El cardenal Müller critica a los obispos alemanes por claudicar ante la ideología abortista

El cardenal Müller critica a los obispos alemanes durante un discurso en iglesia

En un extenso artículo publicado desde Roma, el cardenal Gerhard Ludwig Müller ha lanzado una dura crítica contra los obispos alemanes que, según él, han cedido a los intereses ideológicos y políticos en detrimento de su deber evangélico de defender la vida humana desde la concepción hasta la muerte natural.

El prefecto emérito de la Congregación para la Doctrina de la Fe denuncia que algunos prelados han evitado pronunciarse con claridad sobre el derecho a la vida, anteponiendo su preocupación por no ser instrumentalizados políticamente a su responsabilidad como sucesores de los apóstoles. Müller subraya que esta actitud constituye una traición a la misión de la Iglesia y una confusión doctrinal alimentada por corrientes ideológicas ajenas al cristianismo.

El cardenal advierte que el catolicismo alemán, influido por la mentalidad woke y el pensamiento de autores como Judith Butler o Michel Foucault, ha sustituido la inspiración cristiana por una hermenéutica de humanismo sin Dios. Esta deriva, afirma Müller, impide a la Iglesia cumplir su misión profética y la convierte en una organización al servicio del Estado.

El texto también aborda de forma contundente el aborto, calificándolo como un asesinato de inocentes imposible de justificar desde una antropología cristiana. Müller sostiene que ningún derecho de autodeterminación puede prevalecer sobre el derecho a la vida, y recuerda que los padres no son dueños de sus hijos, sino sus custodios responsables.

Finalmente, el purpurado hace un llamamiento a los obispos a recuperar la fidelidad al Evangelio y al Concilio Vaticano II, recordando que su vocación no es la de funcionarios acomodados, sino la de pastores dispuestos al martirio por la verdad.

A continuación, publicamos el texto íntegro del cardenal Gerhard Müller, tal como ha sido difundido desde Roma:


Obispos alemanes entre la verdad y la política

Por el Cardenal Gerhard Müller, Roma

En Alemania se debate actualmente si una persona que pone en tela de juicio el artículo 1 de la Constitución —el derecho fundamental de todo ser humano a su propia vida, desde la concepción hasta la muerte natural— puede ser apta para ejercer como juez del Tribunal Constitucional Federal.

Incluso obispos católicos han evitado dar un claro a la vida, anteponiendo la lucha de los partidos políticos por el poder estatal a su testimonio apostólico de la verdad del Evangelio (Gál 2,14), que es la única razón de su existencia. Jesús, de quien procede toda autoridad de los apóstoles y de los obispos como sus sucesores, formuló, ante la pregunta capciosa de los fariseos, la directriz sobre cómo debe comportarse su Iglesia ante el poder político legítimo: Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios (Mt 22,21).

Pero esto no es un compromiso barato que permita coexistir al cristianismo con la idolatría de un poder estatal totalitario (como el culto imperial romano) o con ideologías ateas (como los sacerdotes de la paz en estados comunistas o los cristianos alemanes bajo el nazismo). Jesús mismo, ante Pilato —símbolo del poder usurpado que se arroga decidir sobre la vida y la muerte—, mostró que la verdad no depende de la voluntad de los poderosos ni del escepticismo relativista.

Pilato se jacta de su poder (Jn 19,10) para liberar o crucificar a Jesús, y se burla de la unidad entre Dios y su Hijo, que es la Verdad en persona y la salvación de los hombres. Jesús se revela como un Rey cuya soberanía no consiste en explotar a su pueblo, sino en dar la vida por sus ovejas (Jn 10,11), tal como deberían hacerlo los obispos y sacerdotes.

Frente al cínico desprecio por la verdad en nombre del poder, Jesús da testimonio de la verdad de Dios: Sí, soy rey. Yo nací y vine al mundo para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz (Jn 18,37).

A sabiendas de que serían llevados ante tribunales, encarcelados y entregados a reyes y gobernadores (Lc 21,12), Pedro y los apóstoles —modelo para papas y obispos— proclamaron: Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres (Hch 5,29). Negaron a toda autoridad humana (Estado, justicia, ejército, nación, tradición, filosofía o ciencia) el derecho a impedirles enseñar en el nombre de Jesús (Hch 5,28): porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que debamos salvarnos (Hch 4,12).

Toda la historia de la Iglesia enseña que su misión de servir a Dios como sacramento universal de salvación del mundo en Cristo (Lumen gentium 1, 48; Gaudium et spes 45) se oscurece o incluso se traiciona cuando los obispos se doblegan ante los intereses del poder. El contraste entre un buen pastor y un asalariado se muestra cuando un obispo no se ve como funcionario del Estado hasta la jubilación, sino como siervo de Cristo hasta el martirio.

