La segunda campanada: El escrito más oculto de San Josemaría Escrivá

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En la segunda de sus tres últimas cartas, el fundador del Opus Dei se defendía de las críticas: «No es inexplicable mi angustia ni exagerada mi aprensión: La buena doctrina parece que vacila por todos lados».

En la primera carta pastoral como Prelado del Opus Dei, Fernando Ocáriz, recogiendo el testigo del Congreso de la Prelatura, animaba a “proseguir la publicación y la difusión de las obras completas de san Josemaría“. Aceptando la invitación del prelado del Opus Dei, extractamos hoy la primera de tres cartas muy poco conocidas de San Josemaría Escrivá: Sus tres últimas, conocidas como “Las Campanadas”.

No vamos a publicar las cartas como tal, por cuestiones de copyrighy, pero en cumplimiento de la Ley de Propiedad Intelectual explicaremos y extractaremos las mismas. Aunque no se encuentran en la propia página web oficial del Opus Dei, sí está publicado íntegro el capítulo en el que Vázquez de Prada comenta las cartas: “El más grave problema en que se encontró inmerso el Fundador en los últimos años de su vida fue la situación de la Iglesia, lo cual, para él, era fuente inagotable de dolor. A este “tiempo de prueba” para todos los cristianos, dedicó las tres últimas cartas a todos sus hijos. Dos de ellas en la primavera de 1973 y la tercera en febrero de 1974.”

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La segunda campanada

«Apenas habían transcurrido tres meses cuando, en vistas del cariz que tomaban las cosas, cogió de nuevo la pluma. Esta segunda carta, fechada el 17 de junio de 1973, mantenía a sus hijos al tanto de los innumerables errores que se estaban infiltrando en la doctrina y en las costumbres«, señala Vázquez de Prada en su biografía.

Es el documento más difícil de encontrar de todos los que San Josemaría escribió durante su vida. De hecho, es más fácil encontrar libros bajo la firma de Escrivá que jamás escribió, que localizar un ejemplar de aquella carta que sacudió las conciencias de los miembros del Opus Dei.

Sin embargo, sí que existen algunos extractos que recogen algún párrafo de la carta, como estos:

No es inexplicable mi angustia, ni exagerada mi aprensión en estos instantes: cuando hay tanto choque por todas partes, la buena doctrina parece que vacila por todos lados, y en ningún sitio faltan gentes capaces de atreverse a inventar tantas falsas e innecesarias reformas, que no responden a necesidades de los demás, que están felices con la vocación de cristiano, que confirman con su vida santa.

Son —las que se mueven con tanto alboroto— herejías ocasionadas por la mala conciencia, que busca justificación a las pasiones, a la negligencia y a muchos errores prácticos, que no deja a esas personas tener quietud en ningún sitio.

Porque los defectos y esquinas de esos pobres, que —por ser de ellos— se atreven a calificar descaradamente de celo virtuoso, les convierten en anárquicos, inhábiles para participar con humildad y eficacia en ningún apostolado: ellos mismos, sin paz interior y sin alegría espiritual, son cizaña que pretende destruir las virtudes capitales de los hermanos, con hipócritas y desleales sinrazones de mentirosa eficacia.

Duele pensar que pudiera pasar entre nosotros algún caso, pero de la bondad del Señor esperamos que no sucederá. Aunque les seguiríamos queriendo, sería penoso descubrirles subidos en un árbol sin el noble afán de Zaqueo, para ver a Jesús (Luc. XIX, 4), porque se encaramarían haciéndose ayudar por sus hermanos, para lucir ellos en lo alto. Y no lucirían, porque no tendrían luz: darían amargura y, si la caridad no nos frenara, darían risa, por el despego que fingirían mostrar, por el modo lejano y frío de comportarse.

Se habrían apartado del espíritu, al abandonar el cumplimiento de las normas de piedad que fortalecen la vida interior, y poco a poco les habría ido calando en el cerebro y en el corazón un monstruo, que no les dejaría percibir la sencilla verdad de nuestra llamada divina: y, si la percibieran, como tendrían manchados y torcidos los ojos del alma, su personal jactancia les confirmaría en sus tristes desvaríos.

Cuenta San Lucas (cap.VII, 26 y ss.) que un fariseo, llamado Simón, rogó al Señor que fuera a comer a su casa. Todos recordáis la escena. Entró una mujer pecadora, que ungió con un perfume precioso y con sus lágrimas los pies del Maestro. El fariseo iba pensando: si este hombre fuera profeta, bien conocería quién y qué tal es la mujer que le está tocando, que es una mujer de mala vida. Jesús, respondiendo a este pensamiento, le dijo: Simon, habeo tibi aliquid dicere; Simón, tengo que decirte una cosa.

Hijas e hijos míos, vigilad: porque es posible que no falten fariseos que dejen de cumplir los deberes más elementales de su condición y, en cambio, traten de ejercitar derechos de mangoneo —murmurando, olvidándose de que en nuestra familia todos tenemos la obligación de decir lo que pensamos, con sencillez, con respeto y decididos a obedecer después sin restricciones mentales— derechos de mangoneo escribía, que no les competen, que son un abuso de confianza y que van contra la ley divina y contra el trato fraterno que merecen todos mis hijos.

A esos pobrecitos, si los hubiera, a cada uno, habría de dirigirme yo ahora, diciéndole también: Simon, habeo tibi aliquid dicere. Te crees más que los otros, cuando la realidad es que te has puesto a vivir a tu aire, haciéndote cesiones, que no te puedes conceder, que te empujan a pensar en labores que no te corresponden y para las que no tienes ni formación ni gracia de Dios, que te van llevando casi insensiblemente a la indiferencia en lo que te debía ser más querido; y, si no pones remedio, el remedio de volver a vivir como viviste cuando tenías buena conciencia, te arrastrarán al fracaso de tu vida y hasta la apostasía, porque perderás incluso tu camino de cristiano, mientras desprecias como Simón a quienes honran a Cristo.

Deja, hija o hijo mío, de ser sabihondo, sabihonda: sabio no eres, aunque tu soberbia te diga lo contrario. Deja de dedicarte al visiteo perjudicial o inútil, impropio de un alma de Dios, que ha de estar siempre ocupada de las cosas del Padre celestial. Deja de ser un charlatán incorregible, sin gracia, aunque tu vanidad pueril te haga pensar que eres ocurrente y divertido: eres solamente cargante y chabacano, adjetivos que no habrían de aplicarse nunca a un cristiano, por mediana que sea su formación.

Que somos monolíticos, has dicho. No podías hacernos nunca mejor elogio. Ya que en lo terreno — es posible que tu ofuscación no te lo permita contemplar, siendo patente— sólo estamos de acuerdo en no estar de acuerdo; y, en cosas de fe católica y de moral, todos —en cambio— estamos conformes en todo. Ya tienes ahí un monolito divino, que sólo al diablo le puede gustar que se quebrante.

Hablas quizá de que no ves cómo se puede conjugar la libertad personal y la obediencia. Muy podrido has de estar o muy corto es tu entendimiento, si no comprendes que la libertad personal, la obediencia, el trabajo colegial y el apostolado se hace compatibles a la manera como se conjugan la gracia divina y la libertad humana: del ejercicio de esa compatibilidad nacen las virtudes y vicios.

Con mucho cariño os he escrito, con el de siempre, aunque por las circunstancias actuales de los cristianos haya podido pareceros duro. Con cariño y lleno de esperanza en vuestra fidelidad, os bendice vuestro Padre. Mariano.

La carta concluye con la fecha: Roma, 17 de. junio 1973