Que el Cardenal Cañizares reparta carnets de «buen católico» nos parece inusualmente grave. Que lo haga en una cuestión, como poco, cuestionable y de naturaleza política, indignante. Saber que uno no puede ser buen católico por una idea que no afecta en absoluto a ninguna verdad de fe o doctrina moral es bastante triste; pero lo es más en el miembro de una Conferencia Episcopal que ha transigido continuamente con un partido concreto, al que ha apoyado pese a destrozar abierta y alegremente todos los ‘principios innegociables’ de que hablaba el Papa Benedicto XVI.
Abre el domingo el diario La Razón -ya saben, el diario que edita el Grupo Planeta, editor de Playboy y propietario parcial de La Sexta- con un claroscuro del Cardenal Antonio Cañizares, Arzobispo de Valencia, y como titular estas declaraciones suyas: «No se puede ser independentista y buen católico».
¿Recuerdan a Monseñor Novell, el joven obispo de Solsona? En estas páginas hemos sido muy críticos con gestos y declaraciones suyas en las que compromete su misión apostólica con una causa, la de la independencia de Cataluña, que es completamente ajena a ella. Incluso hemos recogido las palabras de su colega de Barcelona, el Arzobispo Sistach, que salió al paso de las declaraciones de Novell asegurando, correctamente, que «no corresponde a la Iglesia proponer una opción concreta».
Pero nos tememos que, en muchos sentidos, el daño que hacen las palabras de Cañizares es mucho mayor. Entre otras cosas, porque serán más universalmente aplaudidas.
A menudo hemos lamentado en estas páginas la mundanización de la jerarquía, muy especialmente su politización y su supeditación del mensaje evangélico, uno y válido para todos los hombres en toda la historia, a los avatares de las pasajeras modas ideológicas e intereses del poder. Pero suele suceder que, cuando esa politización va en el sentido de nuestras preferencias, las encontramos aceptables e incluso aplaudibles.
Y este es el segundo, enorme error.
Dice el prelado en la entrevista que la Conferencia «siempre ha estado muy clara» sobre la cuestión y lo justifica poniendo encima de la mesa que «hemos apelado siempre a la Constitución» porque esta es «la postura oficial de la Iglesia».
La Constitución, ese documento muy respetable pero fruto de un consenso político, elaborado por gobernantes atentos a coyunturas específicas y no exactamente atentos al mensaje cristiano, es a lo apela «siempre» nuestra Conferencia Episcopal. Porque, dice Cañizares, «es la postura oficial de la Iglesia».
Un católico puede acudir a una montaña de textos de los Padres de la Iglesia, los Papas y los Concilios para conocer cuál es la Tradición de la Iglesia. Sumar a todo eso las constituciones de los Estados laicos se nos antoja llevar un poco lejos la necesidad de concordia civil.
Se refiere luego el Cardenal a un principio supuestamente cristiano cuya existencia, lo confesamos sin rubor, desconocíamos hasta la fecha: la no legitimidad del secesionismo en países democráticos.
Habría que empezar diciendo que este súbito entusiasmo, esta categorización como verdad religiosa, del sistema democrático es, además de desconcertante, de muy reciente data. Uno solo tiene que recordar el Syllabus de Pío IX y sus fulminaciones contra la idea de que las mayorías pueden establecer la verdad o decidir qué es o no legítimo.
De hecho, es curioso que el Cardenal ponga como ejemplo de unidad nacional que no puede cuestionarse la de Italia, porque quien con más fuerza la cuestionó, hasta la resistencia armada, fue la Santa Sede, que durante décadas excomulgó y sometió a interdicto a todo el Estado italiano.
Si la más alta jerarquía de la Iglesia se equivocaba hace siglo y medio, no hay razón teológica para pensar que acierta ahora, lógicamente.
A uno se le ocurren, así de pronto, docenas de argumentos para cuestionar las declaraciones del ordinario, no digamos su prudencia al expresarlas, algo que ahonda lo que dice lamentar: la división entre los católicos, incluso entre los obispos españoles.
Tenemos la bendición de contar con un Pontífice que ha hecho con insistencia machacona referencia a la Misericordia de Dios y al mandato de Cristo de no juzgar; incluso en el caso de una situación que el Catecismo de la Iglesia Católica considera «objetivamente desordenada», como es la homosexualidad, es fama que Su Santidad respondió con un «¿Quién soy yo para juzgar?».
Pero Cañizares sí se atreve a hacerlo. Les dice a cientos de miles de independentistas -por sus palabras, no solo catalanes, sino de cualquier región del planeta- que no pueden ser buenos católicos, de un plumazo.
Y la excepción a la que se acoge es aún peor: siempre que sea ‘democrático’ el Estado de que se trate. Es más que curioso esta súbita sacralización de un sistema político que llevó a la muerte de Sócrates y, más importante, a la del propio Cristo, en un espontáneo referéndum en el que salió vencedor Barrabás.
Ser independentista es mantener una idea sobre el estado preferible de una comunidad política. No solo puede ser pacífico, sino que con abrumadora frecuencia lo es. No solo puede ser democrático, sino que para muchísimos independentistas católicos sería la única manera de legitimarlo.
Que el Cardenal Cañizares reparta carnets de «buen católico» nos parece inusualmente grave. Que lo haga en una cuestión, como poco, cuestionable y de naturaleza política, indignante. Saber que uno no puede ser buen católico por una idea que no afecta en absoluto a ninguna verdad de fe o doctrina moral es bastante triste; pero lo es más en el miembro de una Conferencia Episcopal que ha transigido continuamente con un partido concreto, al que ha apoyado pese a destrozar abierta y alegremente todos los ‘principios innegociables’ de que hablaba el Papa Benedicto XVI.