La actual forma alemana de malentender la Iglesia como una institución útil al Estado se expresa así: No debemos proclamar en voz alta las verdades de la ley moral natural ni de la revelación de Dios, para no ofender a los ideólogos neognósticos de la auto-redención ni ser instrumentalizados por partidos políticos no marxistas. Pero este miedo a ser usados políticamente lleva a buscar la aprobación de la parte contraria, la misma que es anticristiana porque somete la verdad del Evangelio al cálculo del poder.

Tampoco es función de la Iglesia proteger la constitución de un Estado; eso es tarea de sus instituciones. La Iglesia debe, a tiempo y a destiempo, proclamar el Evangelio y defender la dignidad humana dondequiera que sea amenazada. Un Estado de derecho solo merece tal nombre si respeta los derechos humanos, no solo si los proclama retóricamente. El obispo católico, en nombre de Dios, debe oponerse, incluso hasta el martirio, a todas las ideologías ateas y misántropas que pisotean el derecho a la vida y niegan la dignidad humana como imagen de Dios.

El lobo poshumanista o transhumanista se disfraza con piel de cordero, hablando de autonomía y autodeterminación —pero solo para los fuertes frente a los débiles. Decir que la dignidad humana comienza solo con el nacimiento es una insensatez que solo puede provenir de la cabeza hueca de un ideólogo o del corazón helado de un jurista despiadado, más leal a la letra que al espíritu, que empieza y termina en párrafos legales, sin mirar al ser humano de carne y hueso.

El niño que nace es la misma persona que fue concebida, gestada durante nueve meses y creada a imagen de Dios, ya llamada por Él a la salvación eterna. Para no ser instrumentalizados en la lucha partidista —donde no se duda en tachar al adversario de extrema derecha o extrema izquierda— los obispos no deben sacrificar la verdad de Cristo por miedo a ser etiquetados como conservadores o de derechas por la prensa woke. Esa es la enfermedad mortal del catolicismo alemán alineado con la ideología woke: más inspirado por Judith Butler que por Edith Stein, más por Marx que por Möhler o Newman, más por Foucault que por Henri de Lubac.

El error comenzó cuando se subordinó la verdad del Evangelio a una hermenéutica del humanismo sin Dios, que abusa de las ciencias modernas para relativizar la verdad revelada sobre el hombre. Los obispos no pueden colaborar con quienes niegan la imagen divina en el ser humano. Toda variante del darwinismo social es radicalmente anticristiana. Sostener que el que sobrevive tiene razón y define lo que es justo ha llevado a justificar el exterminio de discapacitados, no deseados o enemigos ideológicos (el enemigo de clase comunista, el parásito racial nazi).

Quien reconoce el derecho humano a la vida y lo fundamenta en la revelación divina, nunca puede justificar la muerte de un inocente. Oponer el derecho de la madre a decidir sobre su cuerpo al derecho a la vida del hijo es un engaño diabólico que oscurece la verdad: el derecho de una persona acaba donde comienza el derecho de otra a vivir. El verdadero derecho de los padres es proteger y formar a sus hijos, no decidir sobre su vida o muerte.

Un Estado que usurpa los derechos de los padres no es democrático, sino un monstruo totalitario que devora a su propia prole. Los obispos pueden liberarse de este dilema entre el Evangelio y la política si regresan al fundamento del Concilio Vaticano II y restauran la claridad doctrinal.

Y esa es la magna carta de la lucha cultural entre vida y muerte que nos ha dejado la barbarie de las ideologías ateas del siglo XX y del presente:

Todo lo que va contra la vida misma: asesinatos, genocidios, aborto, eutanasia, y también el suicidio voluntario; todo lo que viola la integridad de la persona: mutilaciones, torturas físicas o psíquicas, coerción psicológica; todo lo que ofende la dignidad humana: condiciones de vida infrahumanas, detenciones arbitrarias, deportaciones, esclavitud, prostitución, trata de mujeres y niños, condiciones laborales indignas… Todo esto y otras cosas similares son una vergüenza. Degradan más al que las comete que al que las sufre. Y son un escándalo para el honor del Creador. (Gaudium et spes, 27).

Conclusión:

El derecho a la vida del niño está infinitamente por encima del derecho de los padres a la autodeterminación. Debemos partir del niño, no de quienes lo consideran un estorbo. La libertad termina donde comienza el derecho del otro a vivir. Los hijos no son propiedad de los padres; son un encargo para su educación.

La Iglesia católica defiende en todo el mundo el derecho absoluto a la vida de los no nacidos, nacidos, sanos, enfermos, jóvenes y ancianos. No puede supeditar esta lucha a la ideología dominante ni dejarse intimidar por los manipuladores de opinión. Debe actuar con valentía profética y sentido crítico, formando conciencias y elevando el nivel moral de la sociedad.

Los niños por nacer no pueden denunciar el crimen que se comete contra ellos, ni exigir justicia. Pero los obispos sí pueden y deben alzar la voz por ellos —aunque sean difamados por ideólogos y políticos—, cumpliendo así una de sus tareas más nobles:

Abre tu boca por el mudo, en defensa del derecho de todos los desamparados (Prov 31,8).