentimiento y contrición de sus obispos despertar la indignación de los fieles?

Porque el perdón, ese tipo de perdón, se ha devaluado con su abuso hasta resultar muy poco creíble. En política, sobre todo, se ha usado hasta el hartazgo, desde Bill Clinton pidiendo perdón a los africanos por la esclavitud hasta Justin Trudeau pidiendo constantemente disculpas lacrimógenas a cualquier colectivo de víctimas autodesignadas por lo mala que ha sido con ellos la civilización occidental en su conjunto.

Tienen estas peticiones tres marcas que las hacen sospechosas, por decir poco, y un corolario peligroso, en el caso que nos ocupa. En primer lugar, son colectivas, con lo que no hay un sujeto concreto que se haga responsable, que aluda a cosas que él mismo ha hecho injustificablemente mal como persona. Es decir, es una autoacusación que no se aceptaría en el confesionario.

En segundo lugar, no lleva aparejada reparación o penitencia. Uno ve a una figura pública pidiendo perdón al principio de su mensaje y espera que lo acabe con su dimisión o, en todo caso, con medidas concretas que reparen el daño. No las hay.

En tercer lugar, siempre se producen en el momento ‘seguro’, cuando ya no hay incentivo para continuar haciendo lo que se hacía con algún provecho o en la evitación de un riesgo. Cualquiera entiende que no es lo mismo arrepentirse de un adulterio cuando se mantiene la atracción y el consentimiento que cuando el otro o la otra ha roto ya con el adúltero o la adúltera. Es un renunciar a nada.

Todo tiene, en fin, ese tufo insoportable de oportunismo de campaña electoral.

Pero luego está el corolario, a saber: recordar la ofensa, revivirla en la mente y el recuerdo de tantos. Repasar de nuevo esos años de hierro en que tantos católicos se vieron completamente desamparados por su propia Iglesia, por pastores que se negaban a oficiar funerales o hablaban a favor de los asesinos de sus amigos o parientes, se ponían de parte de quienes, pistola en mano, seguían amenazándoles.

Eso estaba olvidado para una mayoría, y este coro de plañideras lo ha revuelto todo.

Y el colofón perfecto son las palabras de nuestros melifluos obispos en boca de su portavoz. Para empezar, señor Gil Tamayo, la disolución de ETA no es un triunfo ‘de la democracia’, sino, en todo caso, del Estado. De sus fuerzas y cuerpos de seguridad, para ser concretos.

El sistema de selección de líderes no ha tenido absolutamente nada que ver, y usted, como cualquiera, lo sabe perfectamente. Pero tenía que colar la ‘democracia’ por alguna parte, en una frase tan efectista que nos recuerda la naturaleza funcionarial y política de la organización de la que es portavoz. De repetirla tanto y con tanta unción, cualquiera imaginaría que ‘Democracia’ es una nueva diosa, central en el panteón postcristiano.